MUSICA › THE CULT, LAS PELOTAS Y RATONES PARANOICOS EN EL FESTIVAL PEPSI MUSIC
La banda inglesa brindó un show contundente en el Club Ciudad de Buenos Aires. Antes se lució Las Pelotas, con Pettinato como invitado.
› Por Cristian Vitale
En un momento de trashumancia festivalera, ésos en que los asistentes dedican a recorrer stands comerciales, ir al baño, comer o, simplemente, esperar, un alemán medio pirado (Arnim Teutoburg) avisa, en un inglés medio enviciado, su intención de caer sobre el público. Una minilegión de seguidores, conocedora de sus costumbres, se agrupa y levanta los brazos. Entonces Teutoburg revolea el micrófono, arroja la camisa, toma carrera y aplica un salto mortal tremendo. Cae, es manoseado y vuelve a subir, medio desarmado. La segunda lectura –más allá del hábito– es que Beatsteaks, la agrupación punk-rock germana que comanda el pibe, necesita un golpe de efecto así: a no ser por el montoncito de adelante, el ninguneo es norma y la atención excepción. La grilla, esta vez perfectamente sincronizada, le deparaba a la sexta luna del festival de la gaseosa dos números fuertes y un buen vermouth: The Cult, Las Pelotas y Ratones Paranoicos, y ninguna de las tres –a menos que a Juanse le explote una neurona– necesita de la gran Teutoburg para impactar.
Le alcanzó, a Las Pelotas, con haber (re)confirmado que la partida de Sokol no hizo mella en la calidad de la banda. Sí, tal vez, en cierto carisma rocker o la mística que el primer baterista de Sumo aportara durante 17 años y diez discos, pero el vuelo onírico prosigue tal cual. O tal vez mejor. En un set de pocos clásicos y mucho riesgo, la banda asumió y aceptó los tiempos, mediante un salpique estético que alcanzó varios picos emotivos. Básicamente tres: 1) la versión imponente de “La colina de la vida”, vieja canción de León que Las Pelotas entregó, bellamente reformada, al flamante homenaje Gieco Querido. Escuchada así, en vivo, da la sensación de que el grupo aprovechó todos los huecos posibles que la original dejaba para transformarla: densidad, melodías viajantes (sobre todo en los teclados) y una buena interpretación vocal por parte de Daffunchio; 2) la intervención de Roberto Pettinato –en saxo o en guitarra– para reflotar el diablo-duende de Sumo a través de la vieja “Perdedores hermosos”, “Mañana en el Abasto” (versión heterodoxa) o “El ojo blindado”, impresionante final, este bis, que condensó en no más de ocho minutos el péndulo de climas que puede activar Las Pelotas; y 3) los clásicos, pocos pero efectivos. Intrínsecamente peloteros. “Capitán América”, “Sueños de mendigos” (sombría, brillante), “Esperando el milagro” (intensa, conmovedora) o “Si supiera”, impregnada por un dilema que, dado el presente, parece superado: “Llegar hasta la inmensidad / para sentirse vivo”. Ratones Paranoicos, algo antes y de día, se las arregló igual para transformar eso de “La noche se hace día” (“El vampiro”) en lo que en sustancia implica: colmillos afilados para un set que tampoco reparó en lados A: apenas “Cowboy”, “Banda de rock and roll”, “Sigue girando”, mechados con perlitas para los más ratoneros: “Sucio gas” o “El hada violada”. Secuencia, la paranoica, que completó la tríada stone de la noche junto a Pier e Hijos del Oeste, la nueva banda de Toti, ex frontman de Jóvenes Pordioseros.
The Cult. A ver: si algún rocker desencantado por la época se fue a vivir a Neptuno a principios de 1984, poco antes de que la banda editara Dreamtime, y le diera por visitar la Tierra recién el sábado pasado, lo que vería sería algo así como un estricto compendio basado en tres influencias clave: el esoterismo de Led Zeppelin, la densidad adrenalínica propia de The Doors y la potencia de Judas Priest o AC/DC. A menos que se tratara de un fundamentalista que, a lo sumo, analizara al grupo como el eslabón perdido entre Zeppelin y el hard-rock chatarra de los ochenta, el veredicto es cantado: The Cult fue, es y seguirá siendo, mientras Ian Astbury y Billy Duffy no acaben a las trompadas o que al mismo Ian no le dé por reflotar Riders on the storm (devenir de The Doors con él como Morrison), el grupo que mejor interpretó y supo renovar el legado inglés de la década del setenta. Los años no fueron suficientes para carcomer la intensidad y el compromiso con que The Cult arrastra la herencia.
La voz de Astbury, intacta; la guitarra de Duffy –aunque a veces se exceda en pasajes superfluos– luce como la más parecida del mundo a la de su deidad: Jimmy Page; el temple del ex White Zombie, John Tempesta, en la batería conforma una base literalmente impresionante junto al bajo de Chris Wyse; y Mike Dimkitch, el otro guitarrista, es ya una pieza irreemplazable. Suma: tras un período aciago, que muchos entendieron como una separación definitiva, la banda que debe el nombre a una tribu indígena del Mississippi atraviesa un momento próspero. Tal vez, el más parecido a las épocas de Electric. Tome el tema que se tome –“Nirvana”, “Horse nation”, “Love removal machine”, “Witch”, “Lil’devil”, “Fire woman” o “Rain”– el veredicto no cambia: The Cult marcha por la senda correcta y ahí estuvieron casi 20 mil rockeros a conciencia para comprobarlo. Millón en aplausos y cero en fastidio.
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