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Domingo, 1 de julio de 2007

LOS COCINEROS DE TV Y LOS CAMBIOS DEL PALADAR CRIOLLO

En la era K, hay un nuevo gusto argentino

Especialistas en gastronomía analizan los últimos caprichos: el reinado del arándano, el marketing del cordero patagónico, los frutos rojos y la expansión de la comida peruana y marroquí.

 Por Julián Gorodischer

¿Cuándo se transformarán estos gustos en tonalidades? El día en que alguien diga rojo arándano o marroncito couscous –tan expandidos como un marrón chocolate–, definitivamente estarán adentro; se habrán incorporado al canon de las preferencias nacionales. “No antes”, dicen los que saben. Por ahora, sólo hay indicios de un cambio de consumo y de marketing culinario, y sobre esas variaciones del paladar criollo se interroga compulsivamente a los cocineros de la TV, interceptados en el espacio en el que reinan. Circulan como dueños del evento de lanzamiento de programación y festejo de séptimo aniversario del canal Gourmet.com, donde el bandejeo de un bonsai de puchero y el tapeo de opciones imposibles podrían hacer arrepentir al sujeto más delgado de haber comido tanto. Cuando algún cronista excedido se queja al oído de Marina Beltrame por “la náusea” que lo capturó, la sommelier estrella del programa Notas de Cata le echa la culpa a quien corresponda: “La cuestión no es la mezcla sino la cantidad: vos no te comés un plato enorme de lo mismo; entonces no hagas lo mismo con los vinos”, reprocha.

Llega, luego, el encuentro con la figura matrona de esta gala, Dolli Irigoyen, expresión única de la gastronomía catódica que logra reunir cierto refinamiento de dueña de estancia con una actitud desinhibida más campechana; defiende la producción de las provincias, tiene mucho conocimiento de causa. Pero, sobre todo, quien la haya visto cocinar ante cámara notará el amor que se le escapa por los ojos en contacto con la masa. Si Narda Lepes le pone a la manipulación del pescado crudo una cierta reminiscencia erótica, Dolli despliega un cariño de tipo materno-filial, recubriendo al alimento de un proteccionismo demasiado permisivo, elogiándolo como a un hijo bobo (lo sabe quien la haya visto exaltar a la feúcha papa andina), reclamando más atención ahí, incentivando a que los televidentes salgan a recorrer el interior. Ha viajado en defensa continua de lo regional y por eso tal vez sea la indicada para comentar el reciente resurgir patagónico, encarnado en el fruto rojo y el cordero (¿para una era del cordero?) que releva a dos décadas marcadas primero por la pizza con champán (la genial creación de Sylvina Walger) y el sushi delarruense.

“K tiene puesta su camiseta en la Patagonia –dice Dolli–, y su cocinero es Francis Mallman. El cordero patagónico es la estrella. Cordero hay en todo el país, pero el patagónico es de lana; y por caminar tanto y costarle la alimentación es más magro. Se lo faena muy chiquito porque se vienen las nevadas. El de la provincia de Buenos Aires es de más kilaje, pero no menos delicioso”. ¿Ventajas comparativas? La expansión del cordero, tras el empujón oficial, ayudaría a no temerle tanto al colesterol, por el tipo de carne más proteica y desgrasada. Dolli Irigoyen no está de acuerdo en que su boom sea parte de la acción de gobierno. “Ya estaba instalado –asume–, aunque no haya tanta producción como de carne vacuna, que está más al alcance de todo el mundo. Pero si uno va al campo, es una cosa cotidiana, por lo menos los domingos o los días festivos. La centolla, los hongos, las frutas rojas se conocen y trabajan desde hace tiempo; lo que lograron es más marketing”.

¿Cierto snobismo? Se le pregunta por ausencias o repliegues que podrían delatar el tipo de consumo esporádico, para lucirse o jactarse con una novedad: ¿dónde fue a parar el kiwi? El furor anterior por la fruta verde que desapareció de las góndolas representaría lo volátil que puede ser cierta pasión. ¿Correrá la misma suerte el tan aclamado cordero? “Es de toda la vida –relativiza Dolli–, vos no habías nacido cuando comer pollo llegó a ser festivo. Es lo que todavía pasa en el interior: los animales, para las familias, son su capital más básico; no los matan todos los días. Cuando deciden matar a un animal para alimentarse, lo hacen con mucho respeto. Es lo único que tienen: su ranchito y sus animales pastando”. El relevado kiwi (por caro, por no servir en pastelería debido a su acidez extrema, por no servir en contacto con la gelatina) abrió paso a la fruta de la pasión, el mango y –sobre todo– el arándano, que Narda Lepes (ausente con aviso) convirtió en un hit de heladerías Freddo al ofrecerlo en mousse o bañado en Malbec: lo cierto es que más de uno resignó su complacencia anterior para con el dulce de leche granizado y la frutilla al agua para experimentar con esa frutita ultramorada, cuyo mérito mayor parece ser no contar con las molestas semillitas de la mora y la frambuesa. Para colmo, es patagónica. Su Meca queda en El Bolsón; se acopla al cordero en competencia feroz con otras variedades de frutas y carnes para definir la época: ¿será arándano y cordero? La era del cordero –por ahora– es el título que Walger podría considerar (según admitió no hace mucho tiempo).

Pero, volviendo al arándano, así lo define la chef experta en hierbas Paula Méndez Carreras: “Es una fruta de siempre que ahora explotó; es excelente por sus propiedades, sus vitaminas, su cualidad antioxidante. No tiene semillas, es impresionante su color, tiñe todo de morado. Pero no me obligue a politizar la gastronomía”. Entonces, cuando la resistencia asoma, es tiempo de cambiar abruptamente al territorio más cauto de las hierbas, justo en este tiempo en que el cilantro se expande en variedades de té, tragos sofisticados, además del clásico para condimentar, al punto de dar nombre a un restaurante de Palermo y desembarcar en parrillas de barrio en tríada con el chimichurri y la salsa criolla. “Lo sano está en auge –interpreta Méndez Carreras–; en Europa hace muchos años que eso pasa. Es prestar atención a ciertos cultivos. Nosotros estamos redescubriendo las hierbas; lo nuevo es encontrar aroma en los productos. El público local empieza a sentir el olor del eneldo, del cilantro. La cocina mexicana toma mucha importancia, se pone de moda. Me gusta la frescura que le da a la preparación”.

Sí, los frutos rojos viven su romance con el consumidor local (admite la cocinera Pamela Villar), pero el panorama no es tan dulce como su sabor. “No se consiguen en todos lados –explica–, la cajita de arándanos te sale diez pesos contra un kilo de bananas. Salimos perdiendo cuando todo se comercializa para afuera: les conviene mucho más exportar porque pagan más allá. Toda la fruta buena es de exportación; nos llega lo de segunda. Cuando te muestran algo de verdad, ves una manzana bien roja, carnosa, jugosa; frutillas con sabor a frutilla y no a agua. Hay que tratar de conectarse con el proveedor directamente”. La explicación de Dolli Irigoyen sobre la fuga de manzanas bien rojas y cerezas que parecen pasadas por el Photoshop es más estructural, menos dramática... “La primera selección, los mejores cortes de carne, los mejores salmones se van afuera, pero pasa en todos los países. Chile le vende sus mejores salmones al exterior”. Y si a Pamela Villar, cocinera de selectos restaurantes como Uriarte, le llega la mercadería de segunda, ¿qué le queda a la frutería de barrio?

–Ahí si les llega una albahaca es una excepción –se resigna–. ¿Rúcula? Es cara y no puede competir con la lechuga.

El karma de las élites gastronómicas es el proceso trunco que suele sufrir la evolución de un flamante hit. Los alimentos no recorren mucho trecho luego de irrumpir como moda; les basta con un fogonazo de novedad que no se traslada a una profundización del sabor. Para muestra, habría que hacer foco en el sushi, símbolo de la etapa aliancista, repentinamente expandido en todos lados primero bajo la forma de un boom de delivery, luego en un sinfín de locales en el barrio de Palermo y Las Cañitas. El chef Martín Molteni explica ese círculo defectuoso, precozmente interrumpido, capaz de masificarse pero no de avanzar en la calidad y el riesgo. “Está bien hecho –dice–, pero es un básico, un estándar. No hay tanta variedad de producto ni hay diversidad. No se usan el erizo ni el tiburón. Por lo menos la gente aprecia eso, pero nunca se desarrolló. Todas son cadenas: Bokoto, Itamae”.

Entre las etnias más buscadas, el fenómeno peruano es una evidencia tangible en un simple recorrido urbano, e incluye manifestaciones extravagantes como su fusión con la comida japonesa en el resturante Osaka, pero también hay asomos menos expandidos que prometen despertar efusividad durante los próximos años. “La marroquí será la etnia vedette”, dice el cocinero Molteni. “Entra en el gusto de la gente; es muy especiada, como la mexicana, que nos gusta a todos. Nosotros somos muy de carne asada, pero también nos gustan esos guisados (couscous, cordero, garbanzos), por información genética, que nos viene de cuando no había otras cosas para comer y se usaban los cortes de segunda, y de tercera, para parar la olla”. A la hora de los dulces, la aparición descollante del pastelero francés Olivier Hanocq confirma la supremacía francesa, y él se ilumina recordando la boulangerie de una esquina cualquiera de su ciudad natal, de croissants y baguettes crujientes y frescas, en las antípodas de la conserva que –dice– domina en este país, donde los brillos, los beiges intensos y las melazas delatan menos artesanato que química. En una humilde panadería de Chacarita, este chef de Gourmet.com recupera el sentido de los productos de levadura natural, alimentada todos los días, sin agregado de productos químicos. Para Olivier quedaron demasiado lejos las mañanitas parisinas que cambiaban el estado anímico al primer mordisco; hace doce años que ni un solo día pensó en volver a casa.

–¿Por qué no tomar un avión y volver a esa patisserie dorada?

–No, no, imposible –asume–, eso es la locura. No es una vida para vivir todos los días.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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