MUSICA › A VEINTE AñOS DEL FALLECIMIENTO DE HUGO DEL CARRIL
Intuitivo y sensible, fue actor y cantor, cineasta y militante. Voz oficial de la Marcha Peronista y director de un emblema del cine social como Las aguas bajan turbias, sufrió cárcel y persecuciones después del golpe militar del ’55.
› Por Cristian Vitale
Varias veces le había tocado morir a Hugo del Carril. La primera fue por 1948. Tenía 36 años y ya le habían pasado algunas cosas. Por caso, que lo echaran del Nacional Mariano Moreno por sus rateadas sistemáticas para inventarse actor o cantor en los bares bohemios. Fue el tiempo de Pierrot –así le decían– y su trabajo en Los Hermanos Leguizamón. El tiempo de obrero fabril y de sus primeras changas como estribillista y locutor radial. Y de sus tempranas incursiones por el circuito de radios: Nacional, Del Pueblo, El Mundo, plataformas de lanzamiento hacia las dos pasiones que, soldadas a fuego, lo acompañarían durante el resto de su vida: tango y cine. Cantó y actuó en La vuelta de Rocha y Tres anclados en París; en Madreselva y La vida es un tango (La vida de Carlos Gardel). Y amó a una mujer: Ana María Lynch, cuando estalló su primera muerte imaginaria: durante un viaje a México, circuló fuerte el rumor de que ambos se habían estrellado con destino de cajón en un accidente de tránsito, y él mismo tuvo que salir a desmentirlo. Perón y Evita podían quedarse tranquilos.
A Perón lo conoció cuando era ministro de Guerra en 1943 y a Evita cuando la besó en La Cabalgata del Circo, una película de suerte fugaz estrenada en 1945. “Con ella hablábamos de muchas cosas, pero especialmente de las necesidades de la gente humilde. Ella se sentía predispuesta a esa gente por su origen que jamás negó”, solía decir. La otra muerte –potencial– fue después del período más álgido de su vida. En 1957, con 45 años, los cuatro atados de cigarrillos que fumaba por día le pasaron factura y una severa indisposición cardíaca casi lo mata. Los cigarrillos y un plus de tristeza. La dictadura que tomó el poder en 1955 no le había perdonado dos hechos clave: que hubiera sido la voz oficial de la Marcha Peronista, nacida de las entrañas de la hinchada de Barracas Central, y que haya dirigido una de las películas más conmovedoras, penetrantes y profundas del cine social argentino por la que, incluso –y paradójicamente– se había enfrentado con Raúl Apold, secretario de Difusión y Prensa del primer peronismo. Las aguas bajan turbias, gran éxito popular además, era cosa del perseguido militante comunista –antiestalinista– Alfredo Varela que, por intermedio de Del Carril, recuperó la libertad. Estaba preso. “‘¿Por qué está preso?’, me preguntó Perón y le contesté: ‘Por orinar frente a la embajada soviética’. El se rió y me dijo: ‘Bueno, al final somos todos un poco comunistas, si lo que buscamos es la justicia social’. Varela fue liberado inmediatamente”, contó una vez el artista.
La vida le sonrió a Del Carril hasta que el golpe de 1955 le cerró más de cincuenta salas donde se proyectaban La Quintrala y La Tierra del Fuego, dos de sus películas también salientes. Lo esperaban la lista negra y la cárcel: 41 días primero, perseguido por la tristemente célebre Comisión Investigadora de Cine, y algunos más después, en la penitenciaría de Coronel Díaz y Las Heras. La tercera muerte fue a fines de 1962. Alguito –-apenas– aliviada la avanzada antiperonista, el director volvió a trabajar en cine. En Amorina primero y en Esta tierra es mía, después, cuando casi se autodestruye en un accidente automovilístico camino a Tandil. Otra vez zafó y renació en hijos: primero fue Marcela, después Hugo y más tarde Amorina y Eva. Cuatro hijos y un final: Yo maté a Facundo fue su última obra como director. Era 1975. Al año, la otra dictadura lo confinó al olvido y se le escuchó decir: “No puedo estar entre oligarcas”, tal vez añorando aquella frase de la Marcha que al final no fue: “Los oligarcas / y el capital extranjero / están tramando de nuevo / la contrarrevolución”.
Fue actor y cantor. Cineasta y militante. Intuitivo y sensible. Terco y seductor (se casó tres veces). Integro y obsesivo. Fue Betinotti –El último payador– y fue Gardel. Tenía su sonrisa y su carisma, aunque jamás su voz. Fue rico y pobre. Fue Ciudadano Ilustre e inmensamente popular. Fue perseguido. Piero Bruno Hugo Fontana –tal su nombre real– nacido en el barrio de Flores el 30 de noviembre de 1912 y abandonado por sus padres cuando tenía dos años, se murió –o lo mataron– varias veces. Pero hubo una, la más real, que jamás pudo superar y no fue exactamente la suya: en 1988, dos años después de la muerte de Violeta Curtois –tal vez su gran amor– cayó en terapia intensiva en un hospital de Mar del Plata. Infarto de miocardio. Y, luego de una leve mejoría, se murió en serio. Fue el 13 de agosto de 1989, hace justo veinte años. Eran las 19.40. Las aguas, esa vez, subieron turbias.
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