Miércoles, 29 de enero de 2014 | Hoy
OPINIóN
Por Lucas Varela *
Alrededor del año 800 las hordas vikingas atacaron esta ciudad y la atravesaron matando, violando y saqueando con desenfado. Desde mi ventana, en línea con la antigua muralla que rodea el casco histórico, tengo una vista perfecta del valle y el río Charente, lo cual me hace pensar que estoy en un puesto de centinela. Los vikingos no aparecerán y mi tarea en esta mansión no es vigilar, sino dibujar historietas.
Esta apacible ciudad adoptó a la historieta como motor cultural y abre sus puertas a los artistas que vienen de lugares remotos del mundo. Hay una comunidad de dibujantes, muchos de los cuales residen en La Maison des Auteurs, una institución dedicada a apoyar la historieta independiente. Uno puede recorrer las calles y perderse en el entramado medieval (época en que, al parecer, no conocían la línea recta). Por momentos las calles, con su mística de antiguas casas de piedra gris, se asemejan a los tramposos senderos de Parque Chas y un poco al cementerio de Recoleta. La presencia sudamericana aquí es escasa y más aún la argentina. Es muy difícil encontrar a un inmigrante del otro lado del océano. Así que la tarea de encontrar mate se hace complicada. Esta preciada mercadería exótica es el tributo que impongo a todo aquel expedicionario de las pampas que viene a visitarme.
Acerca de la actividad que me compete, Angoulême se convirtió en un centro importante de la historieta no solo por el festival. Aquí se encuentra el museo de historieta más importante que conozco, una enorme biblioteca de acceso gratuito para los artistas, la EESI –una escuela de historieta de nivel terciario– y La Maison des Auteurs. La avenida principal se llama Rue Hergé, en honor al creador de Tintin. Durante el festival y si uno asiste como artista, le esperan días muy agitados: reuniones con editores, con colegas, largas sesiones de dedicatorias, la participación en una muestra colectiva y lo más agotador de todo: las 24 horas de la BD, que consiste en hacer 24 páginas en 24 horas. Si bien suena a un suplicio, mi experiencia por participar el año pasado fue enriquecedora. Si uno asiste como público le esperan muestras en varios puntos de la ciudad, un buen botín de libros, conferencias y las mejores fiestas. La que más me interesa es la del mercado de Angoulême. Allí los productores locales agasajan al visitante con una orgía de exquisiteces francesas. También hay un Angoulême Off, de gran efervescencia editorial. Hay fanzines de alto nivel que tienen su fiesta.
Fuera del festival, los días en Angoulême transcurren lentos y húmedos como el plato típico de esta zona: el caracol. Me verán comiendo quesos de fétidos aromas o hígados de gansos torturados o regado por ese elixir llamado cognac, pero jamás verán meterme ese bicho en el estómago. No da.
* Lucas Varela es dibujante. Colaboró en Fierro, publicó –entre otros– El síndrome Guastavino y Paolo Pinnocio, con el que accedió a la selección oficial de Angoulême en 2013. Su obra más reciente es Diagnostiques, junto a Diego Agrimbau.
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