Viernes, 8 de septiembre de 2006 | Hoy
LALO SCHIFRIN EN EL LUNA PARK
Por D. F.
Sea porque las han creado o porque han sido creados por ellas, los dioses suelen parecerse a sus criaturas. La FM inventada por Radio 10 para pasar música clásica, que apela en su nombre, Amadeus, al que identifica a Mozart aunque el compositor jamás lo haya usado y, también, al amor a Dios, produjo, a su imagen y semejanza, un evento en el que el talento de uno de los grandes autores de música para películas de aventuras se mezcló con una acumulación palimpséstica de elementos supuestamente asociados al prestigio. Como aquellos que creen que una buena comida es la que pone en un mismo plato mollejas, palmitos, champignons, caviar y, por qué no, crema chantilly, los organizadores del megashow de Lalo Schifrin en el Luna Park produjeron un verdadero embotellamiento entre las menos que discretas dotes del músico como director de orquesta, sus debilidades como compositor clásico, algunos músicos de jazz invitados, una orquesta sinfónica, un ballet escenificado trabajosamente en unos pocos metros cuadrados delante de la orquesta –y con la orquesta como telón de fondo– y, claro, dos o tres de aquellas piezas con las que realmente hizo historia, en particular ese potente y contagioso tema en cinco tiempos que logró trascender con creces el mero acompañamiento de la serie televisiva Misión: imposible.
A una versión deslucida de la Suite del ballet Estancia, de Alberto Ginastera –más allá de los buenos oficios de la Filarmónica de Buenos Aires– le siguió una obra que sintetiza a la perfección la ideología compositiva de Schifrin, una ideología tan fecunda para el cine –y sobre todo para la televisión, que se maneja con tiempos más breves– como inconveniente para la música de concierto. En la Sinfonía concertante para guitarra y orquesta, donde se lució como solista Víctor Villadangos, un primer movimiento remite a las danzas renacentistas, un segundo al folklore rural argentino y un tercero vampiriza al Prokofiev de 1920 (sólo que unos ochenta años después). Orquestada con brillo, la composición no pasa de ser un pastiche que, como fondo de una película, es decir acompañando distintas escenas, podría pasar. Como objeto más abstracto, en cambio, adolece de una absoluta falta de unidad estilística. La matriz cinematográfica fue, por otra parte, explicitada por el propio Schifrin al presentar sus Variaciones sobre un tema de blues. “Como en Louisiana, donde nació el jazz, hay una marcha inglesa, luego una canción francesa y luego se superpone un himno religioso africano.” Independientemente de sus escasos valores como obra, allí se lucieron varios de los solistas de la orquesta, especialmente la concertino Haydée Seibert Francia y el flautista Claudio Barile.
El ballet con coreografía de Oscar Aráiz, junto a una interpretación correcta de Bolero, de Maurice Ravel, no contó ni con un espacio ni con una iluminación adecuada que permitiera algo distinto del empaste cacofónico. La ampulosa pero eficaz orquestación de Operación dragón precedió a la cursi y previsible “Tango del atardecer”, de la película Tango, de Carlos Saura –donde se destacó la labor solista del bandoneonista Néstor Marconi–, y la estandarizada The fox. El bajo eléctrico y el contrabajo de Jerónimo Carmona y la batería de Oscar Giunta dieron algo de la verosimilitud necesaria a los pasajes más cercanos al swing y, en el esperado último tema, “Misión imposible”, se agregó el notable trompetista Juan Cruz de Urquiza que realizó un solo extraordinario. Como bis, Giunta, Carmona y Schifrin en el piano –lejos del virtuosismo de antaño y beneficiado por un forzado toque monkiano– encontraron un momento de cierto equlibrio en el medio de tanto exceso.
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