Sáb 18.10.2008
espectaculos

MUSICA › NOTABLE EJERCICIO DE GUILLERMO KLEIN EN EL TEATRO IFT

Dialogar con la música del Cuchi

Dentro del ciclo Comisiones del Festival de Jazz, el pianista –solo y con banda– se animó a la desafiante tarea de abordar y “releer” la obra del salteño. El resultado fue tan arriesgado como encantador, signado por el respeto y el afecto.

› Por Santiago Giordano

En el anochecer de un tan agitado como placentero jueves de festival (que por la tarde tuvo a Randy Weston en un formidable solopiano, y a la hora del vermouth al saxo tenor Billy Harper intercambiando con una base rítmica argentina, con Ernesto Jodos, Jerónimo Carmona y Pepi Taveira), el Buenos Aires Jazz ‘08 inauguró el rubro “Comisiones” en el teatro IFT. Se trata de un espacio pensado para el estreno de obras encargadas especialmente para esta edición del festival, una serie de emprendimientos que en otro contexto sería difícil producir; tal vez uno de los caminos conceptualmente más significativos y estéticamente más aventurados para un encuentro que se anima a ser más que una reseña de grandes valores.

El primero de los tres encargos –el segundo tuvo lugar anoche con Mariano Otero y sus arreglos de la música de Walter Malose-tti, y el tercero será hoy con un ballet de Enrique Norris y Pepi Taveira– puso al reconocido talento de Guillermo Klein frente a la música de Gustavo “Cuchi” Leguizamón. A pesar de sus innumerables versiones aquí y allá, muy buenas y de las otras, la esencia de la obra de Leguizamón permanece inmóvil en sólo tres discos y algunas grabaciones esparcidas, registros que encierran la complejidad casi fáustica del artista cuando toca, canta o habla en primera persona.

Releer al Cuchi, desde cualquier lugar, es sin dudas un desafío colosal para cualquier músico. ¿Y cuál podría ser la manera de acercarse a una obra breve e inmensa, coherente y variada, leve y potente; una producción que con igual desparpajo logra ser moderna y ancestral, clásica y popular, con tanto de personal cuanto de anónimo; una música tan familiar como poco difundida, tan profana como sagrada? Posiblemente la pregunta todavía ronde el piano de Klein, que sin embargo arriesgó algunas lúcidas respuestas durante una hora y media.

La sala del IFT estaba llena –como en general estuvieron las salas que albergaron al festival– cuando Klein comenzó con “Zamba del silbador”. Un homenaje con piano solo, en una versión despojada y con un personal contrato con el tiempo, como sabía hacer el mismo Leguizamón. “Quise tocarla a la manera de Cuchi, pero es imposible”, dijo el pianista apenas el aplauso se lo permitió, dejando en claro que lo que vendría sería, antes que nada, producto del respeto y el afecto hacia el inigualable salteño. Enseguida, con una impetuosa visión de “Coplas del regreso”, la banda se presentó a pleno, con Daniel Pipi Piazzolla (batería), Richard Nant (trompeta, percusión), Juan Cruz de Urquiza (trompeta), Matías Méndez (bajo), Gustavo Musso (saxo tenor) y Esteban Sehinkman (piano Rhodes).

Más jugado sobre la escritura y el respeto por la forma que abierto a la improvisación, con hallazgos y extravíos Klein hizo de cada mirada sobre los temas de Leguizamón una obra propia. Si por un lado esa multiplicidad que cada tres o cuatro minutos traía novedades atentó contra la unidad que suele tranquilizar en nombre del estilo, por el otro resultó ser una muestra inmejorable de la abundancia de recursos que Klein es capaz de manipular. El continuo juego rítmico y ciertos desarrollos de motivo que se igualan a la naturalidad del tema en algunos pasajes de “Serenata del 900”, “De solo estar” o “Me voy quedando”; la trompeta con sordina que enuncia la melodía de “Zamba para la viuda”; las palabras con las que Leguizamón introduce la “Chacarera del zorro” cantadas por el mismo Klein según la entonación de la voz hablada del Cuchi; las delicadas variaciones del saxo de Musso en la segunda de “Zamba del carnaval” –una transcripción de aquella colosal versión de Chango Farías Gómez–; los sugestivos contrastes de texturas en “Chacarera de la muerte”. Esos podrían ser algunos de los momentos más atractivos de una noche que posiblemente haya tenido lo más logrado en “Maturana”: después de la enunciación del piano, el tema se detiene en un coral con trompetas, saxo y clarinete bajo –para lo que se había sumado Martín Pantyrer–, casi suspendiendo el aire de la zamba y expandiendo una armonía color Leguizamón, pero que se despegaba del original, lo trascendía sin dejar de mirarlo. Excelente.

Al final, después de “Carnavalito del duende” –sostenido por un riff cercano al de “Pensar en nada” de León Gieco–, ante el aplauso insistente llegó la “Zamba del laurel”, que Klein se animó a cantar con voz diminuta, más templada en el smog de las ciudades que en el vapor de los boliches. Pero la voz no importaba, la cosa pasaba por otro lado. Con la música del Cuchi suele suceder eso: aun sabiendo que pertenece a lo inasible –quedó demostrado–, dialogar con ella, desde cualquier lugar, es un enorme placer.

Y puede ser, como el trabajo de Klein, un alto ejercicio artístico.

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