MUSICA › RECITAL DE TRICKY EN EL TEATRO
El músico inglés mostró su cóctel sonoro entre el rock y la electrónica, con viajes al post-punk, el trip-hop y el trance.
› Por Luis Paz
No existe posibilidad de tibieza frente a la música de Tricky: o abrasa al que la escucha con calores espiralados o aparece un virtual controlador de seguridad y permanencia (bueno, “patovica”) que cruza una cinta en la entrada al mambo y dice: “Vos sí, vos no”. Es cierto que aunque el inglés (Bristol, 1968) no intenta incluir a nadie en su performance y carece de toda demagogia, logró hipnotizar al grueso de los asistentes a su show del viernes en El Teatro. Y no buscó excluir, claro. Esos fueron episodios aislados, deudores del desconocimiento de ciertos códigos. O personas que perdieron el celular de su dealer.
Esencialmente, lo que el músico nacido como Adrian Thaws hizo en la más de hora y media que se paseó por el tablado y la pista de baile del boliche de Colegiales fue un promedio entre lo lúdico y lo catártico, como si alguien intentara llenar un tutti-frutti con su diario íntimo. Arrancó con un mash-up de Phil Collins (“In the Air Tonight”) más Eurythmics (“Sweet Dreams”) y se fortaleció en cada uno de sus textos fundamentales (“Black Steel”, “School Gates”, “Past Mistake”), más allá de dejarlos irreconocibles. Su trance también explicitó las frustraciones, su enojo y el castigo por no querer entrar al puente sobre la base rítmica. Pero al instante –¿en el estribillo?– festejó cantando desde el epicentro del público, entre medio de un conglomerado de desacatados de todos los orígenes. Fue tragicómico y enarboló esa ambigüedad fácilmente rastreable entre esa composición con “óptica femenina” que explicó en la entrevista publicada por el Suplemento NO el jueves pasado y sus violentos arranques de stripper anglojamaiquino dibujado con tintas multicolores. Fue de acá para allá. Y qué difícil seguirle el ritmo.
No sólo cuando apareció ahí, en un escenario porteño por primera vez en más de dos décadas de carrera desde sus comienzos con el colectivo The Wild Bunch, que luego se regeneró en Massive Attack. También lo fue siempre en su trabajo discográfico. En el compartido con los Red Hot Chili Peppers, Neneh Cherry, Alanis Morissette, Tool, PJ Harvey, Björk, Goldfrapp, Damon Albarn y Yoko Ono; pero básicamente en el propio: de la novedad de la electrónica rock y trippy (“viajera”) de Maxinquaye (1995), Nearly God y Pre-Millenium Tension (1996), al agotamiento de su relación con el sello Island (Angels with Dirty Faces de 1998 y Juxtapose de 1999); o al rupturismo de Blowback (heredero de su internación psiquiátrica) y Vulnerable (2003), recalando en el lapsus de Back to Mine (2003).
Tardó en llegar, pero vale que lo haya hecho con un certificado renacimiento como esteta de los sonidos del tercer tercio del siglo XX –rock, post-punk, trip-hop, hip-hop y trance–, lo que quedó claro con la salida de su esperado, reciente y deforme Knowle West Boy, de 2008, el disco que lo acercó a la distribución a granel vía EMI y a Buenos Aires en el marco del South American Tour, que también lo paseó esta semana por La Trastienda montevideana, la Casa Babylon cordobesa y el Teatro Caupolican de la capital chilena, donde tocó anteanoche.
Aquí Tricky bailó, cantó y remarcó sus abdominales con la lujuria rabiosa de una porno en fast-forward, a menudo desde la penumbra del escenario, a veces cobijado por una iluminación siempre expresiva pero monocromática, o incluso bajo los reflectores cenitales de la pista, a los que se entregó para “6 Minutes”, al convertirse en Vicious entre el pogo sin perder la pose macha de bad boy de suburbio, ni la crónica carraspera que se hizo susurro o alarido a cada paso que dio.
Pero “el” momento de la noche –siempre tratándose de aquellos a los que sí dejaron entrar al VIP del mambo anaeróbico– ocurrió durante “Ace of Spades” (sí, sí, la de Mötorhead), originada en el asalto al escenario por parte de medio centenar de enfiestados sin ton ni son: barbudos, porrudos y rapados; rubias sajonas, morochas itálicas y morenas tropicales. Es que musicalmente lo de Tricky es inabarcable. Se pueden intentar mil combinaciones: trip-hop pendular, dancehall a máxima velocidad, rock alternativo de 2015, hip-hop en un cóctel de anfetaminas y antidepresivos. Pero no. Es prácticamente imposible.
Lo que puede haber es un fuerte hilo conductor propio de la senda de la banda-rockera-que-toca-música-electrónica: esos acoples de bajo convertidos en base de Pete Clements, que cuando Tricky da la señal, siempre con la crudeza que tenía su personaje en El quinto elemento –donde fue mano derecha de Gary Oldman–, se pierden entre las machacantes baterías con las que John Maiden enlaza los patterns de Stephen Morris (Joy Division) con la velocidad multifunción de Matt Helders (Arctic Monkeys). En buena parte del show, Tricky es el que ondula la bandera frente a esta locomotora nunca descarriada, el que marca qué carril tomar frente a cada cruce de géneros. Toma las voces de a ratos y se hunde en sus fantasmas sónicos el resto. Cada tanto se da el gusto de ocupar los teclados, sin pedir permiso a Gareth Bowen, para volver a inventarse un refugio autodidacta en la intimidad de una esquinita del escenario.
Francesca Belmont apenas aparece para suplir las voces de Martina Topley–Bird en los temas del comienzo de Tricky, como “Overcome” o en “Verónika”, con más gusto. Y luego baila de espaldas al público y con el pecho a la espera del golpe que amplifica el bajo. Y Tristan Cassel-Delavois se mete ahí, como puede y comúnmente muy bien, sobre la marcha, para riffear, apagar las cuerdas a contrabombo o arreglar con psicodelia. La suma de las partes es visceral, en definitiva, pero excesiva para los muy pocos (dos, tres) desvanecidos en los sillones.
Tal vez la culpa haya sido de “Council Estate”, luchada con ojos disléxicos, la garganta entreabierta y el estandarte angustioso de su crítica a las superstars. Una crítica que no dice “pibe, ¿quién te creés que sos?” sino “nene, ¿sabés cuánto te falta?”.
Lo que pasa es que con este Tricky Tricky siempre hay Bang Bang.
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