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Martes, 7 de agosto de 2007

PABLO RAMOS Y LAS IDEAS DETRAS DE “LA LEY DE LA FEROCIDAD”, SU NUEVA Y POTENTE NOVELA

“Yo me tuve que mostrar el infierno para ver la salida”

En una historia cargada de furia y dolor, el alter ego del escritor evoca la relación con un padre violento y alcohólico ante la encrucijada de su muerte y narra los dos días de velatorio que lo desbarrancan en su propio infierno. “Yo escribo a los golpes. Y eso también está en cómo organizo mi escritura, frase por frase, no sólo por los temas”, explica.

 Por Angel Berlanga

Inaguantable. Deslumbrante. Así es la novela que Pablo Ramos acaba de publicar, La ley de la ferocidad, protagonizada por su alter ego, Gabriel, aquel de su primera novela, El origen de la tristeza, aquí en trance ante la muerte de su padre y la perspectiva de dos noches de velatorio. Porque Gabriel, empresario en ascenso desde una clase media baja, tenía en su padre, dirigente sindical peronista alcohólico y distante, al gran adversario por derrotar. “Nadie podía imaginar cómo ni por qué se encendía mi padre”, escribe Ramos. “Mucho menos éramos capaces de adivinar cuándo eso podía suceder. Podía empezar arrojando un plato contra la pared, en medio de una cena, por algo que le pasaba por la cabeza y que mi madre se encargaba de activar con una palabrita que diera en la tecla y acabara por detonar la bomba.” Escribe Ramos y también su narrador-protagonista, a cinco años de distancia de aquel par de jornadas de descenso a infiernos varios, morbo y abyecciones, misoginia y homofobia, cinismo irrefrenable y recaídas en escabio y merca a lo bestia. “Borges aconseja escribir distanciado: yo hice todo lo contrario”, comenta Ramos en un bar de Colegiales. De allí se va al psiquiatra, dice. “Escribí atravesado por la emoción del momento, tratando de incluirla en mi literatura”, explica. “Un año en la máquina de escribir, prácticamente sin revisar lo que hacía, y luego cuatro o cinco meses de corrección. Me dolía mucho volver sobre algunas cosas, aunque lo hice; en otros libros corregí hasta la perfección de la página, acá quizá no. Cada página de este libro intenta llevar al lector a algún lugar fuerte, arrebatarlo, arrebatarle la atención. Soy consciente de que esa locura, esa energía con la cual escribí, está plasmada.”

Y sí. Ese maldito narrador cuenta cómo, en tratativas ultracínicas con el dueño de la funeraria que lo atiende en persona porque se trata de un empresario que quiere el funeral más caro posible, se dirige a ver cómo preparan el cuerpo de su padre para que aguante las dos noches de velatorio, a la espera de que llegue un tío desde Sicilia. Y cuenta cómo compra ingredientes para amasar un par de panes, cómo prepara uno de ellos con el agregado de vidrio molido y veneno para ratas y cómo lo esparce en una azotea para ver qué efecto hace en unas palomas. Y cuenta su visita a lo del Gitano para comprar cocaína: “No, querida Iglesia Católica, no hay Dios en este mundo más poderoso que Ella”, escribe. “No hay Padre, padre, que tenga más fuerza que Ella. No hay Virgen, no hay santos, no hay una puta mierda. Comulgar con la Dama es comulgarlo todo. Y ahí voy ahora, curas chupapijas de huérfanos y mogólicos del mundo, monjas estúpidas y bragueteras de la humanidad”; el anfitrión, en la villa, le ofrece una gitana “nuevita, recién desvirgada, un regalo de la madre tierra”. Un monstruo. Acaso tenga que ver con esto, que también escribe Ramos: “Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como el impacto de rocas gigantescas chocando entre sí oídas desde un puente en un derrumbe de montaña; como la campana mayor de la iglesia que llama a misa, oída desde el mismo campanario, oída desde dentro del niño mismo como si el niño mismo fuera martillo y campana”.

Dos páginas cargadas de formas en las que suenan los golpes de un adulto sobre el pibe que fue en el Viaducto de Sarandí, en los ecos que persisten durante ese velorio interminable en el barrio de su familia, en el que escribe y rememora antepasados, internaciones, borracheras, miserias, humillaciones. Un animal loco que apenas encuentra paz en hijos, sobrinos, madre y hermana. “Un tipo como yo –escribe Ramos– podría asesinar a otro por el simple desgano que le produce la vida; y me justifico todo el tiempo, a través de mi padre me justifico.” “La literatura es hacer que el otro sienta lo que vos sentís en determinadas circunstancias”, dice el escritor. “Para eso hay que inventar una gran mentira, arquitectónicamente perfecta, que no le permita dar un paso atrás, para tomar perspectivas que evidencien el artificio. Aunque esta novela también muestra los alambres que la estructuran.”

–¿Por qué le interesa llevar al lector a un lugar tan jodido?

–Para mí fue una novela necesaria, no pude no haberla escrito. Me tuve que mostrar el infierno para mostrarme que tengo una puerta de salida; está dirigida a cualquier lector, pero aquel que estuvo en un infierno parecido la va a leer de otra manera. Y el tipo al final tiene una salida, puede ponerse en cero y reencontrarse con su madre, con su hijo. Puede decir, finalmente, “basta de padre, basta de castigarse”. Creo que corro riesgos de ser truculento, de caer en el lugar común y vulgar, pero trato de quedarme de este lado de eso. Me animo a caminar por esa cuerda floja.

–En un momento el protagonista alude, indirectamente, a El que tiene sed, de Abelardo Castillo. ¿Cómo se relaciona su novela con la de él?

–Y, hay una gran influencia. Es una de las grandes novelas; está entre las cinco que me cambiaron la vida. Sería una impertinencia compararlas: Castillo siempre va a ser el maestro, el que esté ahí arriba. Me tranquilizó en cuanto a mostrarme que no era necesaria una “estructura perfecta”; ésta es la reconstrucción de un padre que no estuvo, es un jarrón roto que se encuentra cinco años después, al que le faltan pedazos.

–Y hay pedazos que encontró dos veces y le pareció bien reutilizarlos.

–Sí, sí, porque son pedazos que reaparecen. Es parte de la búsqueda del hombre que escribe. De hecho, la novela es un espejo, todo el tiempo, entre los momentos de la muerte del padre y los momentos en los que escribe.

“Recaí en mi vida, recae el personaje en la novela”, dice Ramos. “No podía dejar de pensar en la lectura familiar: escribí con ese sufrimiento. ‘¿Cómo hablo de un padre violento, si mi vieja es una negadora?’ En las terapias de las internaciones le decía: ‘Pero mamá, ¿no te acordás de nada? Si volaban los placards...’. Las cosas que pasaron, pasaron; yo me trago las palabras que me toca tragar, palabras que pudren el alma y no tienen sinónimo. Ahí empiezan las metáforas sobre los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño. No podía parar. Cuando lo leyó, mi vieja me dijo: ‘Es lo mejor que escribiste. Tengo que saltearme partes, pero gracias a lo que me estás haciendo ver empecé a escribir unos cuadernos que te voy a dejar’. Supongo que serán ‘pasó esto y esto’. Podrás decir: ¿qué tiene que ver con la literatura? En mí sí tiene que ver.”

–Suscribe esa línea de la contratapa: hace de su vida literatura.

–Sí... y también no. ¿Quién es el protagonista de El que tiene sed si no Abelardo Castillo? Suscribo a Sartre cuando dice que un escritor dinamita su vida y construye con los escombros su biografía y los ladrillos de su literatura.

–¿Así que fue empresario?

–Sí, eso lo sabe Liliana Heker: yo tenía plata e iba a sus talleres. Ella me alentó a escribir. Yo creo que logré algo con esta novela: convertir el tema del dinero en un tema existencial. Y fue así, porque largué todo para escribir. Tenía 150 obreros a cargo, ganaba 20 mil dólares por mes, facturé 9 millones en 1999. Eran las putas, la merca y la guita, para olvidarse de todo. Hice la plata desde la nada, desde el odio, desde una pensión con una caja de herramientas, tocando timbres para cambiar enchufes. Me compré la casa, una casa para cada hijo, un bar, levanté la hipoteca de mi vieja. Y todo para demostrarle a mi viejo.

–También plantea, muy en segundo plano, una tensión entre el peronismo setentista, sindical, y el modelo menemista.

–Era delegado gremial, lo cagaban a palos, un sindicalista peronista común, pero honesto: nunca se llevó un mango de la Siam. Mi personaje se quiere reír de todo eso, pero no puede: “Me meto a jugar con cosas y no me da el cuero para ser menemista”. Y a mí no me dio el cuero para tener una empresa, hice una cooperativa entre los mejores obreros y la regalé. Todo el mundo me robaba y yo no tenía huevos para ser patrón para decir: “A ver, vos, ¿qué te robás? Revisá”.

–Su estilo vendría a estar en la cara opuesta de “lo cool”, ¿no? Ese cartelito pavo del delarruismo...

–Yo escribo a los golpes. Y eso también está en cómo organizo mi escritura, frase por frase, no sólo por los temas. Semántica y gramaticalmente: la contundencia, la fuerza, va al final de la frase. Creo mucho en eso: el orden de los factores altera el producto. Acá, aparte, me di todos los lujos. Cuando decían “el lenguaje aséptico de Pablo Ramos”... “Se van todos a cagar”, dije. Yo quiero ser el poeta que también soy en esta novela. Porque está la ferocidad, pero mi personaje también se derrite cuando habla de los hermanos o cuando les cuenta historias a sus sobrinos. Yo creo que la literatura tiene que arder en preguntas: eso decía Artaud de la vida.

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“La literatura es hacer que el otro sienta lo que vos sentís en determinadas circunstancias”, dice Ramos.
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