Domingo, 5 de noviembre de 2006 | Hoy
MIGUEL BONASSO HABLA DE “LA MEMORIA EN DONDE ARDIA”, LA NOVELA QUE ACABA DE REEDITAR
La había publicado en México en 1990. El periodista, escritor y diputado señala que aquella ficción –fuertemente contaminada por el relato histórico y testimonial sobre los ’70– invita a nuevas lecturas. Bonasso dice que hoy, con una perspectiva distinta respecto de los derechos humanos, es posible empezar a hacer una autocrítica.
Por Silvina Friera
En una de las paredes del living se imponen los retratos familiares de Miguel Bonasso, como si fueran testigos privilegiados de lo que el periodista, escritor y diputado cuenta en la entrevista con Página/12. “Mi madre peleó en la Guerra Civil Española, fue secretaria de redacción de Frente Rojo, el órgano de las juventudes Socialistas Unificadas, y miembro del Comité de Defensa de Bilbao, y mi padre era trosko”, dice mientras echa un vistazo a las fotos. Su pasión por Quevedo –los títulos de sus dos novelas los tomó prestados de sonetos del poeta– es una herencia paterna. Ese viejo trosko, a quien también le debe el oficio del periodismo, le recomendaba que leyera los clásicos del Siglo de Oro español para tener una prosa consistente. “El Alzheimer me ha cortado las tres cuartas partes de los poemas de Quevedo que antes recitaba de memoria”, bromea. “Cuando estaba viendo la posibilidad de hacer la adaptación cinematográfica de Recuerdo de la muerte viajé de México a España, en 1984, y el avión que me llevó a Madrid se llamaba Francisco de Quevedo. ¿No es alucinante? Fue como un mensaje del más allá”, confiesa el escritor, que acaba de reeditar La memoria en donde ardía (Colihue), novela que Bonasso define como “mi cenicienta, uno de los libros que más amo”, que publicó primero en México en 1990, el país donde vivió su exilio durante once años.
Bonasso recita el famoso monólogo de Segismundo de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y el parlamento de Mercuccio en Romeo y Julieta, de Shakespeare. “Hay una pasión literaria que desgraciadamente me empeño en coartar desde la política”, subraya el escritor.
–¿Por qué? ¿Es incompatible política y literatura?
–No, lo que es incompatible tiene que ver con los tiempos; sólo Blumberg piensa que en este país los diputados no laburamos; pero tenemos que presentar proyectos, presidir comisiones. Y además tengo una pasión latinoamericana que me lleva a viajar, a reunirme con Fidel, con Chávez, con Evo... Pero la ficción es como una metarrealidad que de golpe y porrazo se insinúa o te explota en la cara.
Y a Bonasso le explotó en la cara La memoria en donde ardía, una ficción fuertemente contaminada por el relato histórico y testimonial, que reconstruye el regreso, en 1988, de un periodista argentino, un “argenmex”, expresión que utilizó Paco Ignacio Taibo II para definir a los argentinos exiliados en México. Después de once años, para Sergio Di Rocco, suerte de alter ego de Bonasso –aunque es obvio que hay muchas similitudes entre el personaje y el autor, la narración está lejos de ser una autobiografía–, “Ezeiza no es todavía el país, sino una antesala internacional”. La obsesión por saber qué ocurrió con Susana, su compañera desaparecida, lo llevará al protagonista a iniciar su propia pesquisa y a enfrentarse con los fantasmas del pasado: quiere saber si su compañera desaparecida entregó el dato de la casa en la que estaban viviendo.
–¿Por qué el personaje está tan obsesionado con este tema de la supuesta “traición” de su compañera?
–Porque quería saber si la podía seguir amando o no, de acuerdo con una lógica muy terrible, absolutista y en cierto sentido romántica de los años ’70. Por eso también es una novela romántica, y te diría que decimonónica. Esta obsesión tiene que ver un poco con lo que eran nuestros códigos obsesivos de conducta. El artículo 16 del Código de Justicia Montonera penaba la infidelidad conyugal.
–¿Y qué piensa de estos códigos ahora?
–Los miro con una piadosa y tierna ironía, como veo también las cosas que podría hacer un adolescente. Creo que buena parte de la organización estaba en falta con ese artículo: había pocos cristianos y muchos infieles... (risas)
–¿Cómo explica este dogmatismo que imponía Montoneros a sus militantes?
–El afán por hacer la revolución nos había llevado a tomar como ejemplos los modelos más duros y trasladábamos experiencias ajenas a nuestra realidad, y a veces estas traspolaciones culturales se desmoronaban. Estando ya muy enferma, Silvia, mi primera compañera, me dijo: “¿Por qué vivimos con las fotos de las Madres de Plaza de Mayo en el cuarto, por qué todos los símbolos del dolor, de la tragedia, los tenemos presentes hasta en la alcoba?”. Tenía razón; está bien respetar y amar a las Madres, pero trasladarlas al dormitorio era una exageración; era vivir la militancia y la voluntad de transformación como una culpa primigenia o un pecado original. La nuestra es una generación que se hizo vieja antes de tiempo, en la medida en que estábamos rodeados de muertos y de fantasmas.
–¿Cambió el modo de percibir las razones de la derrota de esa generación a fines de los ’80 respecto de las explicaciones que se sostienen hoy?
–Sí, en ese momento imperaba oficialmente la teoría de los dos demonios, y como toda doctrina que niega la razón y pretende establecer un dogma, impedía el debate sobre lo que había hecho mal la guerrilla. A mí mismo me impedía meterme a fondo en el análisis de por qué habíamos perdido porque no quería avalarla. En diciembre de 2001 ocurrió algo todavía no muy bien definido y es que cuando De la Rúa planteó el estado de sitio (por primera vez en la historia mundial la gente salió a la calle, en vez de asustarse) hubo una ruptura del terror instalado en el inconsciente colectivo. Una parte apreciable de la sociedad perdió ese miedo inculcado, por el poder militar. A partir de ahí, y con la recuperación de la memoria histórica, de la identidad y con la defensa de los derechos humanos, comienza a haber una perspectiva distinta, que ahora sí posibilitaría una autocrítica. Es necesario que no seamos considerados ni ángeles ni demonios. Lo de demonios ya fue desplazado, pero tampoco fuimos ángeles. Simplemente seres humanos con el absurdo de poner el artículo 16 que penaba la infidelidad, o de plantearle a un obrero que ahorraba para comprarse una heladera que la tenía que socializar. A medida que el proceso histórico, personal y existencial avanza, uno va entendiendo mejor la realidad.
–¿Y cómo explica usted ese fracaso?
–Pensábamos más en el mariscal Giap que en la realidad concreta de la Argentina. No estábamos en una guerra de liberación con un ejército invasor sino que peleábamos con el tipo que comía dulce de leche, que era hincha de Racing, Independiente o de Boca, y que hablaba exactamente con el mismo tono y era tan argentino como nosotros. Pero además cometimos el error de acelerar el enfrentamiento con Perón, cuando él era nuestro punto de contacto con lo que entonces se llamaba las masas, especie que está en desuso como la de pueblo, imperialismo, oligarquía. Lo de la Plaza fue un error estratégico (el 1º de mayo de 1974), como el haber pasado a la clandestinidad. Cuando se dio el golpe, en vez de entender que se trataba de un golpe estructural, profundo, radical, que era la más terrible contrarrevolución de la historia argentina, se pensó que era un golpe más y que pronto fracasaría. Hubo una muy mala lectura de la realidad.
Conversador de largo aliento, Bonasso no pierde las mañas ni el sentido del humor. Desde que publicó El presidente que no fue, siente que lo “echan” de todas partes. “Para los historiadores soy un periodista; para los periodistas, un historiador; para los escritores, soy un político. Todos me expulsan de su academia o de sus quintitas, pero ya me estoy acostumbrando a eso”, admite.
–¿Cómo interpreta la derrota de Rovira en Misiones?
–Creo que fui el único diputado kirchnerista que dije, antes de las elecciones, que a veces ganar equivalía a una derrota. Cuando hay una sospecha tan generalizada en la sociedad civil, hasta casi te conviene perder. Sigo apoyando al Presidente y a este gobierno; entiendo que Kirchner tenga que tener una correspondencia con los gobernadores que lo apoyan, entiendo que pueda haber posiciones distintas a la mía, que son igualmente respetables, pero no puedo falsificar mis análisis políticos por una supuesta disciplina partidaria porque dejaría de ser yo, me desnaturalizaría y perdería el único patrimonio que tengo: la credibilidad. Algunos podrán cuestionarme por mi pasado, pero no creo que nadie piense que tengo un doble discurso o que he sido incongruente respecto de mi lucha en los ’70. Mi costumbre es decir la verdad. Pero siento que en algún momento esto puede generar alguna molestia...
–¿En el peronismo?
–Pero no sé si soy peronista.
–¿Por qué?
–¿Qué es ser peronista hoy?, ¿peronista de Menem?, ¿de Kirchner?, ¿de Rodríguez Saá? Si todo va bien y nuestra sociedad llega a alcanzar alguna vez una gran cultura política lo más probable es que avancemos hacia dos grandes formaciones políticas: una de centroizquierda y otra de centroderecha. Soy cultural e históricamente peronista, pero no me puedo definir políticamente como peronista porque tengo compañeros en el partido que vienen del PC, del socialismo, del movimiento cristiano. Hay que hacer una síntesis entre la izquierda peronista y la no peronista.
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