MUSICA › ENTREVISTA A LA CANTANTE LILIANA HERRERO
La artista presentará hoy en el Teatro Coliseo su último CD, Igual a mi corazón. Claro que no debe esperarse una interpretación “convencional” del disco. “Mi esfuerzo está puesto en hacer notar una intervención sobre lo que llamamos el original”, dice.
› Por Santiago Giordano
Liliana Herrero sacó un disco y, según los cánones de las buenas maneras artísticas, lo presentará en sociedad. Hoy a las 21.30 en el Teatro Coliseo (Marcelo T. de Alvear 1125) la cantante mostrará los temas de Igual a mi corazón (SMusic), junto a Mariano Cantero (percusión) y Matías Arriazu (guitarra de siete cuerdas). Estará además Ernesto Snajer –coproductor artístico del trabajo junto a Herrero– como músico invitado.
A la hora de su presentación, es probable que el disco –publicado a fines de abril y rodado en distintos escenarios del país– ya no esté sino en los límites de su materialidad, en la foto que entre el grito y la carcajada encabeza la gráfica, en los nombres que contribuyeron a hacerlo, en la música que en su idea quedó detenida en el redondel. Posiblemente el disco ya sea otro y su presentación, en todo caso, refleje una manera particular y arriesgada de hacer música, un modo de abordar un repertorio, a favor del tiempo. Debe pasar con todos los discos, pero en el caso de una intérprete como Liliana Herrero ese devenir inevitable se acelera para hacer de la inestabilidad de lo posible una obra sobre la obra. “A medida que tocamos este repertorio el trío adquiere una fluidez interesante y aparecen nuevas cosas”, comenta Herrero a PáginaI12. “Por ejemplo, los chicos intervienen más con las voces y eso me crea un espacio distinto, la posibilidad de hacer otras cosas, cantar de otra manera, distinguir cada intención. Me entusiasma la intensidad que va ganando cada día y cada concierto.”
Herrero cuenta que Igual a mi corazón podría haberse llamado Lengua, “por el caos que la lengua misma representa”. Pero casi coincidió con el lanzamiento de una recopilación de Caetano Veloso que lleva ese nombre; la aparición de La lengua popular, de Andrés Calamaro, también la disuadió de contribuir a las cacofonías de las bateas de las disquerías. “Entonces resolví trasladar ese caos al término ‘corazón’, porque como dice Horacio González en las notas del disco, en el corazón que está en el límite de infinitas lenguas, se representa ese caos; así como la voz pide esa unidad del cosmos, la lengua esta siempre lista para desdecir esa unidad”, explica la cantante.
El repertorio seleccionado representa esa pluralidad, que se hilvana en el hilo de la voz de Herrero. Junto a una estremecedora versión de “Zamba del arribeño” (Juan Falú y Néstor Soria, con Mercedes Sosa como invitada), en la que, mutilada la ceremonia de la introducción, la voz se hace enseguida de la materia dolida del texto, está “Vidalero” (Juan Quintero), en un arreglo monumental del brasileño Iteberé Zwarg para grupo de instrumentos y coro, interpretado por la Iteberé Orquesta Familia. Entre estos extremos que van del despojo a la complejidad están “Chañarcito” (Carlos Guastavino y León Benarós), de donde sale el verso que da nombre al disco; “Achado” (Chico Mello y Carlos Careqa), en un arreglo para piano “preparado” a la manera de John Cage; la milonga “Arbolito del querer” (Aledo Meloni y Coqui Ortiz); la chacarera “Sonko querido” (Pepe Núñez y Juan Falú), junto a Lilian Saba en piano; “Canto labriego”, de Teresa Parodi, con la participación de la autora. “Uruga y”, de Rubén Olivera, abre un juego con palabras en guaraní, pleno de asonancias que al final resultan familiares. “Es que en nuestro castellano, apenas escarbás un poco, está el guaraní”, explica Herrero. Hay otros dos uruguayos contemporáneos entre los autores elegidos: Ana Prada, con “Brillantina de agua” –con la colaboración de Lisandro Aristimuño, Liliana Vitale y Marcelo Moguilevsky–, y Fernando Cabrera con “La casa de al lado” –también con Moguilevsky como invitado–, un tema que abre el disco prácticamente desde el punto al que había llegado Litoral, el trabajo anterior de Herrero; allí domina esa idea del universo “quieto y definitivo que es río de la niñez”, representado con una secuencia de acordes que viaja inmóvil. Entre los momentos más logrados de un muy buen disco está la maravillosa “Canción de las cantinas”, de Rolando Valladares y Manuel Castilla, elevada con la complicidad de un notable trabajo del percusionista Mariano Cantero, que frotando copones de vidrio entona el aire, como quien afina el tufo pantonal de los boliches en las madrugadas. “En este tema agregamos unos copones más graves respecto de los de la grabación –comenta Herrero–, de manera de crear un espectro armónico más profundo; y para hacer ‘Vidalero’ en vivo, Mariano sumó un instrumento hecho a base de garrafas para camping, transformadas y afinadas. Son cosas que aparecen y que vamos incorporando.” El arreglo, es decir lo que pone el intérprete, está en primer plano. “Creo que ahí está la obra”, define Herrero. “Siempre pienso que no hay cover posible, no hay imitación; las diferencias entre una versión y otra son naturales. Pero eso no me alcanza: mi esfuerzo está puesto en hacer notar una intervención sobre lo que llamamos el original, en reconocer un acto creativo y abierto a partir de esa diferencia y llevar el trabajo del intérprete hasta el límite. Un límite de máxima tensión con el tema.”
–¿Sería una obra que nace sobre la obra a partir de la voz?
–Un texto sobre otro texto, para lo cual la voz no es sólo una técnica. No alcanza con colocar un agudo correctamente o respirar bien, que por otro lado son conductas que uno ya tiene incorporadas. Hay que ir más allá, hacer las cuentas con las palabras, cada una es un mundo en sí que hay que descifrar con un gesto y que a su vez hay que hilvanar con el resto. Un acento, un silencio, una inflexión, el forzamiento de una nota y la relación con lo que pide la melodía son micromovimientos, que tomados en detalle se hacen gigantes. La posibilidad de crear las pequeñas filigranas que se producen en cada concierto de manera distinta es lo que me estimula como intérprete.
–A través del trazado de sus discos se aprecia cierto retardo en la incorporación de músicas del Litoral, que es su lugar de nacimiento, que cuando llegó se ensanchó hasta autores y compositores brasileños y uruguayos. ¿Por qué ese retardo?
–Mi sonido nunca se termina de cocinar, es una búsqueda continua. Siempre pienso como una paradoja el hecho de que las incursiones mías en las músicas del Litoral vinieron después. No sé por qué lo que hice en los primeros discos se refiere sobre todo a la música del Noroeste. Aunque hay un tema de Ramón Ayala y otras pocas cosas referidas al río, lo fundamental estaba en las recopilaciones de Leda Valladares o en los temas del Cuchi Leguizamón, porque posiblemente durante los ’80 y los ’90 por ahí pasó el canon de cierto folklore. Me llevó tiempo encontrar el camino de esos autores que me ayudaron a configurar mi propio paisaje, el paisaje sonoro del Litoral. Hasta que me atreví a dedicarle un disco doble. Tal vez le temía por tan cercano, porque a veces uno acepta más rápido eso que le es más lejano, a lo que lleva consigo. Puede ser. De todas maneras, nunca dejaría de cantar a compositores como el Cuchi.
–Justamente en Litoral, el disco doble, algunos advierten cierta madurez interpretativa...
–No hablemos de madurez. Creo que hay mayor unidad en la expresión. Es como si hubiera afinado el lápiz en relación a una manera de decir que en discos anteriores podía mostrar extemporaneidades y trazos gruesos en contraste con momentos de mesura. Ese estar “fuera de quicio”, por usar una expresión hamletiana, me gusta, sigo cantando desde ese lugar. Pero combato esa idea de la juventud ligada a los cambios y la vejez atada a la mesura. Eso sí que no me gusta.
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