MUSICA › RECITAL DE AIMEE MANN EN EL TEATRO GRAN REX
La cantautora estadounidense sedujo al público con su voz calma y un compromiso puesto en el despojamiento instrumental casi total. Apenas teclados, percusión y guitarra rítmica bastaron para componer un show intimista, bien lejos de cualquier sobresalto.
› Por Matías Córdoba
Fue como estar ante un paisaje desolador. Primero, porque el teatro Gran Rex no estaba lleno (ocupado casi en un 70 por ciento), y, segundo, porque los rasgueos de la guitarra de Aimee Mann, esa rubia resplandeciente, hacían recordar a esos personajes abandonados y miserables de la propia novela norteamericana de la segunda posguerra. Ella fue una de las que trató de llevar la literatura a la música (The forgotten arm, disco de 2005). Lo cierto es que, en las entrevistas previas al primer concierto suyo en la Argentina, todo remitía a una posible contradicción. ¿No es eso, para los músicos, el motor de su existencia? “Siempre me han fascinado las personalidades excéntricas”, había dicho para Páginal12 la cantante nacida en Richmond, Virginia. Pero también su música no quiere caer en el cliché de la canción sureña y tradicional propia de su país, aquella que retrata a los peregrinos de las rutas, las prostitutas de bar, los héroes desposeídos y la ruina de unos pocos. Si bien esos outsiders son pintados como nunca en sus canciones (¿cuántos pudieron reflejar fielmente esa miseria? Bob Dylan, Johnny Cash, Tom Waits, no más), su idea de la música, en algunos pasajes, pretende ir para otros lugares.
Aimee Mann fue la primera, tal vez, que les hizo un corte de mangas a las discográficas (cuando se fue de Geffen Records a la independencia, y algunos la llamaron la “más indie que el indie”). Se puso al hombro su carrera y salió a vender sus discos a través de Internet. Básicamente, lo que pedía el avance del tiempo. “Me tranquilizaba pensar que siempre iba a haber una manera de ganarse la vida haciendo música... ¡pero parece que tal vez ya no la haya! (...) y eso cada vez más hace que sea imposible hacer música, venderla y poder vivir de eso”, se entristecía, en la misma entrevista. Algunos la recuerdan porque se casó con Michael Penn, el hermano de Sean. Otros, por haber puesto sus canciones para la película Magnolia, de Paul Thomas Anderson. Algunos, por sus bellas composiciones.
Previo al recital de la norteamericana y bajo las luces mortecinas, Hilda Lizarazu brindó un show de diez canciones. Fueron de la partida algunos de sus clásicos (“Niebla”, “La calma”, “Sola en los bares”) y una versión de “Buscando un símbolo de paz”, de Charly García.
“Estoy muy nerviosa, perdonen”, dijo Mann, sobre el escenario, como saludando. “Hace poco que llegué acá y es la primera vez que toco en Argentina, pero estamos muy contentos de hacerlo”, y así inició un show que, después de “The moth”, “Nightmare girl” y “Momentum” (aquella que fue el soundtrack de Magnolia), dio paso a una tranquilidad mucho mayor. Se notaron en un comienzo los cuelgues, el nerviosismo, pero no la impericia. Porque si hay algo para reconocerle a este trío (admirable lo de Jamie Edwards) es la perfecta ejecución de los instrumentos. Eso se notó más claramente en “Amateur” y “This is how it goes”, donde Mann se colgó el bajo y dejó la guitarra electroacústica por un rato. Se oyeron los silencios, un traspié (menor), una voz como si fuera plegaria, el colchón de sonido que generaba a cada rato Edwards, un tecladista, por momentos, excepcional. Fue eso lo que salvaguardó constantemente la figura de Mann sobre el escenario, para no dejarla sola ni un segundo de show, en esa intemperie que es un teatro a oscuras, frente a miles de personas que ven y escuchan. Es allí, en ese sonido que remite parcialmente a unos ’80 casi oxidados musicalmente, donde reposa la voz de la cantante estadounidense.
Y ahí están la introducción, el nudo y el desenlace del concierto: en la voz de la calma. Y en esa luz púrpura que se clava en la frente de cada uno de los espectadores. El sonido va y viene, en arpegios, rasgueos continuos y en la sobria conjunción de teclados, percusión y guitarra rítmica. “You could make a killing” fue un intento rockero, que intentó abandonar el formato canción, como “Wise up” (el más aplaudido de la noche) y “Voices carry”, un clásico de Til Tuesday, ex agrupación de Mann. La puesta en escena fue minimalista y el público se animó a festejar poco, salvo unas palmas de acompañamiento en “Freeway”.
Fue como estar ante un paisaje desolador porque “Little Bombs” y “Little Tornado” (que no estaba en la lista) pintaron realmente el estado del mundo. No sorprendió, durante la hora y media exacta de música, que Aimee Mann no explorara sus primeros discos solistas. “En esta oportunidad vamos a tocar canciones que no estamos acostumbrados a hacer”, se excusó al inicio del recital, en un perfecto inglés. Algunos de los presentes, al finalizar el show, todavía se preguntaban por eso, sentados en sus butacas, después de que el reloj marcara las doce en punto. “¿Saldrá para hacer alguna de Whatever?”. Y no salió más. Es que Whatever, un disco extraordinario que le permitió “coquetear en las ligas mayores” del rock, fue un álbum que remitía a un sonido más beatle, similar a Bachelor No. 2 or the Last Remains of the Dodo, su tercera producción solista. Y aquí, para la presentación en la Argentina y Chile, su compromiso estuvo puesto en la desnudez, el despojamiento casi total de instrumentos (batería, guitarras eléctricas). Este recital, en el marco del Personal Jazz Night (en el cual ya se habían presentado Rickie Lee Jones y Cat Power), fue, quizás, el más personal y menos eléctrico. Si bien lo que se escuchó no fue precisamente jazz, la songwriter norteamericana dio un show agradable, sin puntos flojos, que quedará en el recuerdo de los nostálgicos que fueron al Gran Rex (eran mayoría).
Fue como estar ante un paisaje desolador, de montañas a lo lejos, y con una banda de sonido a tono. Casi perfecta. Casi porque la banda se dio cuenta de que hoy reproducir la música tradicional norteamericana es un despropósito. Un homenaje tardío. Entonces, ahí es donde aparecen los sintetizadores, los efectos. Las canciones no pedían demasiado brillo, lujo desmedido: sólo el retrato fiel de una época. No quedó lugar para más. Sólo para un parco saludo, y un gesto con la mano bien alto.
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