Mar 13.01.2009
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MUSICA › OPINION

El rock es así

› Por Fernando D´addario

El rock ya dio tantas vueltas y asimiló tantas agachadas que dejó al Bocha Sokol en un lugar de extrañeza, como si perteneciera a otra raza. De hecho, lo confinó a un status de “culto”, que suele ser el certificado más tajante de la no pertenencia al “sistema” (esa red artístico-empresarial que concilia voracidad comercial con rebeldía prolijamente disciplinada). Sokol estaba tan afuera de todo que los periodistas –casi siempre cínicos en la relación con los mandatos culturales que rigen el negocio de la música– lo queríamos. Y lo queríamos precisamente porque no nos daba bola. Y no nos daba bola –o a veces sí, cuando se le daba la gana– sin que mediaran estrategias de marketing, de esas que el Indio Solari, un estilista en el usufructo del ocultamiento, patentó para que luego músicos mediocres quisieran jugar al misterio sumándose a la apología del “bajo perfil”. Sokol parecía estar más allá de cualquier campaña promocional que pudiera mejorar o empeorar su situación relativa dentro de la escena. No era un profesional. No pertenecía.

Un amigo de siempre, el Cabezón Morales, que trabajó muy cerca del Bocha en los últimos años, lo definió así: “En este ambiente tan mezquino del rock, él fue el tipo más generoso, frontal y honesto que conocí”. Y me consta que el Cabezón conoció a mucha gente. Es que Sokol tenía código de barrio. Esta categorización, sin embargo, no debería ser extendida al ámbito musical. Sokol nunca hizo “rock barrial”, aunque Las Pelotas haya sido ubicada, arbitrariamente, en los suburbios de esa etiqueta. Aquella clasificación, que describiría con alguna lógica los intereses comunes del público rockero-barrial, simplifica peligrosamente la diversidad musical que alimentaba su condición de frontman. Había escuchado más a David Bowie que a Mick Ja-gger. Sus letras no remitían ni al costumbrismo de Los Piojos ni al cripticismo telúrico de Divididos. Tampoco se había dejado tentar por la militancia futbolera. Era un tipo que ponía el cuerpo –muchas veces dejaba jirones de su precario equilibrio físico– arriba del escenario sin complacencia ni demagogia. A veces se perdía y cantaba mal, muy mal. Pero cada vez que se apoderaba del escenario –todavía no entiendo cómo Las Pelotas pudo seguir tocando sin él, pero tampoco entendía antes cómo podían seguir tocando con él– transmitía una angustia furiosa que rápidamente se reproducía en el público. Era su catarsis. Sokol se murió ayer. No hubo muchas luces iluminando sus últimos días. En 2020, seguramente, miles de remeras dirán: “Sokol not dead”. El rock es así.

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