Miércoles, 6 de enero de 2016 | Hoy
OPINIóN
Por Pacho O’Donnell *
Conocí a Osvaldo Soriano en 1973, cuando se publicó mi primera novela, Copsi, y fue él quien me hizo la entrevista para el suplemento cultural del diario Opinión que entonces dirigía Juan Gelman. A partir de allí nos arreglábamos para encontrarnos de tanto en tanto con algún pretexto. O era el azar quien se ocupaba de eso.
Empezaré por decir, por afirmar, que fue un gran escritor. De los que dejan huella, que se agrandan con el tiempo. Lo literario le fluía como respirar, como andar. “No me interesa la literatura, yo solo soy un escritor”, decía. Su conexión con el lector era casi amorosa, leer uno de sus libros era una ceremonia placentera, honda, que terminaba sin que uno lo deseara. Por suerte escribió varios, sin disminuir nunca su calidad, y sobre todo, su asombrosa comunión con lo que la realidad oculta, disimula, pero es el lugar del encuentro, del desciframiento, también de la anticipación. Pero esa “naturalidad” no solo era producto de un bendito y envidiable talento innato sino también de una obsesiva dedicación. “Corregía tanto que llegaba un momento que decía ‘paro aquí porque si no no va a quedar nada’”, cuenta su esposa Catherine.
Fue muy leído, tuvo éxito en aquello a lo que todo escritor aspira aunque lo disimule y pretenda transformar en mérito su fracaso, su desencuentro con el lector. Hubo colegas, algunos muy influyentes en el canon del prestigio, que le retacearon o le negaron el reconocimiento. Eran los herederos de quienes le criticaban a Roberto Arlt sus faltas de ortografía y sus temas burdos, escribir sin tener en cuenta lo que la Academia, con eterna sede del otro lado del mar, legislaba como pertinente. “Se dice de mí que escribo mal. No tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias (...) El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierren la violencia de un cross a la mandíbula”. R. Arlt, prólogo de El lanzallamas, citado por el Gordo en distintas oportunidades.
Soriano sufría por esto. No le perdonaban que hubiera crecido por fuera de capillas y complicidades, que amara el fútbol, que no disimulara que era un reo simpático e impertinente, que no creyera que escribir fuera mejor que jugar de 9 en su amado San Lorenzo. Sus detractores lo acusaban y lo acusan también de haber cimentado su fama sobre un astuto manejo de los mecanismos del mercado literario. Cierta vez que nos encontramos en Barcelona, acababa de salir uno de sus libros en España, no tuve otra idea que felicitarlo, con la mejor intención, por su “carrera literaria”. No me miró con bronca, era demasiado generoso, sino con tristeza, como disculpándose. Después nos reímos, claro.
Guillermo Saccomano se refirió, en un homenaje póstumo, “a las inevitables discusiones y polémicas, payadas y chicanas, entripados y roñas entre quienes admiraban tu manera de hacer literatura popular de calidad y quienes, envidiándote la repercusión, te acusaban de bárbaro, lo que, admitámoslo, viene a ser un elogio que no te habría disgustado. Cuando la polvareda de estas rabietas se aplacaba, quedaba en el aire un olor a cebita retórica. Las trifulcas con los académicos suelen concluir así. Mientras tanto, lo que importa, lo que seguirá importando es que tus libros seguirán leyéndose, ganando nuevos lectores, acompañándolos tanto en la soledad de una derrota amorosa como en la niebla densa donde un país se busca a sí mismo sin encontrarse. Lo que cuenta, a la larga, es lo que queda. Y lo que queda son tus libros”.
Con una sutil pero clara ironía, Wikipedia comienza la biografía del Gordo con un “Gozó del reconocimiento del público y de los críticos extranjeros”. Italo Calvino, por ejemplo, distinguió “su estilo antiacadémico y su línea absolutamente diferente a la de los autores latinoamericanos”. También comparó la trayectoria de Soriano con la de Hemingway, que abandonó la escuela literaria para trabajar de periodista, cazador y pescador. “Fueron de los primeros escritores que aunaron el lenguaje periodístico y literario.” Sumemos a otro grande de los nuestros, Tomás Eloy Martínez, quien tampoco llegó al tope del escalafón de los “consagrados”.
Era muy chispeante en su trato personal, mucho humor del bueno con algo del Negro Fontanarrosa. Lo era también cuando repasaba su vida. Entonces florecían anécdotas que a duras penas pasaban la frontera de lo veraz pero que valían la pena, vaya si lo valían. Como la que cuenta su tocayo Bayer cuando en un encuentro en Alemania le preguntó de qué estaba trabajando durante su exilio en Bruselas y el Gordo le respondió que contaba patos en el lago de dicha ciudad. Resulta que su tarea era chequear todas las madrugada que hubiese 400 patos y 300 cisnes, ni uno más ni uno menos. Pero pronto se percató de que siempre había 400 patos y 300 cisnes, por lo que dedujo que su trabajo poco duraría. Así que se asoció con un asilado peruano, tan desamparado como él, para que de tanto en tanto robara algunos emplumados.
No puede soslayarse que su estilo narrativo, alborotador de imágenes en el lector, se prestó para excelentes películas. Sobre todo la adaptación de No habrá más penas ni olvido, dirigida por Héctor Olivera, sin duda su mejor film, en el que igual que en su novela, el Gordo retrata con insólita profundidad el eterno conflicto interno del peronismo que en aquellos setenta se había desatado con ferocidad.
De Cuarteles de invierno, Ricardo Piglia, elevándose por encima de los sabihondos, opinaría: “Es el mejor libro que se escribió en el exilio sobre la dictadura argentina, porque no es un libro de denuncia directa. Es una metáfora concentrada en el enfrentamiento entre ese boxeador que se ve obligado a luchar, en una pelea decisiva, con el hombre que había elegido el Ejército”. Efectivamente, es una galería de seres marginales, perdedores, desorientados, personajes que abundan en las obras de Soriano, obligados a desafíos que van más allá de sus posibilidades pero habitados por una esperanza oscura que los distingue como argentinos. Crónica lúcida de un país devastado.
Las obras de Soriano, sin ser “políticas”, aceptan una lectura política, que es “aquella que debe buscar en las tramas del discurso literario todo aquello que permita ver las contradicciones y desgarramientos de nuestra sociedad. Leer políticamente es establecer una línea de resistencia a la omnipresencia metafísica del mercado, a la naturalización de la exclusión, a la resignación y al olvido” (Claudio Díaz).
La relación de Soriano con sus gatos se parecía a la de Facundo con su caballo Moro. Estaba convencido de que tenían alma prestada quizás por Lucifer y respetaba sus opiniones y sabía descifrar sus humores y agorerías. “A mí un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de mirada contundente, muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro Veni, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus plantas rendido un león. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco tiempo nos separamos... Todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege”. Matheson y Gibbins, sus principales influencias junto con Chandler y Laurel y Hardy en su magistral primera novela, Triste, solitario y final, arriesgaron sus vidas para salvar a sus gatos de sendos incendios. “Tal vez el de Gibbins, cercado por el fuego, le haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del Dante, el de Baudelaire, el de Lewis Carroll, el de Borges. Y ahí fue el director de pobres películas, a purificarse en el incendio y cumplir con el ritual de todos los demonios... Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había muerto de viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando maderas en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con él. En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito. Es que siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro.” Para el Gordo un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo.
En 1996 le hice una entrevista para mi programa Testimonios en el que habló de su padre con emoción y perdones. Era un empleado público que amaba a la Argentina y que sufría por lo que diagnosticaba el fracaso de un destino nacional que hubiera debido ser brillante. “Amaba la historia y le gustaba inventar hitos, por ejemplo me mostraba un árbol en Tandil y me convencía de que a su sombra había descansado Belgrano. Tuvieron que pasar años para que pusiera en duda esos relatos, sin duda nutritivos. Me habrá transmitido mi particular pero vigoroso sentido patriótico y el permiso para ocuparme de nuestra historia con libertad, casi pecaminosamente.” Son de recordar muchas de sus contratapas en este diario que imaginaban un inconsciente colectivo nacional mucho más imaginativo pero tan posible como el de los libros escolares.
Uno de los ejes de su producción, y de su vida, fue la inútil búsqueda de una identidad personal, mucho menos nacional. “¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos quienes somos? Yo no tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna.” Que es donde, según la tradición, van a dar los gatos cuando mueren.
De chico, cuando todo lo que juega
y cuenta es lo que dice el corazón,
según Fontanarrosa, su ambición
no era ser Cortázar, sino Onega.
El Gordo no sabía que la ciega
Historia le asignaba una misión:
contarnos desde Marlowe y Perón
un mundo con John Wayne y López Rega.
Lo hizo como nadie. Fue el primero,
solitario y final, ni cruel ni ortiba.
Por eso, yo te pido, compañero,
que pares antes de ir a donde ibas:
cubierto por pastito futbolero
aquí yace Soriano, panza arriba’
El Gordo se nos fue demasiado pronto. Hoy hubiera sido su cumpleaños. Sea ésta una manera de festejarlo juntos.
* Historiador y escritor.
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