Mar 17.01.2006
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MUSICA › MAÑANA SE CUMPLEN 20 AÑOS DE LA MUERTE DE EDMUNDO RIVERO

El recuerdo para un milonguero de ley

Guitarrista y cantor, su repertorio no se limitó al tango, sino que pasó a la historia como un auténtico intérprete criollo. Los jóvenes tangueros toman hoy su estilo como una referencia ineludible.

› Por Karina Micheletto

Su recuerdo quedó ligado en la memoria colectiva a un apodo conciso y contundente, de esos que prenden enseguida: “El Feo”. Su nariz desproporcionada y su mentón prominente, adornados por aquel bigotito un poco gracioso, sus manos y pies gigantones, también como fuera de escala, abonaban el mote del tanguero. Claro que lo que inmortalizó a Edmundo Rivero no tuvo que ver con su fisonomía sino con su cantar grave, con aquel registro de bajo poco habitual entre los cantores de la época, con su entonación y su expresividad tan personales, y con su trabajo sobre un cancionero que no se limitó al tango, sino que abrevó además en la milonga antigua, el repertorio criollo y, sobre todo, el lunfardo. Mañana se cumplen veinte años de la muerte del “último cantor nacional”, como también se lo conoció. Su vigencia se materializa en una cantidad de jóvenes tangueros que recogen su repertorio, tomando su nombre y su estilo como puntos de partida para los tangos lunfardos de hoy.

Guitarrista y cantor, miembro de la Academia Nacional del Lunfardo, donde ocupaba la silla Carlos Gardel, compositor de obras como Falsía o Malón de ausencia y considerado por muchos como el mejor intérprete de Sur, Rivero formó parte de las orquestas de Horacio Salgán y Aníbal Troilo, y forjó una importante carrera solista. No fue un improvisado ni un intuitivo, sino un estudioso que se inició con la música clásica. A los 74 años, cuando murió, había recorrido un camino similar al que más tarde seguiría Roberto Goyeneche: terminó por volverse una leyenda instalada en los oídos de las nuevas generaciones, que se acercaron al tango a través de su voz.

El suyo fue un estilo alejado del modelo de cantor de tangos pintón o compadrito, aquel arquetipo que copó la época de oro del tango. Compartió, sí, cierta toma de postura conservadora a la hora de hablar de la realidad nacional con muchos de sus colegas del género. La primera orquesta que lo contrató fue la de José De Caro; luego pasó fugazmente por las de Julio De Caro y Humberto Canaro. En la orquesta de Julio De Caro duró poco, explicó, porque “el público paraba de bailar para prestarme oídos, y eso a De Caro no le gustó nada. En conclusión, me quedé sin trabajo”. Después de pasar por la orquesta de Canaro, abandonó la música por algunos años: “Nadie quería contratarme, y aun llegaron a decirme que con una voz tan gruesa debería estar enfermo de la garganta”, contó. “Hasta que en el cuarenta y pico, casi de casualidad, entoné un par de canciones en radio La Voz del Aire. También de casualidad me oyó Horacio Salgán y me contrató”.

Salgán lo “descubrió” en 1944 y lo incorporó a su orquesta, donde estuvo hasta 1947. De este período no quedan registros discográficos: al parecer, su producción no respondía a los cánones comerciales de la época. Pero lo que lo lanzó definitivamente a la fama fue su participación en la orquesta de Aníbal Troilo, quien lo convocó para reemplazar a Alberto Marino. En sus tres años en esa orquesta dejó más de veinte grabaciones, en especial una que quedó para siempre ligada a su voz: Sur, el tango de Troilo y Manzi que él estrenó.

“Con Pichuco nos acercó Carlos de la Púa”, recordaría el cantor. “El encuentro fue en un boliche. ¿Sabe que yo desenfundé la viola, canté algún tango, después se animó Troilo –que, aunque tenía voz ronca, era muy afinado– y nos olvidamos del asunto que nos había reunido? Fue recién a altas horas de la madrugada cuando el Gordo lo recordó. El 29 de abril de 1947 grabamos nuestro primer tango en colaboración: El milagro, de Pontier y Expósito.”

Un cantor que nació al Sur

Leonel Edmundo Rivero nació el 8 de junio de 1911 en la estación de trenes Puente Alsina, donde su padre era jefe ferroviario, en el borde de Pompeya. “Nací bajo el mismo cielo al que tantas veces he cantado con versos de Homero Manzi, el de ‘Pompeya y más allá la inundación’”, contaría él mismo. “¡Quién iba a decirme que 37 años más tarde iría a tocarme estrenar el tango que habla del paisaje que me vio nacer!” Su madre, ávida lectora, lo bautizó Edmundo por el personaje de El Conde de Montecristo. Pasó su infancia en el barrio de Saavedra, donde estudió guitarra y canto en el Conservatorio, pero cuando se le preguntaba por su formación, él aclaraba: “El canto es una manifestación emocional congénita. Mi formación se debe a mis padres, mis tíos y los payadores e improvisadores que escuché”.

Sus primeras influencias no pasaron precisamente por Gardel: “Lo escuchaba en aquellas viejas radios y me gustaba mucho, pero yo estaba en otra cosa. Todavía no cantaba tangos sino canciones sureñas: milongas, estilos, vidalitas y esas cosas. En cambio, sí aprendí mucho de la ópera, del lied. Ocurre que cuando uno conoce a Schubert o Beethoven o Rossini o Wagner, a los grandes músicos, puede volcar esos conocimientos en el tango”, explicaba.

Junto a Nelly Omar, Rivero fue uno de los últimos cultores del cancionero criollo, una de las influencias más importantes que reconocía. A partir de 1950 comenzó su carrera solista. Siguió siendo un bicho raro dentro del panorama del tango, tanto por su registro bajo, en un contexto dominado por los barítonos y tenores, como por trabajar un repertorio lunfardo en épocas en que florecía un tango algo abolerado y romanticón.

Durante su carrera compuso una cantidad de tangos reos y lunfardos, basándose “en los personajes que le acercaba la noche”, según contaba. “Como Aldo Saravia, el de la toalla mojada. Lo conocí ‘en un ambiente turbio de nocheros’, quinieleros, malandras, cafishios. Saravia solía contar sus aventuras como explotador de mujeres. Decía que las fajaba con una toalla mojada y que tenía diferentes técnicas, como las de agregar sal fina o gruesa al agua en que la sumergía, según los casos. Y refería todas estas cosas con una voz especial, de pesado, que sólo usaba de noche. En realidad, había cierta confabulación, entre quienes lo escuchábamos, para creerle todas esas fantasías”, narraba el origen de sus poemas lunfardos. También musicalizó a decenas de poetas lunfardos como Carlos de la Púa, Felipe Fernández “Yacaré”, Iván Diez o Luis Alposta.

En 1969 fundó el famoso boliche tanguero El Viejo Almacén, en una casona colonial ubicada en Balcarce e Independencia. El lugar se convirtió en una verdadera postal porteña, centro de reunión de figuras nacionales e internacionales: desde los reyes de España Juan Carlos y Sofía hasta Rafaela Carrá o Joan Manuel Serrat, todos los visitantes ilustres pasaban por El Viejo Almacén. Allí también era posible escuchar a Rivero acompañado por la Orquesta de Osvaldo Pugliese, en una noche cualquiera. Y allí también recalaba siempre el bandoneonista Ciriaco Ortiz, para quien la pinta de Rivero era una constante fuente de inspiración para sus bromas: solía decir que el dentista, en lugar de emplomarle las muelas a Rivero, se las asfaltaba. Que cuando iba a comprarse zapatos se probaba directamente las cajas. Que, de chico, jugaba a los trencitos con la estación de Retiro. Y siempre advertía: “Por favor... No te quedes cerca de Edmundo cuando esté por aplaudir...”

El cantor criollo aceptaba la pinta que le tocó en suerte con sabiduría tanguera: “No voy a decir que soy un tipo lindo”, admitió alguna vez (ver aparte). El 24 de diciembre de 1985, Edmundo Rivero sufrió una miocardiopatía que obligó a su internación en el Sanatorio Güemes. Allí falleció el 18 de enero de 1986. Su vozarrón y sus historias de malevos, cafiolos, shacadores y malandras mantienen vivo al último cantor nacional.

* Producción: Facundo García.

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