CARLOS NINE Y SU NUEVA MUESTRA, EL TEATRO DE LOS ANIMALES
Los dibujos, acuarelas y óleos de la exposición inaugurada en Moebius Liceo permiten asomarse al universo de uno de los más grandes dibujantes argentinos. Nada de eso aparece en esta charla en la que Nine examina su mundo y el universo que lo rodea.
› Por Ana Asseo de Choch
Su padre fue un violinista y zapatero cuya madre, llegada de la Europa de posguerra, lo crió, junto a sus muchos hermanos, trabajando de sol a sol. Siguiendo la línea de sus antepasados, Carlos Nine se considera un trabajador. Pero aunque muchos entendidos lo mencionen entre los más grandes dibujantes que estas tierras hayan visto nacer, no hay en él aires de superioridad. Sin pelos en la lengua, e incluso siendo pintor, Nine defiende el oficio de dibujante, tan menoscabado dentro del mundo de los “eruditos” del arte. Sus libros son más editados afuera que acá, pero él gusta de ser criollo, sabiéndose parte de una cultura que, aun con sus defectos, se las ingenia para salir adelante. En Moebius Liceo (Av. Santa Fe 2729), esta semana se inauguró una exposición que entraña otra oportunidad para apreciar su genio, una muestra de dibujos, acuarelas y un óleo: El Teatro de los Animales.
–¿Siempre lo acompañan sus gatos?
–Todo buen dibujante debe tener gatos. Alberto Breccia, que fue un maestro, decía que cuantos más gatos tengas, mejor dibujás. Tenía 14...
–El tango, los años de oro y la gomina son parte de su sello.
–Siempre aparece eso. Tiene que ver con una estética que me involucra. Hasta en la forma de vestir hay como una trampa elegante, hay mensajes. En la moda de los años ’20, ’30 y ’40 (en los finales de los ’50 se empieza a deshilachar casi todo) había un enorme sentido del diseño; se imponían estéticas que, aunque masivas e industriales, encerraban ideas muy sugerentes y hasta casi perversas. Que en definitiva terminaban siendo más mortíferas, inteligentes y profundas que la exhibición de reses colgadas de un gancho que despliega hoy día Marcelo Tinelli regenteando su carnicería. Artistas geniales como Calé y Divito estaban absolutamente relacionados con la interpretación, e incluso la imposición de vestimentas, peinados, actitudes. Son los misterios del arte popular, del “populismo”, contra el cual se estrellan los intelectuales. Y el tema del tango es así, por lo que conozco e investigué, y por ser hijo de un músico de tango. Mi trabajo está relacionado con el tango, mis dibujos son tangos dibujados, y por fin estoy haciendo ahora un libro de tango, que publicará Hernán Casciari.
–¿En qué consiste Hommage a l’arriére-cour, publicado en París?
–Es un libro de bocetos que muestra lo que puede hacer un tipo con un lápiz y un pedazo de papel. En español sería Homenaje al patio trasero. Comienza con la familia, el barrio, los amigos, la orquesta de tango de mi viejo. Nadie ve los bocetos, de la misma manera que nadie conoce a mis viejos o al barrio de la infancia. Pero sin ellos y sin los bocetos, yo no sería nada. En el prólogo se pueden ver fotos en blanco y negro de los ’50, de conciertos de tango en los que yo también estaba. Acá, por ejemplo, está mi viejo tocando el violín. ¿Ve? Acá hay la gente de los ’50. Fíjese en la expresión, la felicidad que tienen estos tipos mientras bailan. La alegría. Había de todo para dibujar; la ropa, los gestos.
–¿Acá se editó ese material?
–No. De los veinte libros que publiqué en Francia, sólo se publicó uno.
–También fue invitado de Art Spiegelman.
–El y su mujer Françoise Mouly son vanguardistas. Ella es directora de arte de The New Yorker, una de las revistas más refinadas de la intelectualidad norteamericana. Además son creadores de la revista Raw, una publicación de una creatividad inigualable en materia de historietas y arte gráfico; soy fanático. Cuando lo del corralito, perdí los pocos mangos que tenía, y de alguna manera ellos se enteraron y me mandaban por correo viejos números de Raw, con dólares entre las páginas para ayudarme, en pago por mi trabajo. Hicieron eso porque falló el primer intento: pedirle a Paul Auster que me la trajera aprovechando que venía a dar unas charlas. Pero el tipo se asustó, no quiso saber nada. Fue una historia genial, de mucha solidaridad en medio de la desgracia.
–Usted estudió en la universidad pública.
–Soy egresado de la vieja Belgrano y de la Pueyrredón. La Belgrano estaba en un palacete maravilloso, que demolieron para hacer un anexo horripilante de la embajada brasileña. Después vino el IUNA. Ahí sonamos del todo.
–El paso de escuela de arte a licenciatura la convirtió en una carrera abarcativa, interminable. Se argumenta falta de fondos, pero gran parte del alumnado viene a estudiar y luego se va.
–Pareciera que el rediseño de la carrera tiende a disuadirte antes que a estimularte. La transformaron en una universidad teórica. Crear imágenes es una tarea intelectual, claro, pero es fundamental la ejercitación para desarrollar una idea, hay que tener “taller”. Conozco a los tipos que se hicieron cargo del IUNA, eran compañeros de estudio. Los menos diestros y talentosos, pero los más charlatanes. Los salvó el conceptualismo, la “coartada Duchamp”. Haría falta una academia como la Bauhaus, por ejemplo, con sentido abarcador. De lo contrario creás guetos al estilo norteamericano, donde salen especialistas en fragmentos. Y eso es fatal. Respecto del arancelamiento, creo que a los estudiantes extranjeros algo se les tendría que cobrar. Mucha gente que viene a estudiar acá no puede creer que sea gratis. Hay un malentendido: la educación pública no es gratis. Si el alumno no paga es porque otros la pagan. Por ejemplo, los trabajadores, con sus impuestos, que generalmente no pueden acceder a estudios superiores o más complejos.
–¿En el ambiente de los pintores hay tendencia al esnobismo?
–Lo peor que podés decir para venderte, si sos pintor, es decir que te gusta la historieta. Yo tengo una anécdota, que es una pavada, porque es cómica, pero tiene que ver. Cuando se cumplieron los 25 años de la Escuela Panamericana de Arte, se organizó un concurso, y yo mandé una acuarela. El jurado estaba compuesto por pintores, diseñadores gráficos, y los concursantes fueron casi todos artistas consagrados. Cuando se reunió el jurado, se armó el lío porque gané yo, por un voto, cuando el designado para vencer, por ser el caballo del comisario, era Rogelio Polesello, ya que la mayoría de ellos había acordado previamente quién tenía que ganar. Se armó despelote. El líder de los que sostenían mi nombre era Guillermo Roux, que casi se agarra a las piñas con Jorge Glusberg, que me execraba. Cuando le comunicaron al pintor que no había ganado, el tipo se ofendió y retiró su cuadro. Fijate el sentido de pertenencia a una aristocracia que tenía, que lo tomó como la intromisión en el palacio de un plebeyo. Ahora me van a dar un diploma en el Konex, pero como ilustrador, para que aprenda la lección. Es que, en realidad, nadie sabe bien qué carajo hacer conmigo. Entonces te dan un premio de algo. Lo que está en crisis son las “jerarquías” del arte.
–En su obra hay debilidad por representar mujeres y criaturas raras.
–Desde el punto de vista formal, y por su rol en la historia, desde las cuevas de Altamira, me encanta dibujar todo tipo de mujer: la gorda, la linda, la fea. Con el viejo Breccia, que era un artista impresionante, nos agarrábamos por el tema de dibujar mujeres. “Sus” mujeres eran esquemáticas. Un día se lo dije y casi me pega un bife. Bien merecido lo tenía, por insolente. Yo creo que no hay pintura “figurativa”. Todo cuadro, aunque sea de Velázquez, es una representación simbólica, una abstracción que no es la realidad. Si vos tenés claro que toda la pintura es abstracta, un retrato puede tener la misma importancia que una silla. Pensemos en la silla de Van Gogh...
–Quizá por eso su trabajo no entra en definiciones fáciles.
–Yo entro y salgo de diferentes territorios, para hacer tareas de exploración y de captura. Trabajo como un cazador. Me interesa explorar la historieta, el cine, la fotografía, la escultura, una especie de detective. Claro, lo que pasa es que para eso tenés que tener cierto dominio del oficio, y ahí entra la escuela. Creo que ese espíritu renacentista hoy no está.
–¿Cómo define esta muestra?
–Mujeres y animales mezclados. Pensé en El Teatro de los Animales, un viejo libro del genial Grandville, que fue un maestro precursor en la materia. Me es imposible diferenciarlos, los mezclo naturalmente, después de todo son nuestros hermanos. Debo ser heredero del espíritu de San Francisco, que veía a los animales como hermanos. Todos somos bastante parecidos en definitiva. Somos criaturas, andamos por el mundo. Por eso yo dejé de comer carne. Siempre me produjo repugnancia comer un animal que estuvo en un campo de concentración. Lo había aceptado por la costumbre, porque nuestra cultura es carnívora, pero no lo soportaba, y me pude librar al fin de esa porquería. No hay que horrorizarse tanto con los campos de concentración. Si tomás como natural lo que hacemos con los animales, pasar después a lo humano es una mero trámite. El sistema está instalado.
–¿Por qué eligió Moebius?
–Porque es la única que convoca a los artistas que provenimos de la gráfica impresa a exponer, a mostrar esos originales que luego se reproducirán, imprenta mediante, por unos cuantos miles. El resto de las galerías, dedicadas al “arte serio”, jamás nos admiten, es un gueto; lo nuestro “no es arte”. El precio más alto alcanzado por un pintor argentino en el mercado internacional es de un Pettoruti, con 700.000 dólares. Hace un mes, en Sotheby’s, se remató una ilustración de Hergé, correspondiente a la cubierta de un número de la revista Tintín del año 1939, en 1.300.000 dólares. En otras palabras: nuestro pintor más caro vale la mitad de un Tintín.
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