Martes, 4 de julio de 2006 | Hoy
LAS RELACIONES ENTRE ESCRITORES Y EDITORES, UN TEMA QUE DESPIERTA PASIONES INEVITABLES
Consultados por Página/12, Elsa Drucaroff, Fernando Fagnani, Luis Chitarroni, Vicente Battista y Alejandro Horowicz apuntan a la necesidad de un diálogo civilizado y honesto, aunque admiten que nunca es fácil llegar a un acuerdo. El vínculo entre el autor y el editor puede ser fuente de grandes satisfacciones... y descomunales tormentas.
Por Silvina Friera
Son relaciones un tanto peligrosas y los recelos y la desconfianza mutua parecen inevitables. Los vínculos entre autores y editores nunca han sido fáciles, aunque las partes posen y sonrían para las fotos y en voz alta desmientan los problemas. “Todos los editores son hijos del diablo. Para ellos debería haber un infierno especial”, se quejó Goe-the. Javier Marías, cuando se separó de Jorge Herralde, en 1995, dijo que los editores “son unos ignorantes mercachifles” y los comparó con proxenetas “dedicados a traficar con putas de postín”. Herralde, acaso con resignación, confesó que lleva años dedicándose a “traficar con los egos de los escritores”. ¿Y por casa cómo andamos? Página/12 estuvo sacando los trapitos al sol con Elsa Drucaroff, Fernando Fagnani, Luis Chitarroni, Vicente Battista y Alejandro Horowicz.
“Mi experiencia con los editores fue muy buena”, cuenta la escritora, docente y crítica Elsa Drucaroff. “El caso de Fernando Fagnani es muy especial; me apoyé bastante en él porque por motivos personales me costaba un trabajo afectivo importante el hecho de meterme con los temas de El infierno prometido. Fernando fue leyendo los capítulos y opinando con mucho entusiasmo y de un modo muy generoso. No tuvo ningún problema en sugerirme lo que no le parecía bien y decirme por qué: algunas las acepté y otras no.” Drucaroff sostiene que la literatura es un oficio en el que es fundamental el concepto de intercambio. “Las opiniones de los demás, cuando son constructivas y están tratando de sacar lo mejor de uno, siempre me han servido. El problema es que uno se enamora de lo que escribe y tiene una relación muy poco objetiva con lo que hace. Con su distancia, el otro te ayuda a no tener miedo de tus propias fantasías y te permite encontrar el modo más ordenado de desarrollar algo.”
¿Y el temido y famoso ego del escritor? Drucaroff se entusiasma y responde: “Si el escritor se siente un Vate con mayúsculas y dice: ‘¡Oh, las musas me han visitado y yo hablé’, cualquier observación le va a molestar. No hay editor posible para ese escritor”, plantea. “Este tipo de autor, ideológicamente del siglo XIX, se pierde la maravilla del intercambio grupal.” La autora de El infierno prometido aclara que no está postulando necesariamente que todos los escritores tengan que crear en grupo. “Cuando termino una novela, hago una ronda de lectura entre cinco o seis personas que respeto mucho. Les pido que agarren un lápiz negro y marquen lo que les haga ruido, que me cuenten lo que quieran. Eso no quiere decir que sea obediente: escucharé los comentarios y después decidiré, pero no considero que el trabajo de la imaginación sea intocable. Es un oficio social; estamos contando historias y creando un universo con palabras para los demás, y los demás importan.”
Puede hablar de un lado y del otro del mostrador. Alejandro Horowicz es autor de los dos tomos de El país que estalló (Sudamericana), tuvo una editorial, Agora, y fue editor de la colección “Espejo de la Argentina”, en la editorial Planeta, y de los primeros tres tomos de Historia crítica de la literatura argentina. Admite que la relación entre escritores y editores es muy complicada. “Desde el lugar del público, el trabajo de un editor no se entiende. Es como un hombre en la sombra, un tipo que ejerce un poder que va desde lo administrativo hasta lo editorial, pero que nunca queda claro por qué puede hacer eso”, subraya Horowicz. “El editor puede ser el mejor amigo de un escritor o su peor enemigo”, sostiene. “Un libro como Revolución y guerra, de Tulio Halperin Donghi, no tuvo editor sino imprentero. Uno se da cuenta por las elaboraciones extremadamente farragosas, el uso inadecuado de los puntos y aparte y un modo de construir oraciones subordinadas que hace que muchas de las afirmaciones terminen resultando extenuantes para el lector. Un editor profesional hubiera podido con pocos señalamientos resolver la cuestión con mucha solvencia y el libro hubiera ganado enormemente.” Horowicz se anima a confesar su experiencia con el editor Luis Chitarroni. “Cuando le entregué lo que a mi juicio era una versión terminada de El país que estalló, él me la devolvió con una cartita en la que me señalaba cómo había que corregir ese original. Durante dos o tres días estuve oscilando entre mandarlo a la puta madre que lo parió, y esto es literal, o hacerle caso. Podía imponer mi propio punto de vista, pero lamentablemente descubrí que tenía razón. Y tuve que reescribir el libro, siguiendo las pautas que él me dio y que ayudaron extraordinariamente a la calidad del texto.”
No siempre el editor es el malo de la película. “También puede ser el héroe. Hay un conocido novelista argentino, cuyos originales son impublicables, y que sólo gracias al trabajo de sus editores se lo puede publicar”, dice Horowicz. De sus años como editor en “Espejo de la Argentina”, cuenta la anécdota de un famoso y prestigioso columnista de un diario tradicional que había entregado, con mucha ilusión, su manuscrito. “Por contrato, tenía capacidad de veto para decir: Esto no va en mi colección”, advierte el autor de El país que estalló. “Cuando leí las primeras cuarenta páginas, me puse pálido, era imposible de publicar, era bochornoso, porque una cosa es escribir 100 líneas mal y otra 240 páginas.” Entre dos personas reescribieron el libro, que finalmente fue publicado. “Un autor una vez me llamó desesperado para decirme: Fulanito me quiere hacer un golpe de Estado en mi ensayo. Y lo peor es que tenía razón, y como todavía estaba trabajando como editor, por suerte pude intervenir y evitar ese golpe de Estado.”
Fernando Fagnani es editor desde hace diez años. Empezó en la editorial Norma, pasó por Sudamericana y ahora trabaja en Edhasa. “No creo que sean relaciones tensas y complejas, eso dependerá de cada una de las partes. Lo veo como un vínculo de colaboración, una zona de encuentro entre un editor al que le gusta un autor y un escritor que está contento de que ese editor publique sus libros. Lo que puede haber son discusiones sobre cosas puntuales de la edición de un libro, pero eso es normal”, afirma Fagnani. “El poder lo tiene siempre el autor porque es soberano de su texto. Si no, ¿como leés a Balzac hoy?”, se pregunta el editor. “Un escritor me puede traer un original y le puedo indicar que tiene que hacer veinte correcciones”, explica. “El autor se enoja, lo lleva a otra editorial y se lo publican. Entonces, ¿quién tiene el poder? Hay un libro, pero muchos editores posibles.” Fagnani reconoce que los editores suelen equivocarse y recuerda que cuando empezó en Edhasa quería publicar una breve historia de la literatura argentina, pero se perdió la oportunidad. “Después de hablar con mucha gente, llegué a la conclusión de que la persona indicada era Martín Prieto. Estuve analizando siete meses el proyecto sin ponerlo en marcha. Y cuando me decidí, cuando estaba por llamarlo, me enteré de que había firmado con Alfaguara.”
“Cuando te llega un libro muy bueno, enseguida te das cuenta, y lo que vas a buscarle son las pequeñas zonas con debilidades, que suelen ser muy pocas. Los libros que duran, los que sobreviven al paso del tiempo, son libros de autor, no del editor.” Fagnani cree que hay que desmitificar la cuestión del rol del editor. “Ni Cheever ni Updike ni Roth pasan por el famoso editing estadounidense y entonces entra una hamburguesa y sale caviar”, bromea el editor. “Un malentendido es creer que el editor es una especie de genio en la sombra que digita y modifica todo. Sé que de hecho puede pasar, que hay libros que se arman, pero se olvidan a los ochomeses. El trabajo de un editor no es más misterioso que el de un editor de un diario.” Y agrega: “Un buen editor enciende una mecha, el asunto es no encender la mecha equivocada”.
Otro escritor que siempre tuvo experiencias cordiales con sus editores es Vicente Battista. “Nunca me peleé con ninguno, nunca me dejaron con deudas, no me sentí estafado.” No obstante, comenta que las relaciones entre editores y escritores casi podrían compararse con un matrimonio. “Mientras dura, vida y dulzura”, ironiza el autor. “Cada vez que entregué un manuscrito era el texto definitivo, pero eso no impidió que aceptara las sugerencias del editor y que las estudiara. La novela Gutiérrez, a secas tenía otro final, pero un lector de Emecé, en el informe que presentó, señaló que la novela era perfecta, menos las cuatro líneas finales. Me indigné y después me puse a pensar y me di cuenta de que tenía razón y le saqué esas líneas. Le agradezco a ese lector anónimo el final definitivo de mi novela.” El escritor y editor Luis Chitarroni asegura que las relaciones son más tranquilizadoras y sosegadas que hace veinte años, cuando él empezó a escribir y a publicar. “Hay que ser muy cuidadosos con las recomendaciones que hacemos. Siempre que estén razonadas y argumentadas, los autores las aceptan. Pero es cierto también que la intervención del editor no debe ser una intrusión dentro del mundo ficcional del escritor, sobre todo en novelas o en cuentos.” Como escritor, cuenta que siempre agradeció muchísimo los comentarios del editor que le objetaba: “Mirá, ese texto es digresivo y cansador a esta altura”.
“Es una cuestión de argumentación y no de imponer una voluntad sobre el otro”, propone Chitarroni. “Ahora, si ocurre esta imposición, alguno de los dos está en problemas: o el escritor, que tiene un problema de autoridad con el otro, o el editor, que tiene un exceso de intervención en un material que le es ajeno.” El autor de Siluetas y El carapálida estima que la imagen del editor como un señor arbitrario y caprichoso ha sido un tanto magnificada por el cine norteamericano. “Se toma la idea del editor americano como un hombre que tiene una gran fórmula para el éxito. Pero precisamente la narrativa argentina no puede medirse por una cuestión de éxito, salvo alguna novela que lo desmienta.” El escritor y editor cuenta que le llegó un libro ya impreso de un escritor con una carta en la que le manifestaba gran admiración por la obra de Chitarroni. “Cuando lo empecé a leer me dije: ‘Lástima que esa admiración no pueda ser correspondida’, porque cada oración tenía ocho adverbios.” El editor de Sudamericana sugiere que estos errores los hubiera corregido un editor de un diario y advierte que quizás esto demostraría un gran déficit: “El hecho de que haya ahora muchos escritores que no han pasado por la redacción de un diario o que no han tenido una práctica constante de escritura”. El problema para Chitarroni reside en una idea sobrevalorada y falsa de lo que es literario, la creencia de que la imprecisión y la vaguedad son poéticas. “¡No! Por favor, entonces es mucho más poético un tratado quirúrgico que una poesía de un boludo, sentado en un balcón, mirando los malvones y diciendo: ‘¡Ah, qué solo estoy!’.”
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