Domingo, 10 de junio de 2012 | Hoy
OPINION
Por Eduardo Fabregat
Waukegan, Illinois. El lugar era bien terrestre, pero el nombre sonaba a otro planeta. Waukegan: eso leíamos en la contratapa de las manoseadas ediciones setentosas de Minotauro, que el autor había nacido en Waukegan, Illinois, en 1920. Internet y Google no existían ni en los relatos futuristas de ese autor, con lo que poco más podía saberse de Waukegan, que así conservaba el aura misteriosa, extraplanetaria, apropiada para ese hombre que nos contaba cosas que pasaban en Marte. Aunque esas cosas que pasaban en Marte no dejaban de tener íntima relación con las cosas que pasaban acá, en la roca tercera contando desde el Sol.
Los personajes de esos relatos no viajaban en naves espaciales, sino en cohetes. Y no-sotros viajábamos en hojas de papel ya entonces algo amarillento, de la mano de Ray Bradbury. Por eso el miércoles millones de personas –sin exageración– tuvimos una sensación como de vacío bajo los pies, como si de repente nos hubieran sacado el piso, como si se hubieran apagado las paredes de la habitación donde había tigres. La puta, se murió Bradbury, dijimos, y al mismo tiempo nos sirvió de consuelo haberlo tenido tantos años, y que haya escrito tanto y nos haya dejado tanto en la estantería. Que la adolescencia está a salvo aún de la muerte.
El equívoco de que Ray Bradbury fue “un maestro de la ciencia ficción” se sostiene solo entre quienes se quedan con la obviedad de sus títulos más célebres. En realidad, Ray siempre escribió sobre humanos bien reconocibles antes que enanitos verdes o marcianos rojos. Entre muchos posibles ejemplos, vale “El sonido de un trueno” (1952), donde lo único fantástico es el viejo y querido artilugio de H. G. Wells. Eckels, el protagonista de ese relato de Las doradas manzanas del sol, se acerca a “Safari en el Tiempo S. A.” para viajar a la Prehistoria y vivir la aventura de matar un dinosaurio; los responsables de la empresa, que cobran en dólares contantes y sonantes –nada interestelares–, le informan que no debe alejarse del sendero marcado ni afectar nada más que ese dinosaurio que de todos modos está destinado a morir. Pero a Eckels lo aterra la visión del Tyrannosaurus Rex y sale del sendero, y al volver al tiempo presente todo es distinto: el letrero de la entrada está lleno de errores de ortografía, la reciente elección presidencial –que al irse había consagrado al candidato progresista sobre el dictatorial– tiene el resultado opuesto. En su bota, una simple mariposa muerta resulta ser el origen de una realidad abruptamente modificada. Leer ese relato a cierta edad, caer en la cuenta de que un mínimo acto puede desencadenar una serie de eventos en el tiempo que lo cambia todo, tiene un peso específico muy real, palpable y pesado.
Crónicas marcianas –otro posible ejemplo de muchos– habla de Marte, claro, pero sobre todo habla de nosotros, de la locura que ya en 1950 campeaba en un planeta aún lejos del alucinado sprint tecnológico del cambio de siglo. Eso queda claro en el melancólico cierre de “El picnic de un millón de años”, cuando la vida en la Tierra es un mal recuerdo y la familia exiliada en las colinas rojas descubre que los marcianos son esos que están ahí, reflejados en los canales, pestañeando ante el descubrimiento. El desesperante “La lluvia”, uno de los inquietantes tatuajes de El hombre ilustrado, transcurre en Venus pero las reacciones de esos astronautas perdidos bajo el incesante chaparrón son un ensayo sobre los límites de la mente humana bajo presión.
Eso, inquietante: Bradbury era un tipo que inquietaba, y lo sigue haciendo. Uno encontraba relatos impregnados del costumbrismo del paisaje rural de su país, pero de pronto algo venía a desencajarlo todo. En La feria de las tinieblas, toda ese aura de pueblito bucólico y tartas de calabaza va quedando aplastada por el carrusel que manipula el tiempo, y la desastrada troupe que lo administra. “El siguiente en la fila”, primer, siniestro relato de El país de octubre, deja claro que incluso Bradbury puede ser contado entre las influencias de Stephen King. Ni hablar del descorazonador final de “El hombre del cohete”, ese cuento en el que los hijos de un astronauta coleccionan el polvillo de sus viajes por los planetas y viven temiendo que un día no vuelva y que deberán evitar la visión de ese planeta donde quedó, y el padre finalmente cae en el Sol: “Y el Sol era enorme, y ardiente, e implacable. Y estaba siempre en el cielo. Y uno no podía alejarse del Sol”. Fahrenheit 451, la pesadilla de cualquier escritor, su obra convertida en cenizas. La muerte es un asunto solitario, puro crepúsculo hecho palabras.
A nadie puede sorprender que Ray fuera más bien refractario a nuevas tecnologías, a la era de Internet y el encantamiento digital. En su obra se preocupó siempre más por los que manipulan los aparatos, antes que por los aparatos en sí. Para él fueron una excusa necesaria y bien detallada para contar lo que le interesaba contar, la tragedia y la comedia y la enorme, fascinante paradoja humana contenida en cualquier esquina de este planeta. Con esos descubrimientos, Ray Bradbury se dio el lujo de viajar donde quisiera, a Irlanda para una inolvidable y fallida adaptación de Moby Dick para John Huston, al Londres de Camila y los melancólicos, a la lluviosa Venus y a Marte, siempre a Marte, allí donde hubo habitantes de rostro sereno que navegaban los canales hasta que vino la Humanidad a estropearlo todo. Y llevarnos con él, convencidos de que podíamos estar colgando de un cielo extraño pero seguíamos reconociéndonos en el retrato.Y después de todo ese viaje, volver la vista a esas tapas de colores fuertes, de bolsillo, sin solapa, manoseadas, ajadas de tanta lectura y relectura gozosa, repantigados en una mecedora situada frente al atardecer de Waukegan, Illinois.
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