OPINIóN
› Por Diego Fischerman
Alguien, alguna vez –y, hay que suponerlo, respondiendo a un cierto espíritu de época– consideró que era responsabilidad del Estado preservar un determinado patrimonio y estimular tanto su conocimiento por parte de la población como la creación de nuevas obras en esos campos. Y allí están esos teatros, esas orquestas y esas compañías de danza con las que, en general, los funcionarios no saben demasiado qué hacer y, considerándolas molestias heredadas y muchas veces bastante incomprensibles, apenas aspiran a que no acrecienten ni sus gastos ni los conflictos gremiales. Si existen museos, bibliotecas, orquestas, compañías de danza y teatros estatales, si se considera lógico su sostenimiento por parte de la comunidad, es por un motivo que se ha olvidado, que no se comprende y que, en rigor, hace más de un siglo que no ha vuelto a ser discutido. Estas inversiones, a veces gigantescas, parten de la idea de que allí hay un bien “en sí” que no se rige por otra lógica que la de su valor intrínseco. Si esa idea se pusiera en duda, y se reemplazara, por ejemplo, por la mera lógica del mercado, esas orquestas, teatros y museos directamente perderían sentido. Dicho de otra manera, ¿por qué un Estado querría sostener un emprendimiento que repitiera lo que ya sucede sin su intervención? ¿Por qué los contribuyentes deberían pagar, todos los meses de todos los años de su vida, algo igual a lo que un empresario privado podría ofrecerle en la calle Corrientes, sin exigirle otra cosa que el pago de una entrada?
Los estados no deben ignorar la lógica del mercado de la cultura y el entretenimiento, desde ya. Pero su función, tal como sucede con otros aspectos de los mercados, es compensarla. La lógica de los teatros de la calle Corrientes no puede ni debe ser la misma que la del San Martín y el Colón por la sencilla razón de que si así fuera, en nada se necesitaría al Estado (ni al sostenimiento económico por parte de los ciudadanos). Y si lo que el Estado buscara fueran buenos negocios para acrecentar sus arcas, hay otros mucho mejores: el alquiler de cocheras, por ejemplo. En los teatros oficiales de la ciudad de Buenos Aires se ha puesto en uso una falacia, originada en la comparación de los gastos puntuales de producción de un espectáculo y la recaudación por venta de localidades de ese espectáculo en particular. Si lo que entra es igual a lo que sale, se dice, no hay pérdida para el Estado. Y si entra algo más es ganancia (aunque no se aclare para quién). La verdad es que ese espectáculo se monta sobre una estructura ya existente, edilicia y administrativa, que es pagada por todos los contribuyentes. Una estructura que, en el balance final, representa nada menos que entre un 80 y un 88 por ciento del presupuesto de un teatro como el Colón. La recaudación por ventas de entradas difícilmente supera, anualmente, el 20 por ciento de lo que cuesta un teatro de esas características. Por lo que los aparentes empates o ganancias de algunos espectáculos no lo son en absoluto. En el caso en que las entradas son aumentadas para poder mejorar la recaudación aparece, además, una interesante paradoja y un consiguiente problema ético. ¿Está bien que el Estado sostenga el 80 por ciento de los gastos de un teatro con los fondos de una población que luego, en su gran mayoría, no podrá pagar las entradas para los espectáculos que allí se produzcan?
Se anuncia en el Teatro Colón, para hoy, un espectáculo llamado Los elegidos. Como en su par femenino, que tuvo lugar en marzo de este año, se trata de un variopinto conglomerado de cantantes e instrumentistas populares, de Palito Ortega al Chaqueño Palavecino, pasando por Jairo, Miguel Mateos, Antonio Tarragó Ros y Alejandro Lerner. Y como el anterior (y también como el recital que diera Charly García y la fallida presentación de Cacho Castaña junto a una orquesta sinfónica) se trata de una producción de un ex diputado del PRO, Avelino Tamargo. Hay una polémica siempre latente acerca de los usos “legítimos” del Teatro Colón, y una fracción de la ciudadanía que se rasga las vestiduras por la intromisión invasiva de otras músicas –y otros públicos– en una sala que consideran exclusiva. Conviene correr la discusión de ese eje. Sin entrar en elucubraciones estéticas o de valor, hay, ya desde el comienzo, una cuestión objetiva: los especialistas sostienen que el uso de amplificación dentro de la sala, en el nivel usual para las músicas populares, causa daños a su estructura. Y además, más allá de lo correcto o incorrecto que se lo considere, la Ley de Autarquía del Colón (Ley 2855), una de las primeras causas que el PRO abrazó con fuerza, apenas arribado al poder ejecutivo de la Ciudad, ya tiene algo que decir al respecto en su artículo Nº 2. Allí, donde se refiere a su “misión”, detalla: “El Ente Autárquico Teatro Colón es el organismo público que tiene la misión de crear, formar, representar, promover y divulgar el arte lírico, coreográfico, musical –sinfónico y de cámara– y experimental, en su expresión de excelencia de acuerdo a su tradición histórica, en el marco de las políticas culturales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”. Podrán enumerarse interminablemente los méritos de los artistas convocados para el show Los elegidos, pero es claro que no están comprendidos en la misión definida por la ley que rige el funcionamiento del Colón. Y en tanto esa norma no se derogue, cualquier programación que no se atenga a “crear, formar, representar, promover y divulgar el arte lírico, coreográfico, musical –sinfónico y de cámara– y experimental” estará, sencillamente, incurriendo en delito.
Ese es el aspecto legal. Y ya con eso alcanzaría. Pero hay otros. En estos casos, como en la graciosa cesión de la sala principal del Colón para el festejo del Día del Peluquero (el 25 de agosto de 2013), no se trata de la programación preparada por el teatro. Y su director, Pedro Pablo García Caffi, cuyas políticas podrán o no ser discutidas en otros aspectos, en estos casos trató de defender la especificidad del Colón, frente a las presiones recibidas de la cúpula del partido gobernante, lo que estuvo a punto de costarle el cargo. Según fuentes reservadas, en todos estos casos las “sugerencias” de programación llegan desde el lado del jefe de Gabinete de Ministros, Horacio Rodríguez Larreta. Y, siempre, se trata de devolución o intercambio de favores personales o partidarios. No se trata de una política comercial –discutible pero política al fin– de alquiler de una sala del Estado, destinada a la financiación de aquellas tareas que, según la ley 2855, constituyen su misión. Nunca hubo una convocatoria transparente y abierta a todos los empresarios de espectáculos de la ciudad, por ejemplo. Ni, mucho menos, la comunicación de cuánto aportaron estos espectáculos a las arcas del Estado municipal. No hay otra cosa que alguien allegado al poder, haciendo sus negocios privados a costa de la ciudadanía. No debería pasarse por alto que tal cosa se opone a los principios por los cuales el Estado creó y sostiene al Colón. Es ilegal. Es deshonesto. Y, salvo para Avelino Tamargo, el empresario del PRO beneficiado con tamaña prebenda, para los que con él intercambien favores y para los que suponen que el show acarreará una avalancha de votos para su partido, es inútil.
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