CINE ONLINE › P’TIT QUINQUIN, UNA OBRA ANOMALA DE BRUNO DUMONT
El primer trabajo para la televisión del gran director francés de La humanidad y Fuera de Satán tiene todas las características de su exigente obra previa, pero con una diferencia esencial: se trata de una miniserie policial con humor, mucho humor.
› Por Horacio Bernades
Sostenido en que hasta entonces su protagonista no había sonreído ni en un solo plano de sus varias docenas de películas, el apropiadísimo eslogan publicitario de Ninotchka (1940) fue “¡Garbo ríe!”. Y “Dumont ríe” podría haber sido el eslogan de promoción de P’tit Quinquin, la miniserie policial escrita y dirigida por Bruno Dumont, cuyas películas –desde La vida de Jesús hasta Fuera de Satán, pasando por La humanidad y Hadewijch– no habían generado ni un ligero corrimiento de comisuras por parte de sus más fieles seguidores. Producida por la prestigiosa cadena francoalemana Arte, un sonoro coro de carcajadas saludó poco más de un año atrás a P’tit Quinquin (“Pequeño Quinquín”, expresado coloquialmente) en sus proyecciones de estreno en Cannes. Primer trabajo del realizador para televisión, presentado en cuatro episodios de 50 minutos, P’tit Quinquin es una suerte de Twin Peaks francesa, que tanto el Festival de Mar del Plata como el Bafici incluyeron en sus últimas ediciones. Quien no haya podido verla tiene la oportunidad de hacerlo recurriendo a la querida Internet, donde es posible bajarla con subtítulos en castellano.
Todo comienza con una vaca. No se sabe cómo fue a parar el rumiante a un viejo bunker de la Segunda Guerra, pero sí que dentro de su estómago hay un dedo índice, un pulgar y un pie. “¿Humanos?” pregunta el comisario. “Eso no sé, soy veterinario”, abre el paraguas el profesional que practicó la autopsia. Poco después aparece la cabeza de la mujer deglutida (en parte), en un campo de las inmediaciones. “¿Comida por una vaca?”, se sigue sorprendiendo el policía. “Sería una vaca loca”, conjetura el veterinario. Humor macabro es lo que practica el realizador de La humanidad en P’tit Quinquin, que en algunos países se estrenó en formato cinematográfico (ni soñar con que aquí suceda lo mismo). Lo macabro estaba ya en las películas previas de Dumont. Lo nuevo es el humor. “Tenía ganas de hacer una comedia –dice el realizador–. Pero no tenía algo en esa línea, por lo cual cuando el canal me ofreció una miniserie decidí que era la oportunidad.”
Ubicada como casi todas sus películas en un pueblito rural de la zona de Flandes, al norte de Francia, P’tit Quinquin parece, de hecho, una versión deforme de La humanidad: hay crímenes atroces y una investigación policial, a cargo de un inspector que no responde precisamente al canon del género. Si para La humanidad Dumont había conchabado a un no-actor con discapacidad mental, el comisario Van der Wejden de P’tit Quinquin es un surtido de tics faciales estilo ametralladora. No pasa un segundo sin que el no-actor en cuestión, Bernard Pruvost, no alce sus cejas o guiñe un ojo (o ambos). Para completarla, cuando se pone más nervioso que de costumbre, porque la investigación se complica, silba, canturrea, infla las mejillas o hace unos ruiditos como “pop-pop-pop”. Decididamente no es un policía lo que se dice convencional. Sin embargo, de a ratos recuerda a Columbo, por esa capacidad de parecer más inútil de lo que en verdad es.
“En la vida real Pruvost es un poco así como se lo ve –aporta Dumont–. Llevaba un auricular porque no lograba recordar sus textos de memoria. De golpe se ponía a escucharme en medio de la escena, o miraba las marcas que se hacen para los actores en el piso.” Todo ello le da un aire de desconcierto permanente, que no deja de ser sumamente pertinente para quien debe enfrentar crímenes de lo más bizarros. Su ayudante tampoco es una luz: corre de una manera rara, se tropieza, se queda sin palabras y tiene un curioso deseo: manejar el auto policial en dos ruedas. El momento en que lo concreta es uno de los más desternillantes del cine reciente. Si por hieratismo o rareza los personajes de Dumont siempre fueron algo así como un pozo negro de sentido, aquí a la pareja de policías (cuyos diálogos metafísicos funcionan como divertidísima parodia de esa inflación de gravedad llamada True Detective) se les suma un personaje que padece de una enfermedad neurológica y un héroe con labio leporino y audífono sobre el oído izquierdo.
El héroe es el pequeño Quinquin del título, un chico de diez años que se divierte tirando petardos en las casas o volviendo locos –en la escena más memorable– al cura del lugar y su ayudante. Estos intentan llevar adelante el responso por una de las mujeres asesinadas, y Quinquin –que funge, a la sazón, de monaguillo– los fuerza, por un código propio de la liturgia, a arrodillarse y pararse, arrodillarse y pararse. Lo cual hace tentar a los actores. Otro factor con el que juega Dumont para generar extrañeza en el espectador (¿qué clase de cosa es ésta, en la que los actores se tientan?). Como todo héroe de Dumont, Quinquin no es precisamente loable: basta que aparezcan por las inmediaciones dos chicos musulmanes (uno de ellos, negro) para que el pequeño, líder de la barrita de amigos, se lance a perseguirlos y pegarles, entre insultos racistas. El incidente –en el que de pronto resuena, sin previo aviso, lo peor del mundo contemporáneo– tendrá consecuencias trágicas.
“La serie es divertida porque no es nada divertida –alega Dumont–. Lo que me hace reír son las situaciones y el humor límites. Hoy en día, con todo el tema de lo bien pensante, estamos al borde de no poder reírnos de ciertas cosas.” Lo dijo bastante antes de que tuviera lugar la masacre de Charlie Hebdo. En cuanto al racismo del pequeño, el realizador sostiene que “la Francia de hoy en día es así, no es como la que se ve todos los días en los medios. Desde La vida de Jesús que mis personajes son buenos y malos a la vez. Como nosotros. Como espectador me marcó Lacombe Lucien, sobre un muchacho que durante la Ocupación denunciaba a compatriotas a la Gestapo. Me parece más constructiva esa película que una sobre el abate Pierre”.
Pero hay un elemento tal vez más nuevo en el cine de Dumont que el sentido del humor: la relación tierna, amorosa, incondicional entre Quinquin y Eve, una chica del lugar. Por primera vez lo que une a los amantes no es lo puramente fisiológico, la fornicación en el más biológico de los sentidos, sino algo de otro orden. Claro que ese chico tan amoroso persigue a chicos negros por ser negros, y eso enrarece las cosas. “Hay que heroificar el mal. Eso tiene grandes virtudes pedagógicas”, sostiene Bruno Dumont, didacta anómalo. “La única esperanza son los niños”, dice alguien por ahí, y uno se queda pensando si no se tratará acaso de una versión totalmente desesperanzada de ese lugar común.
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