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Jueves, 4 de agosto de 2005

“EL VIENTO”, DE EDUARDO MIGNOGNA

El abuelo, la nieta y una historia seca

El nuevo film del director de La fuga está en los antípodas de vehículos comerciales como Cleopatra, con un clima austero, cercano a lo independiente, que sirve a la perfección a un relato de oscuras relaciones familiares.

 Por Horacio Bernades

La reunión del director Eduardo Mignogna con Federico Luppi después de Sol de otoño, sumada a las apelaciones publicitarias a “la calidez” de esa película y “la magia” de El faro, daba para esperar una nueva película apoyada en apelaciones demagógicas y fórmulas probadas, que es lo que sucedía en aquellos casos. Sin embargo, ya desde las primeras imágenes es perceptible que con El viento quiso probar el director de La fuga algo distinto, algo más sentido y recoleto, algo que se alejara del mero apretar botones de la sensibilidad masiva. Lo cual representa, ya de entrada, un primer mérito de esta película íntima, recogida, casi más cercana a un formato de cine independiente que a la gran producción. No es el único mérito de El viento, título que en su propia elusividad, en su cualidad inatrapable, parece revelar buena parte de sus secretos.
La propia estructura de producción del opus 7 de Mignogna es de por sí reveladora. Tras su peor película, la más crasamente comercial (Cleopatra, destartalado vehículo al servicio de Natalia Oreiro) y segunda experiencia al servicio del consorcio manufacturero Argentina Sono Film (luego de La fuga), Mignogna parece haber sentido la necesidad de replegarse sobre algo más pequeño y auténtico, financiando su nueva película con fondos propios (su flamante productora Retratos) y en digital, con un considerable apoyo de capitales españoles. La demorada imagen de un hombre solo, parado en medio de una cocina semivacía con las manos en los bolsillos y mirando con expresión neutra hacia una ventana, marca ya, en el comienzo mismo de El viento, el tono y el modo con que Mignogna (coescribiendo una vez más el guión junto a su colaboradora de toda la vida, Graciela Maglie) decidió narrar la película.
Un tono parco y pausado, a la medida de ese hombre de campo que está por emprender un viaje. Un modo en el que tiempos fuertes y conflictos dramáticos aparecen tan atenuados como la propia calidad de la imagen, a la que el talentoso director de fotografía Marcelo Camorino parece haberle sustraído brillo, definición, color e intensidad, tanto como para ponerla en sintonía con la personalidad y circunstancia del personaje. Federico Luppi es Frank Osorio, paisano sureño que viene de enterrar a la hija en el cementerio de Piedra Clavada. Hace la valija, guarda en ella un viejo pistolón, se despide de los vecinos y toma un micro que lo va a depositar en Buenos Aires. A partir del momento en que se presenta en casa de su nieta Alina (la siempre excelente Antonella Costa) tendrá lugar una de esas convivencias difíciles que suelen conducir a un trillado cliché: la del paulatino acercamiento entre dos que se rechazan.
El viejo es hosco y tosco; la nieta no quiere saber nada con él y mucho menos con su madre muerta, a la que no veía desde hacía rato. Para completar el panorama, un par de secretos familiares –de esos bien pesados– andan dando vueltas por ahí. Por un lado, Alina no sabe quién fue su padre. Por otro, a un vecino de la familia, hijo de ricos, lo mataron, como consecuencia de cierto incidente sexual en el que estuvo involucrada la mamá de la chica. La atenuación dramática a la que la película se ve sometida, el trabajo sobre el intersticio antes que sobre el tiempo fuerte y la demorada dilución de los conflictos de fondo, permiten que lo que podría derivar en fórmula quede apenas como resorte dramático, en el que el colchón de la película se asienta.
Más y mejor trabajado el personaje del abuelo que el de la nieta, si bien en algún momento no se evita el cliché del pajuerano en la ciudad, todo costado ternurista (a la Sol de otoño, sin ir más lejos) queda aventado por los costados siniestros del viejo. Estos incluyen un autoritarismo patricio bien de campo, que terminó condenando a su hija a la soltería. Del mismo modo se lima todo posible suspenso relacionado con aquella muerte y ese pistolón, incógnitas que se resolverán en una confesión final que no cambia demasiado las cosas. Que no cambien demasiado, que no haya epifanías de ocasión ni catarsis a pedido, que los personajes no sean al final mucho mejores de lo que eran al principio son algunos de los facilismos dramáticos que El viento logra evitar. Al tiempo que la corre de fórmulas industriales, este roce con la sequedad, la austeridad y el minimalismo pone a la película de Mignogna en una imprevista proximidad con cierto cine argentino independiente, del que buena parte de la obra del realizador no podría estar más ajena.


7-EL VIENTO
Argentina/España, 2005.
Dirección: Eduardo Mignogna.
Guión: E. Mignogna y Graciela Maglie.
Fotografía: Marcelo Camorino.
Intérpretes: Federico Luppi, Antonella Costa, Pablo Cedrón, Mariana Briski, Esteban Meloni y Ricardo Díaz Mourelle.

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Federico Luppi es un paisano hosco con algunos secretos; Costa, la nieta que vive en la ciudad.
 
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