Lunes, 25 de septiembre de 2006 | Hoy
ANDREW GRAHAM-YOOLL PROPONE UNA MIRADA DIFERENTE SOBRE EL VINCULO ENTRE ARGENTINOS E INGLESES
El periodista angloargentino habla de Ocupación y reconquista, el libro que publicó a propósito del bicentenario de las invasiones, y de cómo repercutieron, aquí y allí, los hechos históricos. “A esta altura de las cosas habría que darles a los pobres invasores y defensores criollos mucha más vida de la que se les da”, dice.
Por Angel Berlanga
“Nadie descubre la pólvora en estas cosas, pero estas fechas permiten alumbrar otras visiones”, dice Andrew Graham-Yooll en torno de la profusión de libros publicados en el marco del bicentenario de las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Este periodista angloargentino –así se define– exiliado durante la dictadura, director del Buenos Aires Herald y traductor del Nobel Harold Pinter, publicó Ocupación y reconquista, un volumen que extracta parte de una obra suya previa –-Pequeñas guerras británicas en América Latina– y rescata tramos del diario de viaje del oficial inglés Lancelot Holland, que llegó aquí con la flota al mando del general Whitelocke, a quien describe como “inseguro, cambiante de humores y poco amable”. “A mí me parece que más allá de la andanada de libros –algo positivo, por supuesto–, la fecha ayudó para avanzar un poquito en la idea de que la acción británica fue fundamental como para que luego se diera mayo de 1810”, dice en la redacción del diario que dirige.
Doscientos años atrás, a mediados de septiembre de 1806, el Times difundía en Londres que el general Beresford había conquistado Buenos Aires, que acá ya lo querían bastante, que las vacas se criaban solas y que la tierra era muy fértil, que éste era un buen mercado para comercializar sus manufacturas, que las damas porteñas eran las más simpáticas y hermosas y elegantes de la región. El pico de contentura se experimentó entre los días 17 y 20, ante la visión de la caballada que arrastró desde Portsmouth hasta la capital del reino ocho carros que cargaban 40 toneladas de pesos plata abrigadas con algunas banderas españolas que también le incautaron al escapador virrey Sobremonte. A esta altura de los festejos, claro –y esto acaso demuestre que la instantaneidad de la información no siempre es una ventaja–, la taba se había dado vuelta y el que llevaba aquí ya un mes al mando era Liniers, que luego tuvo su fusilamiento y ahora tiene su barrio. También tiene hoy su museo en San Telmo, donde puede vérselo sobre pingo en dos patas y con sable en la diestra y ante inglés muerto en el barro en un cuadro de Fortuny; en este caserón colonial, en el que Liniers vivió alguna vez, la ministra de cultura porteña, Silvia Fajre, presentó hace unos días un libro con documentos de la época y coincidió con Graham-Yooll en cuanto a considerar las invasiones como preludio de la revolución. Siete obras fueron publicadas en estos días a propósito del bicentenario (ver aparte). “Hay sectores de la población, entre ellos algunos de los que nos decimos intelectuales, a quienes nos interesa el tema, pero a otros no tanto. Escuche esta anécdota: el otro día estaba en un negocio de Córdoba con Vicente Battista, que andaba con un ejemplar de mi libro. Cuando lo vio, la chica que atendía, muy joven, dijo: ‘Ah, invasiones inglesas. Eso y Rosas me tienen harta. ¡Harta!’”.
–¿Predominan, todavía, las “estampitas” sobre las invasiones? La del aceite hirviendo debe ser la favorita, ¿no?
–Sí, persiste esta idea muy general que podría sintetizarse así: llegan los ingleses, Sobremonte se fuga, lo persiguen y lo alcanzan, se roban todo el botín y después hay un contraataque organizado por Liniers. Pero no se cuenta, por ejemplo, que él y Pueyrredón se habían reunido antes con Beresford en el fuerte y no aceptaron firmar un compromiso para no rebelarse, como sí hicieron otras cincuenta personalidades. Pueyrredón es un personaje que debería entrar más directamente en esta historia, porque él, que fue quien puso el dinero para la Reconquista, luego sería Director Supremo. Y sí, todavía se habla del aceite caliente que los criollos tiraban desde el techo: no había aceite, nadie podía pagarlo. En realidad era grasa, había un montón y estaba tirada por la calle. Yo creo que a esta altura de las cosas habría que darles a los pobres invasores y a los pobres defensores criollos mucha más vida de la que se les da. Obviamente, tampoco se habla de la influencia de los residentes ingleses, de los que quedan.
–¿Cuáles serían esas influencias?
–Para mí la mayoría está dada por personajes. La tropa prisionera es internada en Tucumán; hay gente que inicia romances, adapta nombres, se convierte al catolicismo. Todos conocemos la historia de Martina Céspedes, acá en San Telmo, que captura parte de la tropa; cuando Liniers ordena que se liberen de inmediato, para que no haya represalias, ella enseguida sale a decir que tiene a varios atrapados en su casa y que quiere a algunos como eventuales maridos para sus hijas. Y de a poco se quedan: deben haber sido lindas mujeres. Aunque no sé: alguna vez leí que Martina era más fea que el cuco, pero debía tener hijas lindas. O los ingleses tendrían una sequía demasiado grande.
–En estos días también se recordó mucho que Mariquita Sánchez andaba muy excitada por la pinta de los invasores.
–Ella conoce a los oficiales, y muchos de ellos eran “de salón”. Pero volviendo a las influencias: junto a los invasores también vinieron comerciantes, a vender todo lo que tenían, mueblería, ropa nueva; a partir de las invasiones, las mujeres empiezan a usar un escote mucho más visible, algo que no sucedía antes. No tenemos una gran iconografía de esa época; la que hay es de un inglés que vino poco después, Emeric Essex Vidal. El impacto social debe haber sido importante: la tropa empezó a jugar cri-cket en Buenos Aires, los prisioneros en Luján, y los comerciantes los siguieron. Los ingleses también dieron la idea de que las carreras de caballos tenían que ser una cosa vistosa y no un montón de gauchos medio matreros que terminaban siempre a las puñaladas. Al circuito local, el de Mariquita Sánchez, le debe haber encantado. Y el impacto político también fue importante para que luego sobreviniera Mayo, y esto fue documentado muy bien por Ernesto Fitte; puede verse en la creación de nuevos ejércitos o en el ultimátum de los comerciantes ingleses a Cisneros.
–¿Las invasiones fueron la raíz de esa percepción de clásico enfrentamiento entre ingleses y argentinos?
–(Resopla un poco.) Al conflicto lo negaría: no lo hay.
–Usted mismo lo menciona en el prólogo: dice que llega hasta el fútbol. Sin ir más lejos, el otro día jugaron Argentina y Brasil en Londres y Víctor Hugo Morales decía que los ingleses estaban contentísimos con el 3-0 de los brasileños.
–Bueno, Víctor Hugo siempre nota esas cosas.
–Más allá del machaque de los medios, parece bastante evidente: Malvinas fue una muestra rotunda.
–Es cierto. Pero realmente no creo que las invasiones fueran el punto de partida de un conflicto, aunque a partir de ellas se instalaran las personas necesarias para que se produjera más adelante. El conflicto creció a partir de 1826, desde el tratado de libre comercio y quienes se opusieron; y la bronca vino después, se enfatizó durante Rosas. Pero yo diría que a pesar de que hubo invasión, reconquista y muertos, ésa fue una base de relación amistosa e históricamente una de las más prolongadas que pueden encontrarse en todo el período de emancipación. En cuanto a Malvinas, yo cubrí la guerra para The Guardian y la lucha era por un territorio, en ningún momento se expresaban... bueno, si digo “en ningún” alguien va a encontrar un agujero en el tacho ése, pero fue sorprendente el nivel de relaciones; se decía “esto no es contra los ingleses que están acá, es por la soberanía de las islas”. Se separaron las cosas. Si a eso lo interpretamos con alguna generosidad, no es la base de un conflicto, es la base de una relación. Obviamente, es mi opinión, una visión personal. Viví en Inglaterra hasta 1994, y allá eran muchas las personas que me decían que les gustaría venir. Yo he llevado ingleses a la cancha de Boca, un tour obligado cuando vienen aquí.
–¿Cómo son percibidas en Inglaterra las invasiones?
–Como un incidente en las guerras napoleónicas. En el Museo del Ejército hay una lista de las expediciones contemporáneas y figura con un circulito, como fracasada. Para Beresford fue el comienzo de una carrera creciente, porque él llegará luego a ser vizconde: los comerciantes de Londres estaban muy agradecidos por el botín. Para Whitelocke, en cambio, fue el fin. Su juicio y su sentencia son parte de la historia militar que se estudia en la academia. Es la humillación total; con la sentencia se hace un afiche que se instala en todas las unidades militares del reino, para establecer que la peor vergüenza de un oficial de su majestad es entregar un territorio ganado sin luchar hasta el final.
–Desde el punto de vista militar, ¿subestimaron la capacidad de enfrentamiento que iban a encontrar aquí?
–Creo que no, porque entraron. Lo que subestimaron, o ni pensaron, fue la capacidad de Liniers con Pueyrredón de reorganizarse. Beresford pensó que los tenía dominados, porque habían comido con él.
–¿Y en la segunda?
–Ahí hubo un montón de pavadas. La tropa entró en su mayoría desarmada, sin munición. Y estaban esperándolos unos defensores convencidos de que eran Maradona; habían ganado en agosto de 1806, ¿cómo no iban a ganar ahora? Whitelocke era un tipo de pésimo carácter que no daba pelota a sus subordinados ni a la información, trasmitió mal las órdenes, entró a la ciudad de noche y sin conocerla. Nunca debió haber rendido en términos militares Montevideo, y eso lo dice la sentencia. Era un militar de escritorio: me atrevo a decir que no quería tiros porque hacen ruido y es feo.
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