Vie 17.04.2009
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MUSICA › EL VETERANO GRUPO B-52’S ACTUO EN EL LUNA PARK ANTE CINCO MIL PERSONAS

Una fiesta que sigue sin acabarse

Tres décadas después de sus comienzos, su música todavía explota con la combustión de new wave, garage, surf y aura de misterio y diversión. A poco de comenzado el show, las sillas ya eran una molestia para un público que sólo quería bailar.

› Por Roque Casciero

Hay una canción de Funplex, el álbum de 2008 que marcó el regreso de The B-52’s a las bateas después de dieciséis años, que resume en su título la intención del cuarteto: “Keep this party going”. Sí, que no se acabe la fiesta es responsabilidad de Fred Schneider, Keith Strickland, Kate Pierson y Cindy Wilson, los auténticos decadentes de Athens, Georgia. Tres décadas después de sus comienzos, su música todavía explota con la combustión de new wave, garage, surf y aura de misterio y diversión; las voces de las damas armonizan como si el tiempo no hubiera pasado para sus gargantas (“miel y limón”, las llama Strickland, y tiene razón); y siempre hay algún detalle simpático para colorear las canciones, como la flautita que Schneider toca en “Party Out Of Bounds”. Si a eso se le suma la arenga constante del cantante entre tema y tema, incluso en un español bastante decente, más los bailecitos de Pierson y Wilson, realmente hay que ser un amargo irremediable para no mover la patita mientras suena The B-52’s. Y si encima se los tiene bien cerca, como en el Luna Park el miércoles pasado, entonces la fiesta está condenada al éxito.

Funplex cortó el silencio discográfico de la banda y, evidentemente, le dio nuevos bríos para salir a comerse los escenarios. Por eso no resultó extraño que comenzaran el show con la misma canción que abre ese álbum, “Pump”, y que de inmediato las hileras de butacas se convirtieran en objetos en desuso, apenas una molestia para las cinco mil personas que querían bailar sin parar. El segundo tema fue un clásico, “Mesopotamia”, y enseguida quedó clara la dinámica que tendría la noche: el pasado ilustre mezclado con la novedad (en total sonaron siete canciones de Funplex), sin que se notaran altibajos demasiado pronunciados. Esa es otra virtud del álbum reciente: recupera el espíritu de los B-52’s de siempre sin conjugar tiempo pasado. Puede haber cierta nostalgia (“Hot corner”, sobre una esquina de Athens), pero el humor todavía es el antídoto contra el viejazo (como en la canción que le da título al disco, que según Schneider es sobre “un lugar muy importante para todos: el mall”).

Los años sólo acentuaron la estética camp del cuarteto. Schneider tiene menos pelo pero las mismas mañas: su remera roja mostraba a un caballo convertido en unicornio por el simple acto de aplastarle un cucurucho en la frente, sus pantalones de gruesas rayas azules y blancas se sostenían con un cinturón cuya enorme hebilla decía “Fred” y en sus zapatillas doradas se reflejaban todas las luces del Luna Park. Strickland, más concentrado en la guitarra, tenía un saco a rayas que lo hacía parecer un mafioso de antaño con un bronceado a lo División Miami. Pierson y Wilson, siempre las más llamativas, le aflojaron un poco al spray y sus peinados al estilo de los ’50 (los mismos que ahora recupera Amy Winehouse) ya no amenazan con trabarse en toda puerta convencional. La pelirroja salió vestida con minifalda, un corsé ajustadísimo y unas mangas con volados; el detalle era su anillo con lucecitas de colores, bien de Todo x 2 pesos. La rubia se puso un vestido negro que despedía brillos, signo evidente de que le importan un belín los kilos de más que porta. Eran como dos tías en un casamiento: Pierson encarnaba a la madurita todavía sexy a la que algún invitado pasado de copas le tira los galgos toda la noche; Wilson, pura actitud y encanto arrollador, bailaba descalza como si no hubiera un mañana.

Hubo hits, desde ya, como “Private Idaho” o “Rock Lobster”, que marcó el cierre del show. Y la ovación más grande se la llevó Pierson. Las armonías vocales que construye con Wilson nunca dejan ver fisuras. Schneider, en cambio, más que cantar parece dar un discurso, siempre enfático y arengador. Strickland es el encargado de aportar melodía rítmica con su guitarra; nada extraño si se recuerda que originalmente era el baterista, pero cambió de instrumento tras la muerte de Ricky Wilson, en 1985. Con la dinámica intacta entre ellos cuatro, que van al frente, más un sólido aporte de los músicos que los acompañan, la hora y media del show en el Luna se pasó demasiado rápido. Es que a nadie le gusta que se acabe la fiesta.

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