Domingo, 16 de septiembre de 2012 | Hoy
OPINION
Por Eduardo Fabregat
“¿Y la música dónde está?
¿En los cables?”
Soda Stereo, 1992
¿De qué están hechas las canciones? ¿Y cuánto de ese material del que están hechas las canciones se encuentra fundido con nosotros mismos, la música y la vida asociadas en un playlist íntimo, personal? Cuando una música está tan metida en nuestra historia personal, pasa a ser, de algún modo, nuestra. Tranquilo, señor abogado de la industria: Ya sabemos, no es “nuestra”, como tampoco (a menudo) lo es del músico sino del productor fonográfico. Con lo que la cosa ya viene viciada de por sí. Pero lo sabe cualquiera, cuando éstas le dicen y significan algo el público se apropia de las canciones, así es como los artistas se vuelven populares. Claro que hay conceptos de apropiación que no son así de simpáticos.
La historia se conoció la semana pasada y, aunque después fue parcialmente desestimada por el mismo protagonista, tiene tanta miga que es imposible obviarla: el Daily Mail inglés señaló que Bruce Willis habría instado a sus abogados a encontrar la manera de legarles a sus tres hijas su generosísima colección de música adquirida en iTunes. Curioso, ¿verdad? Por aburrimiento o por lo que fuera, el actor de (entre otras cosas) Duro de matar leyó ese apartado de “Términos y Condiciones” que una enorme mayoría de los usuarios corre hasta el botón Acepto sin siquiera mirarlo. Y allí se enteró de que toda esa música adquirida con tarjeta de crédito nunca había sido suya: sólo pagó por el derecho a reproducirla en hasta diez aparatos marca Apple. Legalmente (y al apretar el botón “Acepto”, hayas leído o no, es legal), las canciones nunca fueron propiedad de Bruce Willis. Podría dejarles a sus hijas los aparatos que las contienen, pero si ellas intentaran pasarlas de allí a otro aparato, Apple podría bloquearlas a distancia.
No importa si lo de John McClane es cierto o si, lejos de ingerir vidrio, ni piensa meterse en una pelea legal con un monstruo que, en un sonado juicio por patentes y plagios de diseño, le acaba de torcer el brazo al monstruo coreano Samsung, birlándole 1000 millones de dólares en multas y consiguiendo el bloqueo de varios gadgets. La cláusula está ahí, en el “Términos y Condiciones”, y es un lindo aporte al intrincado debate que trajo el siglo XXI con respecto a las formas de consumir y “poseer” música. “La gente a veces confunde la música con el objeto que la contiene”, escribe David Byrne en su flamante libro How Music Works. La música es evanescente, propone: cuando termina, se termina la experiencia. Parece una contracara del postulado que supo plantear otro músico pensador, Robert Fripp, al señalar que la música está ahí todo el tiempo, aunque no haya nadie para tocarla o escucharla.
Lo que lleva al asunto Fripp, y otras consideraciones sobre la industria.
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“Mi vida como músico profesional es un triste ejercicio sobre la futilidad”, dijo el líder de King Crimson en una entrevista realizada por Ludovic Hunter-Tilney para el diario Financial Times. Sobre la base de que es el único que declara leer, el legendario guitarrista eligió un medio atípico para oficializar su retiro. “No puedo concentrarme en la música, con lo que he decidido dar por terminada mi carrera como músico para dedicarme a lidiar con los negocios.” Es una pésima noticia para la música como arte, pero quizá no lo sea tanto para el bienestar de los principales impulsores del asunto. En 1992, cuando estableció su compañía Discipline Global Mobile, Fripp señaló el propósito de ser “un modelo de ética de negocios en una industria fundada sobre la explotación, aceitada por el engaño, caracterizada por el robo y motorizada por la avaricia”. En el sello de Fripp, los músicos retienen la propiedad y por ende el control de sus canciones: un modelo que las grandes discográficas jamás quisieron siquiera debatir. Es mejor quedarse con el material e instituirse en únicos defensores de los derechos del músico.
El impulso final para la renuncia provino de su enésimo conflicto con la industria: desde hace cinco años, Mr. Fripp mantiene una discusión legal con la compañía Universal Music por la propiedad y explotación comercial del material registrado por Crimson para el sello EG, cuyo catálogo fue adquirido por la multinacional. La última gota fue el sampleo de “21st. Schizoid Century Man” para el single “Power” (2011) de Kanye West: que el rapper obtuviera el permiso con sólo hablar con Universal, y nunca con el tipo que compuso la canción, hizo que a Fripp le saltara la térmica. Del otro lado manifiestan que “seguimos trabajando para llegar a un acuerdo”, pero dado el abismo que separa los modelos de negocio se hace difícil augurar cuál podría ser ese acuerdo. “Estoy en un estado de clausura creativa. Es demasiado debilitador”, señaló Fripp en el FT, en una charla en la que de todos modos detalla que no puede abandonar la enseñanza, “que me hace sentir vivo”. Entre el 18 y el 24 de octubre, de hecho, el músico inglés dictará un curso Guitar Circle en Lunlunta (Mendoza): dada su reticencia a hablar con la prensa, habrá que ver si se expresa públicamente sobre su decisión. Pero el contacto con músicos locales permitirá que siga extendiendo una red en la que los artistas profundicen un modo de trabajo más sano para el gremio. Buscar un cambio en eso que detalló en la entrevista del adiós: “La relación entre los músicos y las compañías pasó de ser simbiótica a parasitaria”.
La frase tiene su resonancia en una tercera noticia que sirve para pintar esta esquizofrenia del siglo XXI. Esta semana, Alison Nathan, jueza del distrito de Nueva York, falló contra The Velvet Underground en el juicio iniciado contra The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts por licenciar la célebre banana del disco debut de la banda para ser utilizado en productos de... otra vez, Apple. Aunque queda por resolver la demanda en lo que refiere a la “marca registrada”, la jueza consideró que no hubo ninguna violación de copyright. Es un caso complejo, ya que juegan elementos como que en la edición original de 1967 no se consignaba el “trademark” (aunque se la considera una “omisión accidental”), o chicanas como la de los abogados de la Warhol Foundation, que señalan que Lou Reed y John Cale no son en rigor la misma banda que registró aquel disco. Y un último dato que instala otro jugador, para nada desdeñable: en la causa está asentado que los músicos y el realizador del diseño recibieron un cheque de tres mil dólares por el trabajo, extendido por MGM Records. Al ser una modalidad “work for hire”, eso daría todos los derechos sobre la banana al que pagó por ella. Que ya no es MGM Records, sino la compañía que la adquirió: Universal Music.
Hola, Mr. Fripp.
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