LOS NUEVOS ROSTROS Y LA OBSESION MEDIATICA DEL CARNAVAL PORTEÑO
Alusiones continuas a la televisión, desafinaciones y orgullo barrial conviven en las 40 celebraciones que se realizan en cada fin de semana, este febrero en que las murgas reclaman por un feriado nacional y el gobierno de Macri, en sentido opuesto, estudia eliminar los asuetos que rigen hasta el momento.
Pasa lo mismo que con los perros. Alguien manifiesta el mínimo escozor, o una leve preocupación que se intenta disimular (pero que se evidencia en los ojos bien abiertos) ante la presencia abundante de botellitas de spry con espuma, y entonces las nenas empiezan a gatillar frenéticamente, sin desalentarse por las corridas de dos cuadras o las caídas con raspón (de las que dejan huella). Este verano, en la mayoría de los 40 corsos porteños que se expanden por la ciudad, se alienta una dinámica teatral a la italiana, en relevo de la pista o el trencito de murgas que caracterizó otras décadas, donde la masividad alentaba al movimiento continuo. No era como hoy, cuando la escena es más estática, menos masiva. “No es como era”, dice José “Pepe” Maggio, de Los veladores de Floresta. La causa es la inmensa cantidad de corsos de carácter simultáneo (todos los sábados y domingos a la noche) que compiten por robarse al poco público. “Los de la Avenida de Mayo de mi época eran majestuosos –sigue–. Las pibas no habían perdido la vergüenza (señala a la gorda en topless). Las disfrazaban como princesitas. ¡Ese corso!”
En la calle Medrano, sede del corso de Almagro, las divinas (inspiradas en las de la telenovela Patito Feo) son representadas por varones de familias de la zona de Pompeya, que pisan fuerte, sacan cola, sacuden las trencitas y se limitan a hacer playback del tema que suena en el altoparlante defectuoso: “Somos las divinas, divinas de verdad”, repiten mientras dura su caravana. Marlena, la travesti que marcha un poco más atrás, de una murga de Saavedra que se anuncia mediante un conjunto de bombos (y anticipa la fiesta o el horror para los tímpanos), los mira con superioridad. El paso de Marlena es gatuno, orgulloso a pesar de la renquera, pero sobre todo ensimismado. No se inmuta ante la embestida hostil de la barra que para en Medrano y Humahuaca, la que focalizando en el colaless que deja ver la contextura varicosa del muslo, le lanza una diatriba desaforada: “Ea, pu... de mier, va’ a ver...”, en un dialecto que podría pertenecer a cualquier barrio o nación, fuera del mundo hispano.
Como en la TV
Es sábado, y los que miran desde las veredas enfrentadas detrás
de las vallas no tienen mucho que hacer más que escuchar al cantautor/locutor de una desafinación que, lejos de espantar, lleva a admirarlo por la capacidad de negar sus defectos. Innova en el plano de la canción de protesta, al no dirigirla a un poder político/económico/institucional (lo cual podría generar empatía inmediata) sino al vecino, quizás al propio auditorio:
–Yo soy murguero porque así me hicieron.../ yo toda la vida tuve que soportar a los vecinos que se quejaban.
No hay caras largas. En este último bastión de la identidad barrial, los que escuchan presuponen que se dirige a otros vecinos, más específicamente los de Saavedra, porque el que canta es de Los enviciados por Saavedra. Como nadie lo abuchea, el tipo del micrófono sigue cada vez más fuerte y dan ganas de salir corriendo, pero quien permanece se entera de que se logran picos de alusión mediática, como ya había dejado en claro la tribu de las divinas y vuelve con un nuevo cántico del enviciado por Saavedra: “Quiero conocer a la virgencita de la TV.../ a Wanda Nara conoceré.../ ay qué chica aplicada.../ ay cómo tira el fideo...”. El in situ deja de ser central; la murga añora la mediación; la vida está después que la pantalla.
El colmo de la cultura popular es, aquí, desidealizar la calle para recuperar otros paraísos: “Vermouth, papafritas y...”. Las remeras de todas las comparsas del corso de Almagro, tanto en Los rechinfles de Palermo como Los magos de Saavedra, citan rostros y leyendas de la TV, desde el que ilustra su nombre Nico con la cara de Homero hasta el que, con gusto retro, rodea la palabra ‘Sebas’ de una Pantera Rosa, un Droopy, un Tom y un Jerry. Todos van de frac, galera y corbatín que se ligan menos a la celebración de gala que al cotillón barato. La falsificación es lo corriente en estos corsos, donde cuando se menciona a Wanda Nara se presenta una travesti que hace muecas extrañas con la boca, y en vez de un cantante hay un desafinado. En reemplazo de esa espuma suave, que se diluía apenas tomaba contacto con la piel –según se recuerda de los corsos de los ’80, con la misma actitud melancólica del viejo Maggio– hay un veneno que al posarse en la piel irrita y al distribuirse en la ropa mancha. La consulta dermatológica posterior dictamina que la irritación es producto de una reacción alérgica.
Chau, chau, chau
En el corso de Villa Crespo, en Scalabrini Ortiz y Velazco, hay exhibición de dobles, ahora de un tal Garganta con arena que le canta a Pompeya mientras tres bailarinas sacuden pañoletas transparentes entre la multitud. Sus poses combinan cierta actitud como de Isadora Duncan con el estilo que se asocia a la dopada, puro extravío que sólo “vuelve en sí” cuando una mano del público toma sus manos y se hace presente algo de una demagogia vista por TV. El Garganta con arena sigue cantando cuando los bombos se detienen y, a la rusticidad notoria de Los Girosos de Pompeya, cuya banda sonora sólo incluye percusión, añade una cierta megalomanía de las letras, generando un contraste brutal que lleva la escena muy cerca de la autoparodia. Dice, a capella, tapado por el griterío de las viejas que no quieren ser bañadas por esa espuma no alergénica (de las nenas, que no se cansan nunca): “Con colores negro y blanco relucientes/ nos tenemos que marchar/ al mundo entero, señores/ tenemos que entretener”, cuando una mayoría, aun cuando una mayoría reclamaba el cese de la intervención.
Lo que sigue después no es mejor: sube al escenario otro cultor de la reproducción mediática, que ahora mama de la fórmula tinellesca, cuando grita: “Chau, chau, chau...”, y no significaba que se estaba yendo su compañía (a la que le quedaba un buen rato), sino que ése era el clímax de su número vivo. El se hace el Tinelli, y después presenta más actuaciones del conjunto de Pompeya, siempre con un bucolismo que espanta, cuando se atiende a la mirada encandilada de las gordas en bikini, abrazadas a los hombres y a los niños en reivindicación del clan promiscuo y numeroso, componiendo círculos, amalgamas; entre esta gente no se producen intentos de seducción ni intercambios swinger sino una insistencia en la ronda de oración (a un Dios Momo) que, por su inocencia, y contrastada con cómo se ensañan las niñas con los viejos, es la representación realista de una lucha entre el bien y el mal.
El final a toda orquesta, a cargo de Los Girosos de Pompeya, llega con la conversión de este rincón bastante abandonado de Villa Crespo (ya que a Scalabrini Ortiz no le llegan, quién sabe por qué, los destellos de los Palermos aledaños) en una réplica de suburbio veneciano –otra vez la pasión por “la copia”– cuando irrumpen mujeres enmascaradas de caras blancas, pelucas bicolor, lágrimas dibujadas en las mejillas y traje y gorro del tipo “Arlequino” que favorecerían el traslado mental a la ciudad de las góndolas, si no fuera por el comentario de una de las niñas a su abuela: “Nona, mirá el payaso” (señalando a una mujer de mirada extraviada que se luce en una sola técnica del arte del mimo: sabe armar ventana imaginaria y, por ahí, asoma la cabeza. Si la nena hubiera dicho clown, habría insertado a las murgueras en la commedia dell’arte. Pero dijo payaso. La señalada la escuchó y aprovechó la ocasión para defender un estatuto que todavía representa un orgullo: “¡Soy murguera!”.
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