FESTIVAL “ENDSTATION AMERIKA”, DIRIGIDA POR FRANK CASTORF
Tennessee Williams, en una puesta que es puro presente
En su pieza, Castorf busca deliberadamente “destruir” a sus personajes, imponiéndoles un ritmo casi de comedia televisiva.
¿Qué efecto produce Endstation Amerika, obra que representa a Alemania en el V Festival Internacional de Buenos Aires? ¿Dónde reside la transgresión de este espectáculo que interpreta la Volksbühne de Berlín y dirige Frank Castorf? Los interrogantes surgen ante la imagen rebelde de un creador que dice no disociar su teatro de los acontecimientos del mundo y apostar al riesgo. En principio, en esta puesta inspirada en Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams, no hay que buscar atmósferas de los años ’50. Todo es aquí presente, hasta la comida que se cocina durante la función.
Artista crítico del pensamiento único que se impuso en la ex República Democrática Alemana, donde nació y se formó, Castorf pone en primer plano asuntos de este tiempo. En esta actualización instala entre otras problemáticas las relacionadas con el inmigrante, simbolizado por la figura de Stanley Kowalski, el polaco que emigra a los Estados Unidos después de haber sufrido prisión en su país. En sus arranques de animal herido grita esa experiencia y su lucha en los astilleros de Gdansk, cuando Lech Walesa (ex presidente de Polonia en el período 1990-1995) era líder del movimiento de trabajadores de Solidaridad. Con rencor y sorna, recuerda que en la década del ’70 ningún otro era más fotografiado que Walesa. Estos apuntes históricos enmarcan un delirio y una furia que son en gran parte consecuencia de la animosidad hacia el extranjero. Una problemática que es importante destacar no se da sólo en Estados Unidos. Kowalski es aquí el “cerdo polaco”, el individuo del que solamente se puede esperar fuerza bruta.
Sin olvidar aquello que propuso alguna vez el nuevo teatro, no alentar una evolución sino una mutación de la sociedad, las obras de Williams propusieron cambios, pero no en el plano político sino en el interior de los personajes. En Endstation, que lleva dramaturgia de Carl Hegemann y escenografía de Bert Neumann, se reconoce esa introspección, expresada aquí de modo fragmentado. Se la interrumpe de manera brusca, con un movimiento corporal, un gesto o un imprevisto juego dirigido al público, como el de arrojar naipes en zigzag a la platea sin esperar la devolución. No existen ideales a compartir en la casa de Stella y Stanley, a la que llega Blanche, hermana de la mujer. Sí, en cambio, la necesidad del contacto de los cuerpos (las escenas de amontonamiento en una única cama) o la de expresar sentimientos con canciones simples o poemas de la inglesa Elizabeth Barrett Browning, intentando con ello quitarles dramatismo a las discusiones o borrar afrentas.
Un acercamiento, mínimo, a las obras de Williams se descubre acaso en los personajes dolorosamente desposeídos (de un hijo o de una finca, quitándoles toda esperanza de progreso) y quizá por eso disponibles pero nunca trágicos. Son producto de una histeria social y obedecen a las leyes que dicta la lucha por la supervivencia. Esta concepción darwiniana de destrucción del más débil y el premio al más fuerte se relaciona sí con la sociedad que describió Willliams. En aquélla, como en este presente que retrata Castorf, el sexo y la violencia parecen ser los aliados del fuerte, así como el reconocimiento del fracaso la desgracia de personajes como los de Stella (Birgit Minichmayr), Eunice (Brigitte Cuvelier), Mitch (Bernhard Schütz) y Steve (Fabian Hinrichs).
En este montaje, Blanche (Silvia Rieger) es quien más oculta y Kowalski (Henry Hübchen), el que despliega socarronamente una energía sin límites. Siempre en movimiento, acrobáticos, los actores y actrices cantan, chillan y exageran los tonos como en las comedias televisivas más convencionales. Se muestran alocados y ridículos, reiterativos hasta la exasperación. Castorf destruye a los personajes en escenas deliberadamente obvias, buscando el gag y la sorpresa, algunas tan ingenuas como aquella en la que Kowalski aparece en su rol de vendedor callejero disfrazado de gorila. Las secuencias se multiplican sin agregar nada nuevo, salvo la impactante maquinaria escénica que amenaza con arrojar a los intérpretes al vacío.