MARIO BELLATIN, UN ESCRITOR QUE ESCAPA A LAS CLASIFICACIONES
“Yo hago todo lo posible para que los lectores no me crean”
Dueño de un atípico estilo, que le permite realizar juegos lúdicos entre ficción y realidad, matizados con protocolos apócrifos, crónicas, biografías o documentos científicos, el autor mexicano vino a presentar su último libro. Y habla de su experiencia con la Escuela Dinámica de Escritores.
› Por Silvina Friera
El escritor que encarna uno de los proyectos literarios más originales de los últimos años se ríe por “culpa” de lo que ha generado su obra. Considerado un autor de culto, inclasificable, extraño, raro, experimental, estas clasificaciones –que manifiestan las dificultades para nombrar aquello que irrumpe con tanta fuerza que arrasa con todo lo estandarizado y heredado– no tienen ningún sentido para él. “A mí lo único que me importa es seguir escribiendo”, dice Mario Bellatin. Todo lo demás resulta aleatorio para este hijo de peruanos que nació en México, pero vivió buena parte de su vida en Perú. Durante la entrevista con Página/12, en la bellísima casa del barrio de Palermo que le prestaron unos amigos argentinos, no se filtrarán “peruanismos” ni “mexicanismos” que denoten una marca cultural de su doble nacionalidad. El detalle no sorprende: más bien confirma que la lengua de Bellatin, la que asoma en sus textos como una piedra pulida, con un estilo hipnóticamente austero, con narraciones esterilizadas de recursos y sólo en apariencia neutrales, admite como único lugar de pertenencia lo literario, ese universo que sistematiza a través de sus ficciones. Su último libro, La escuela del dolor humano de Sechuán (Interzona), se presentó ayer en el Malba, con la participación de Alan Pauls, Jorge Panesi, Ariel Schettini y una puesta en escena de Vivi Tellas.
“No me siento peruano ni mexicano; quisiera sentirme más mexicano que peruano, pero soy más peruano que mexicano. Es un cambalache bastante extraño”, admite Bellatin. “Hay una intención de que no haya marcas territoriales ni espaciales ni de tiempo, y es ahí donde busco las máscaras: escribo un texto musulmán, japonés, judío o chino”, explica. “La escuela del dolor humano de Sechuán es muy andino, pero no sé si quiero que se sienta así, porque aparentemente hay un doble juego en donde todo transcurre en una especie de China utópica.” Bellatin muestra unas fotografías de sus dos perros galgos italianos que tiene en su casa de México y otra en la que su figura se recorta sobre un fondo bizarro, increíblemente bellatinesco, que quizá utilice en alguna de sus próximas narraciones: un viejo parque de diversiones abandonado en las afueras del D.F. Cuenta, tentado por la risa, que perdió su brazo artificial –la famosa Otto Bock que menciona en Lecciones para una liebre muerta (Anagrama)– en el tsunami de diciembre porque estaba a cuarenta kilómetros de la tragedia que él transforma, desde su experiencia personal, en una anécdota humorística.
El escritor mexicano confiesa que le encantaría desaparecer completamente como autor, que intenta, al menos, aparentar que no existe. Su propuesta es que los textos se sostengan a sí mismos, nada más ni nada menos que hacer literatura con la menor interferencia posible. Pero sus juegos lúdicos entre ficción y realidad, revestidos, a veces, con protocolos apócrifos, crónicas, biografías, documentos científicos o literarios, provocan situaciones tan inverosímiles como graciosas. Le ocurrió con su novelas Shiki Nagoaka: una nariz de ficción (Sudamericana) y con El jardín de la señora Murakami (Tusquets). La primera es la biografía de un autor inventado, pero que muchos creyeron que era real, y hasta le enviaron cartas preguntando dónde podían conseguir libros del ignoto Nagoaka. La segunda, plantea Bellatin, es la traducción de una novela inexistente que le ha acarreado que se diga que su escritura se nutre de la literatura japonesa, o que es el más japonés de los escritores mexicanos. “No es un juego intelectual, lo hago para zafarme de los encasillamientos”, plantea el escritor, que dirige desde el 2000 la Escuela Dinámica de Escritores, una especie de anti-taller literario con el que busca romper los mitos literarios y desacralizar el proceso de la escritura.
–Desde El jardín de la señora Murakami a La escuela del dolor humano de Sechuán, sus narraciones se fueron volviendo más fragmentarias. ¿Qué persigue con esta fragmentación?
–Siempre escribí en forma fragmentaria y en muchas novelas encubría la ruptura del discurso tratando de crear puentes para que pudieran aparecer narraciones continuas. Pero me di cuenta de que era mucho más importante hacer evidentes esos fragmentos que son lo que dura una sesión de trabajo, el tiempo que dedico a la escritura. Lo que hago con esos bloques es volver sobre ellos para hacer mucho más lógica las leyes que esos fragmentos están creando y también para encontrar los vínculos posibles que conserven un todo. Busco entenderme a mí mismo y saber dónde está situada mi escritura.
–En La escuela del dolor humano de Sechuán señala que si intenta admirar el vagón del tren por completo, ya no puede percibir la realidad. ¿Su escritura es inductiva, va de lo particular a lo general?
–Sí, desde los pequeños detalles trato de construir una suerte de todo que busca la complicidad con el lector. Para que la escritura funcione, tengo que convencer al otro, que me acompañe sin tener grandes accidentes. Es el viejo temor de que mi literatura se convierta en experimental o de que necesite que el lector tenga un conocimiento previo, cuando lo que me propongo es que él también pueda descubrir cosas a la par de la escritura. Sé que es utópico, absurdo y falso, pero lo hago como si pudiera ser real que el escritor y el lector, juntos, vayan creando el libro. Me interesa que lo escrito sirva de pretexto para que alguien transcurra por un espacio paralelo a la realidad. Siento que he logrado algo cuando le pregunto a alguien si terminó de leer mi libro. “¿Lo acabaste? Bien, perfecto, ya no quiero saber nada.” No quiero enterarme si le gustó o no, con que haya podido leerlo me alcanza.
–Por el tipo de personajes que aparecen en su literatura, travestis, deformes, enfermos, freaks, ¿se propone volver “normal” lo que es considerado “raro”?
–No es una intención en concreto, pero soy consciente de que hay una forma de tratamiento que hace que lo que se está esperando que se aborde de una manera, a veces se trabaja desde su opuesto por esa distancia o extrañamiento, por ese interés de que se lea lo que no está escrito, de andar entre silencios, que los silencios sean más importantes. Las características de mis personajes han sido excusas para poder soportar las narraciones, para que pudieran existir. Todo lo demás es aleatorio.
–¿La idea es que los textos se sostengan por sí mismos y que usted desaparezca como autor?
–Sí, lo intenté pero no puedo por la idea romántica que se tiene de la literatura. Yo no quiero que me crean, hago todo lo posible para que no me crean (risas). Intenté suplantar al escritor en El jardín de la señora Murakami con un traductor pesado que quiere traducir lo intraducible. En ese libro no hay escritor, es una traducción de una novela inexistente. Shiki Nagaoka empezó por una conferencia que di en el Instituto de Bellas Artes, en la que invitaron a distintos escritores a hablar de su escritor preferido. Inventé a Shiki Nagaoka con elementos ya totalmente inverosímiles, a propósito, pero me preguntaban cómo conseguir los libros y me escribían cartas de Alemania en las que me decían que no conocían a ese autor.
–Su propósito es romper el pacto de lectura que hace que una ficción resulte verosímil.
–Es que tiene que ser verosímil dentro del texto, pero no es cotejable con la realidad. No quiero cargar más con muertos ajenos cuando me dicen que tengo una teoría sobre la enfermedad, los muertos, la malformación. Muchos de los elementos en este juego de verdad-ficción los he puesto adrede para que todos piensen ¡ah, éste es él, mira si es manco! El fin de todo esto no es un juego intelectual, lo hago para zafarme de los encasillamientos.
–¿Hacer evidente la fragmentación y la economía de recursos fue el modo con el que se rebeló frente a la exuberancia y al barroquismo de la literatura latinoamericana?
–Cuando comencé a escribir era espantoso tener que soportar toda una tradición de la literatura latinoamericana, en la cual había que escoger entre opciones binarias con la que no me sentía identificado. Constaté con pavor que al comienzo escribía cómo se tenía que escribir. Después, al momento de leerme, me encontraba con textos falsos que habían tratado de insertarse en un supuesto deber ser que en esa época, a principios de los ’80, era muy fuerte. Para mí escribir es nombrar nuevamente las cosas. Los mitos que arrastra la literatura son insoportables. Con la Escuela Dinámica de Escritores intento que esos mitos románticos vayan cayendo.
–¿Cuáles?
–En la literatura no existe un afuera, no hay nada que aprender externo como en la medicina: si estudias y eres un alumno aplicado, sabrás operar el corazón. Todo el tiempo se ve la avidez por el conocimiento como medio para poder escribir, y de este mito se deriva otro: que hay un lenguaje literario para decir las cosas, que hay temas que se deben tocar o corrientes que hay que seguir. Y para mí es fundamental que mientras más fuera de todo esto esté una obra, mientras más personal sea, mucho más importante será la propuesta. La Escuela Dinámica de Escritores es una especie de clínica de rehabilitación para los que tienen la necesidad de escribir.
–¿Cómo podría explicar esto?
–El método que se usa para evitar caer en estas retóricas es ir contra el taller literario y contra el espacio académico. Sólo hay una regla: en la escuela está prohibido escribir. Tenemos un área muy importante de “otras artes” en donde el cine, la fotografía, la danza, la escultura se ven como un todo que permite identificar un origen común. Me interesa que se perciba cómo las otras artes sí cuentan con una retórica que separa al autor del hecho creado. Así como en fotografía somos capaces de hacer photoshop y poner a la abuela de cabeza, así también podemos ser capaces de manipular un texto, porque otros de los mitos es que los textos son sagrados, que no se pueden tocar porque está en juego tu vida.
–Un crítico señaló que su escritura es “perturbadoramente neutral”. ¿Coincide con esta observación? ¿O este aspecto es un recurso, una apariencia con la que recubre los textos?
–¿Qué querrá decir neutralidad? ¿Neutralidad frente a qué? Suena bonito. Mi escritura logra este efecto porque no se cuenta de la manera en que supuestamente debería contarse. Y porque también, al momento de querer que haya una serie de lecturas que no sean unidireccionales, le doy mucho espacio a este vacío, a este lugar muerto donde el autor también puede ingresar y formar parte de la creación. No sé si es neutralidad: prefiero llamarlo vacío, que no es nada neutral.
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