Jueves, 27 de marzo de 2014 | Hoy
OPINION
Por Claudio Martínez *
Mientras los ejecutivos de la televisión argentina se acostumbran a que el programa de mayor rating sea Avenida Brasil, una ficción que ni siquiera va en horario central, otro fenómeno de la misma procedencia asoma de modo menos estruendoso en la consideración del mercado audiovisual. Este domingo HBO estrenó Psi, una serie brasileña con temática psicoanalítica de impecable guión y factura.
Más allá de la crítica, que no es el objetivo de estas líneas, lo que sorprende a los desprevenidos es que la señal de ficciones de mayor calidad en el mundo produzca y programe en horario central una realización hecha en Sudamérica; una rareza que ni siquiera la creciente calidad de la producción audiovisual de Brasil alcanza a explicar por sí misma.
HBO, como Turner, Sony, Warner y las demás señales que inundan las pantallas de cable alrededor del mundo, siempre privilegió las producciones propias, o en el mejor de casos, las realizaciones independientes con garantía de convocatoria global. ¿Por qué entonces una ficción de un país emergente logra financiamiento y un horario privilegiado de emisión, además de una considerable campaña de prensa y publicidad?
La respuesta hay que encontrarla en una política pública del gobierno de Brasil, que decidió promover la producción audiovisual independiente a través de una ley que ofrece desgravaciones impositivas para aquellas señales que destinen fondos para la realización de contenidos brasileños, hechos en Brasil por empresas y trabajadores brasileños.
Esta ley, promulgada durante la primera parte del gobierno de Dilma Rousseff, produjo una verdadera explosión en una industria audiovisual tradicionalmente dominada por canales de extraordinario peso, donde la producción independiente no había logrado consolidar un desarrollo similar al registrado en Argentina.
Al amparo de este paraguas legal comenzaron a articularse una cantidad de asociaciones creativas, ávidas de aprovechar esta ventana al mundo que había permanecido cerrada por décadas. Más allá de las cuestiones económicas y de la consabida dominación cultural, los productores brasileños sufrían (y aún sufren) la particularidad de su idioma. El portugués, la lengua de los 200 millones de brasileños, sólo es hablado en la madre patria (Portugal) y en un puñado de países africanos que padecieron el paso colonial de los lusitanos. Esa particularidad fue un dique que impidió la salida de las producciones audiovisuales hacia el resto del mundo. Incluso, cuando las grandes cadenas norteamericanas quisieron tallar en el mercado de habla hispana, esa barrera idiomática los hizo elegir México, Argentina o Colombia como socios productores.
Así Brasil quedó de algún modo “condenado” a su poderoso mercado interno. El consuelo siempre fue que quien tiene 200 millones de potenciales espectadores no tiene tanta necesidad de exportar.
Otro ingrediente hace más atractivo el análisis de este fenómeno: el proceso de inclusión social que impulsaron los gobiernos de Lula da Silva y Dilma empieza a ofrecer frutos en el campo de la cultura. Brasil sigue siendo un país desigual, pero es notorio el modo en que la brecha entre los más ricos y los más pobres se fue acortando. Hay menos hambre y, por lo tanto, las expectativas y demandas se trasladan a otros escenarios. El mayor nivel educativo y el acceso a la tecnología y a la información hacen que cada vez más jóvenes salgan del dilema de la supervivencia y se animen a formar parte de una industria creativa, espacio que tiempo atrás estaba reservado a unos pocos privilegiados. Esa irrupción también genera condiciones propicias para el desarrollo del mercado audiovisual porque agrega masa crítica a la creación. Hay más gente con ideas, hay más ideas.
La sorpresa que produce ver una serie brasileña, hablada en portugués, en el horario central de HBO, es menos sorprendente si se observan experiencias similares en otras señales internacionales. Cada vez hay más y mejores documentales brasileños en Nat Geo y Discovery, y habrá más y mejores ficciones brasileñas en HBO, Sony y Warner; porque el sistema que promueve esta novedosa ley facilita el entendimiento directo entre productores y canales, con una firme pero sutil mirada del Estado. Firme porque es celoso a la hora de que se cumpla la condición central de la herramienta: los productores deben ser independientes y brasileños. Sutil porque deja el campo libre para que los actores involucrados encuentren los temas y los formatos más eficaces para conseguir buenos niveles de audiencia. Es decir, que generen recursos que reproduzcan el sistema. Eso es crear industria.
Una muestra de esa potencia emergente fue la extraordinaria convocatoria del reciente Rio Content Market, el mayor mercado de contenidos audiovisuales de América latina, que desde hace cuatro años se desarrolla en Barra da Tijuca, Río de Janeiro. Organizado por la Asociación Brasileña de Productores Independientes de Televisión (Abpitv), este encuentro convocó a más de 2500 distribuidores, productores, ejecutivos y funcionarios de todo el mundo que se reunieron para hacer negocios al amparo de la oportunidad que ofrece la ley de promoción audiovisual.
Inevitable, llega el momento de las comparaciones. Medirse con un gigante, aunque sea un vecino cercano, es siempre una mala idea. De todos modos, a la luz del ejemplo brasileño, vale la pena mirar lo que hizo la Argentina en este tiempo.
En el marco de una batalla mediática que se llevó más recursos económicos y energía política de lo conveniente, el gobierno argentino también desarrolló una estrategia para promover la industria audiovisual. Las herramientas elegidas fueron diversas y de variada efectividad. A caballo de la desconfianza en los actores del sistema de medios, uno de los caminos elegidos fue crear canales de televisión. Es decir, desarrollar señales públicas que abordaran temáticas ausentes en los medios tradicionales. El primer ejemplo fue Encuentro, quizás el producto más logrado, el que logró cambiar el paradigma de la televisión pública. Después vinieron (con diversa calidad, penetración y suerte) Pakapaka, Tec TV, DeporTV, Incaa TV, Acua Federal y Acua Mayor. Más allá de los resultados, como efecto colateral se le abrió la puerta a una serie de creadores, provenientes del cine en su gran mayoría, impulsando el establecimiento de pequeñas productoras con capacidad para operar desde una lógica diferente de la de la televisión comercial. Se llenó la cancha con otros jugadores, estimulados para jugar un partido diferente.
Otra de las políticas introducidas fue la creación de planes de fomento para ficciones y documentales, en particular el Bacua (banco de contenidos audiovisuales) y el Cepia (centro de experimentación audiovisual de la Secretaría de Cultura). En algunos casos, estos fondos concursables incorporaron la condición de un acuerdo previo entre productores y canales, de modo de garantizar una pantalla para los proyectos presentados; pero el Estado se reservó la decisión de definir qué contenidos serían premiados.
La diversidad y el impacto de las políticas desplegadas en la última década merecen un análisis más profundo, pero puede decirse que luego de la intervención del Estado la industria televisiva argentina se animó a temáticas y formatos novedosos, ganó en diversidad y sumó creadores provenientes de otras tradiciones audiovisuales. En síntesis: fue una experiencia positiva.
Ahora bien, una mirada al brasileño invita a preguntarse si el ejemplo no nos marca un camino para explorar. Luego de acreditada una etapa en la que quedó claro que hay ideas y capacidad de producción y realización suficiente, ¿no es posible imaginar una ley argentina que tome el espíritu de la legislación brasileña? ¿No es razonable pensar que esas coproducciones que HBO presenta con orgullo pueden ser realizadas en Argentina?
En nuestro país el cable tiene una cobertura extraordinaria. Según cómo se lo mida, se puede asegurar que más del 80 por ciento de los hogares paga por ver televisión, y en el abono básico están todas las señales internacionales que coproducen sin chistar con realizadores brasileños. Para esas señales, la Argentina es un gran negocio porque hay millones de abonados para sus programaciones. De modo que es improbable que se vayan del país porque una política pública los “invita” a producir con creadores locales. Además, los ejecutivos de esas señales saben que en Argentina existe una industria audiovisual tradicional, de enorme calidad y costos bastante competitivos.
Como se trata de recursos públicos, ya que hablamos de desgravaciones impositivas, el análisis deberá ser mucho más complejo. Los canales de televisión pagan distintos gravámenes para alimentar diversas cajas. Un ordenamiento de esos dineros no vendría mal, y más si de ese ordenamiento surge una herramienta capaz de promover una industria local que sin ningún incentivo se convirtió en el cuarto exportador mundial de formatos televisivos, dejando una marca nítida en la cultura global.
* Periodista y productor televisivo, director de El Oso Producciones.
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