OPINION
› Por Eduardo Fabregat
La noticia se conoció el miércoles pasado en Inglaterra y todavía no ha “rebotado” lo suficiente de acuerdo a lo que implica. La Alta Corte del Reino Unido (aun con las diferencias entre ambos sistemas legales, un símil de la Corte Suprema argentina) decidió derogar una ley dictada por el gobierno de ese país en octubre de 2014. Una ley que tenía que ver con los hábitos de consumo de millones de personas, y que proponía “introducir al copyright en el siglo XXI”: después de varias discusiones y debates con los sectores involucrados, se dictaminó que copiar discos, DVD “o cualquier otro tipo de medio” adquiridos legalmente y para uso estrictamente personal no constituía delito. No era un debate menor: en el medio de las permanentes presiones de la International Federation of Phonographic Industry (IFPI) por endurecer la legislación y exigir a las proveedoras de Internet que informaran todo movimiento sospechoso de upload y download, hacer la distinción entre un acto de piratería masiva y uno de uso privado era todo un logro.
Ese logro acaba de evaporarse: desde el jueves, el inglés que adquiere un CD, llega a su casa, lo copia a su computadora y de allí al reproductor portátil, está cometiendo un delito y podría ser procesado. Es más, ni siquiera puede hacerlo con ese disco que compró hace años y tiene ganas de volver a escuchar en el camino al trabajo. Suena delirante, es cierto. Pero no es el primer delirio que se escucha en la industria musical, desde que las alucinadas características del nuevo siglo devanaron una madeja con demasiadas puntas. La decisión de la High Court produce especial preocupación en Apple, que de un plumazo podría ser pasible de un juicio millonario por parte de las compañías discográficas: cuando el usuario abre iTunes e introduce un CD en su computadora, inmediatamente el programa abre un cuadro de diálogo que invita a copiarlo e incorporarlo a la biblioteca musical que se sincronizará con su iPod, iPad o iPhone. De acuerdo a la legislación vigente, una flagrante invitación al delito. Un dealer ofreciendo drogas en la esquina.
Lo más llamativo es que el asunto no se limita al campo musical: en rigor, se considera delito toda forma de traspaso de un medio o formato a otro sin la expresa autorización del propietario de los derechos. De acuerdo a la letra legal, entonces, también está prohibido realizar un backup de los programas y contenidos (música, películas, textos) almacenados en una computadora personal y protegidos por copyright, aunque estos hayan sido legítimamente adquiridos. Es decir: si por desgracia a un usuario se le funde la máquina, no puede apelar a una copia de resguardo realizada sin permiso, sino que... debe ir a los negocios del ramo y adquirir todo de nuevo.
“Esta es un área compleja de la ley”, dijo el jueves un vocero no identificado de la Intellectual Property Office (Oficina de Propiedad Intelectual) del Reino Unido. “Por ello, el Gobierno está considerando con mucho cuidado las implicaciones de esta decisión judicial y las opciones disponibles, antes de decidir un curso de acción. El Gobierno no está al tanto de ningún caso en el que los propietarios de copyright hayan buscado procesar a individuos por copiar música para su uso personal.” El párrafo es razonable pero el horizonte es oscuro: los dueños del material protegido no han perseguido a individuos, pero con el nuevo estado de cosas podrían hacerlo, sin demasiado trámite y con la ley completamente a su favor. No es muy tranquilizador.
Hasta el momento, Apple no ha dicho esta boca es mía, pero seguramente las comunicaciones entre el gigante informático y el gobierno inglés deben estar ardiendo. De no modificarse el panorama, la compañía de la manzanita deberá desarrollar una versión de iTunes exclusivamente para el Reino Unido, donde se desactive no solo el cuadro de diálogo invitando a copiar un disco, sino directamente la función completa de “ripeo”. No es que sus programadores no puedan hacerlo, pero difícilmente Apple quiera dar el brazo a torcer afectando funcionalidades que hacen a su plataforma, están integradas a todos sus aparatos e íntimamente ligadas al desarrollo del flamante Apple Music: la plataforma que busca liderar el mercado de streaming define el perfil de sus usuarios a partir de lo que integra su biblioteca musical –comprada de manera digital o a través de la copia de sus discos–, y en base a eso ofrece un menú personalizado y playlists de confección humana que buscan hacer la diferencia frente a competidores como Spotify, Deezer o Tidal. Cuando parecía que la paz llegaba al mercado digital, que los melones se acomodaban en el carro de unos y ceros, la decisión de la Corte, basada en una visión ya perimida del consumo de contenidos musicales, viene a patear el hormiguero.
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“Prohibida la reproducción, locación y préstamo y su radiodifusión y ejecución pública. Reservados todos los derechos de los autores de estas obras y del productor de fonogramas.” Con leves variaciones, la leyenda apareció en centenares de discos editados en la Argentina desde que existe la grabación, y ha desatado lecturas extrañadas, paradójicas y hasta hilarantes. Los que siempre tuvimos resistencia a prestar nuestros discos supimos agarrarnos del texto legal (“Fijate, acá lo dice bien clarito, prohibido el préstamo”), pero la reserva de derechos habitual en toda producción discográfica era también un curioso callejón sin salida para el propósito de todo artista de darse a conocer, de difundir su obra. “Reproducir” podía interpretarse como la duplicación de las canciones (en épocas pretéritas en casete, ese otro cuco que iba a matar a la industria), pero también como simplemente poner el disco, reproducirlo: ¿qué sentido tiene comprar un álbum que no se puede escuchar? ¿Para qué comprarse el último de Seru Giran si al escucharlo en un grupo de diez personas se estaría vulnerando el apartado de “ejecución pública”? Esos términos, ¿significaban que había que abstenerse de ahorcar en una plaza a algún artistejo intolerable? ¿Y por qué prohibirle a la radio poner una canción de Spinetta? ¿Qué clase de defensa de los derechos de autor comienza con la interdicción de reproducir su música o pasarla en la radio? Si todo el texto era una sarasa legal impracticable en la realidad, ¿para qué tomarse el trabajo de incluirla? ¿La industria finge custodiar la legalidad, y los consumidores fingen acatarla?
La serie de preguntas incoherentes ayuda a delinear el grado de absurdo que puede llegar a intervenir en esta reformulación del asunto de comercializar la música. Bien miradas, son tan ridículas como sostener que el tipo que copia un disco adquirido en 1995 para salir a correr es un delincuente. Hay costumbres humanas difíciles de cristalizar en una fría lectura legal, y esta clase de posturas extremas contribuyó a la profunda crisis de la cual la industria apenas empieza a recuperarse con el mercado digital. Quizá la Corte inglesa está imbuida del espíritu de su compatriota Lewis Carroll, una reina histérica reclamando que le corten la cabeza, que le corten la cabeza. Y después, marche preso.
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