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Lunes, 7 de abril de 2008

EL PúBLICO EN PRIVADO: UNA SERIE DE RETRATOS DE ESPECTADORES

El cinéfilo de Bafici

Nada más oportuno que conocer a la criatura que se apoderará, desde mañana, del barrio del Abasto, para descubrirlo más profundo y apasionado que el estereotipo frívolo que lo pinta como una fachada hecha de “gafas y un bolsito”.

 Por Julián Gorodischer

El cinéfilo de Bafici es una criatura de abril; su desarrollo va en contra del ciclo de la naturaleza: florece al comenzar el otoño. Su caminata por los antiguos claustros reciclados del shopping Abasto es morosa y errática; su signo es “estar en falta”. En este momento no puede presenciar la proyección de la nueva de Gus Van Sant por estar en la de Abel Ferrara. El dilema existencial del cinéfilo de Bafici se resuelve armando un canon personal que, en el caso de Nicolás Zukerfeld, impone a Godard sobre Lars Von Trier, sospechándoselo una estrategia de supervivencia antes que una cuestión de gustos.

“En mi primer Bafici si estrenaban a Lynch o Spike Lee, yo iba. Era la novedad de ir al sho-pping a ver una película, una cosa rarísima. Nadie puede sentirse incómodo en un shopping; es como cuando vas a otro país y te tranquilizás en el McDonald’s. El Bafici es el Hoyts; la Lugones es otra cosa”, dice Nicolás Zukerfeld, que condensa perfectamente los rasgos de un feliz cinéfilo de Bafici. Reemplaza la adicción a los Sábados de super acción y presentadores de otra época como Di Núbila, Morelli, Berrutti por Axel Kuschevatzky o Sebastián Tabany, apóstoles del ingreso del gore a la TV. Creció como bicho raro de un curso que no entendía su preferencia por el alquiler de películas en vez de ir al boliche. Y, luego, al egresar agregó a su casillero de destinos vocacionales un nombre familiar para todo cinéfilo de Bafici: la FUC. De los 18 a los 22 escuchó y repitió muchas veces esa palabra, FUC, FUC, FUC, y casi se la apoderó como una marca de identidad cinéfila; cargó con el estigma de concheto, endogámico, y reivindicó la megacuota bajo el argumento de “tener los equipos a mano”. Le dieron permiso para adorar Pizza, birra, faso aun faltándole calle y viviendo en zona norte. Ahí entendió que como espectador sería el más activo, identificado con el doble rol como en este abril en el que hace guardia desde las 7 para conseguir las primeras entradas del día.

Se apropió de un aspecto y se constituyó como tribu, tal vez porque el cinéfilo de Bafici no reacciona como sus precursores contra el “cine argentino declamado”, sino que muchas veces se identifica con el movimiento intitulado “Nuevo Cine Argentino”; a lo sumo tiene críticas que hacer a cierta mística de la pobreza o los silencios eternos que se pretenden profundos, pero los sigue considerando como una experimentación legítima cuyo problema es el exceso. Observó cómo se lo parodiaba y se lo renombraba (“palermitano”, “superfluo”) y se aferró aún más al look de los anteojos, el bolsito cruzado y la remera con inscripción cinéfila, por pura necesidad funcional a su pasión, para tener siempre “colgado” el catálogo y marcar territorio entre los dueños del barrio: la ortodoxia judía, la comunidad peruana y los compradores compulsivos. “El estereotipo del niño rico es terrible –asume Nicolás–. Yo pretendía hacer un centro de estudiantes en la FUC, locuras juveniles, influenciado por el cine militante. Mover un poco. Y finalmente pensamos: ¿para qué hacer un centro de estudiantes si vas y le pedís a (Manuel) Antín la cámara y te la da, sin tanto lío?”

Entre sus parientes cinéfilos, nunca se lo escuchará plegarse a la cruzada por el resguardo de las viejas salas. Tal vez el hecho de haberse formado encerrado en un sho-pping debilitó la aversión a las cadenas del pochoclo y la gaseosa carísimos. Algunos podrían confundir con conformismo su leve atontamiento en el desplazamiento, que no es otra cosa que una demora en devolverse al mundo después de tanta oscuridad y tan frecuente estatismo en la butaca. Sus detractores, otros cinéfilos replegados a las salas de cine arte, desprecian al cinéfilo de Bafici por no investigar el negocio de las salas que triplican los valores corrientes de gaseosas y golosinas y exilian al cine de autor durante el resto del año. Pero el de Bafici, cuando un objetor anda cerca, tiende a “colgarse”, mucho más si está por empezar una buena película. No registra ni la molesta masticación del pochoclero de al lado. Es más, son raros, durante abril, los ratos en que el cinéfilo retorna a la vigilia: acostumbrado a extraviarse en la ficción de las películas, salta al interior de la grilla a la hora de comprar entradas o, como su estructura es grupal, se encierra en el pequeño círculo de amigos con el que se desplaza, con inusual capacidad para desaparecer completamente, actualizando esa pulsión tan adolescente que sigue marcando al cinéfilo de Bafici ya pasados largamente los 20 abriles. “En el Bafici siempre intento conseguir una chica para ir al cine, y no puedo. Traté de hablarle a una en el barcito La Brioche Dorée, me llamó la atención, y le dije: Disculpá, me cuidás las cosas que voy al baño. No era muy romántico”, recuerda Nicolás ese momento tan intenso como los cruces de miradas a la salida de un baño o el roce de codos en el apoyabrazos de las butacas estrechas de los Hoyts. Nunca pierde la fe en emparejarse; considera que el festival sería el mejor proveedor de un alma gemela. La excusa para el acercamiento debería ser la recomendación o el pedido de opinión sobre una película. Su ideal de felicidad se consuma en formato de trío, por ejemplo frente a una de Godard con esa chica de La Brioche Dorée. Debido a la reacción indiferente de la chica, se sospecha que no era una cinéfila de Bafici, sino una prestada de otra especie, ya que de otro modo habría comenzado con él una historia de amor, al menos por la solidaridad que domina entre los cinéfilos de Bafici entre sí.

Tan consciente es de los rasgos que definen a “los de su clase” que aceptó hacer de “cinéfilo de Bafici” en La mirada febril, la película que el cineasta Rafael Filipelli preparó para celebrar los diez años del festival. Ahí demostrará que sabe burlarse de sí mismo, y se ríe de su faceta más controversial, la búsqueda desesperada de status: acumular títulos vistos de Laos y Taiwán sin que perduren en su memoria tramas o nombres de directores. Dice que “se genera un bodoque en el cual uno no recuerda lo que vio, como si ese montón estuviera por hacer explotar la cabeza”. Es portador de los records de mínima permanencia en sala, porque privilegia “hacer entrar” una más en la lista de las vistas del día a perderse los últimos quince minutos de una obra maestra que se superpone con otra. “Pero en lo personal nunca lo hice: la veo de principio a fin sea la porquería que sea. La idea de cinefilia de los ’60 era mirar 15 minutos para ver la mayor cantidad de películas posibles. Yo soy más ordenado que eso”, se distancia Nicolás. En eso no condice con la mayoría, que se emparienta al “déme dos” menemista, pero solamente en “la panzada”: glotonería superficial y meramente acumulativa que les descubre su peor costado consumista con el cine. Pero lo detecta a tiempo, se ríe de sí mismo, y se salva.

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