MUSICA › TOMáS LIPáN MOSTRó EN VIVO SU SéPTIMO DISCO, RETUMBOS
El cantor de Purmamarca manejó unos tiempos diferentes a los de la gran urbe en su concierto en el Cátulo Castillo. Allí seguirá presentándose todos los viernes y sábados de noviembre, cada noche con un invitado diferente.
› Por Cristian Vitale
Hay un poema de Tomás Lipán que enmarca lo que vendrá. Es simple y bello. Habla del antiguo tambor de su raza, de erkes milenarios, coplas ardientes, quenas, sikus y tarkas. Al cabo, de esas esencias ancestrales que corren por las venas de Lipán. Es devenir, pero también pasado. Presente. Tomás Ríos, aimara de Purmamarca, ex cantante del grupo de Jaime Torres, ensambla perfecto con una duración del tiempo que no es el alterado de la gran urbe. Su tiempo, el de su gente, marcha acorde con el de la naturaleza. La suya es una cosmovisión diferente. Es silencio y esperar que suceda, se sabe. Escueto, lo tituló Retumbos y estructuró, desde allí, un disco digno de ubicar a contramano del nervio urbano. Es, además, el séptimo trabajo de un compositor y multiinstrumentista más trotamundos que prolífico. Más amigo del vino y del vivo que del frío acontecer en los estudios de grabación. Autoasumido incluso: “Costó pero salió, me han tenido que insistir bastante para terminarlo”, dice en uno de los tantos momentos silenciosos del recital con el que lo presentó. La sala Carlos Carella del Centro Cultural Cátulo Castillo no estuvo llena, pero había gente que le puso cierto calor. Fue prolegómeno del acto de un ciclo que continuará durante todos los viernes y sábados de noviembre y que, cada noche, tendrá un invitado distinto: Flor Dávalos, el Coya Mercado, Balvina Ramos, Fortunato Ramos y Soledad Cruz, entre ellos.
El convidado de la noche del viernes fue José Ceña, un impecable y sutil guitarrista claramente ubicado en la senda de Atahualpa Yupanqui. Un militante, casi, cuyo tempo interno se asocia a la propuesta de Lipán. Ceña toca y canta “Guitarra, dímelo tú” y acentúa la frase clave: “Los hombres son dioses muertos de un templo ya derrumbao”. También la reposada “Canción para Doña Guillermina” y “La Raqueña”, la preferida del anfitrión. Ceña, como todos los invitados que pasaron y vendrán, opera también como nexo. Entre la presentación entera de Retumbos –que sigue la misma estructura cronológica del disco– y un grueso repaso por los clásicos. Una primera división que da lugar a una segunda, porque Lipán alterna, pendular, dos estados nítidos del alma. Los subdivide como parte de un todo. Uno que podría enmarcarse bajo el nombre que Yupanqui le puso a una de sus tantas zambas inéditas: “Humpa”. Lipán se pone humpa –triste, apenado, cabizbajo– cuando las canciones son catarsis. Porque no tiran para atrás, sólo muestran.
“El minero”, por caso, una tonada huayno de Jaime Medinacelli en la que bombos, chajchas, charangos y quenachos se complotan para ponerle un sonido acorde con las penas del trabajador del socavón (“Sombríos días de socavón / noches de tragedia / desesperanza y desilusión / se sienten en mi alma”). O al bailecito de Rigoberto Rojas (“Una lágrima”), que no es más que un tango visto con ojos del Norte (“Una lágrima he vertido / más amarga que el olvido”). “Hay tantos motivos para estar tristes, ¿no?”, manda Lipán y se da el pie a sí mismo. Sabio manejo. La taza negra apoyada sobre la mesa parece de té, pero tiene vino. Prácticamente un monotema. La relación es: una canción, tres besos. La taza baja y luego se llena. Lipán toma y entona. Baco le dibuja sonrisas, eclipsa el bajón: el temple cambia. Es la cara B de la baguala, es carnavalito y chacarera, es cueca. Hay una bellísima de Oscar Valles y Antonio Pantoja –“Cueca de los coyas”–, que habla de un puneño que monta el burro y se va para el poblado para meter bulla porque está enamorado. También una chacarera anónima, recopilada por Lipán, que habla sobre los principios del romance entre sus padres: la “Chacarera del Florencio”, que suple el nervio a la Carabajal por un latir más sereno.
Porque hay un dato no menor y es que Lipán recorre muchos géneros del folklore argentino sin perder jamás el tacto estético de su región. Los lleva a su terreno. Las zambas (“La molineña”, “La Jovita Pérez”) son zambas, siempre, pero el pulso es único. Las cuecas son cuecas, pero no como las encararían Orozco y Barrientos, por poner un ejemplo. Y el carnavalito comparsero, que él mismo compuso para los alegres del Molino –ahí nomás de Maimará–, sólo puede hacerse carne verdadera en quien haya estado, alguna vez, en los carnavales de la Quebrada. En Retumbos arriesgó también una versión de “El cóndor pasa”. No es la épica, instrumental, que hizo el Arco Iris post-Santaolalla –una de sus mejores visitas–, tampoco la que globalizó Paul Simon en Bridge over Troubled Water (1970), la fantástica de Eduardo Falú o la de los Niños Cantores de Viena. Esta legendaria zarzuela peruana, compuesta por Daniel Alomía Robles, sobre las luchas entre sajones e incas en el asentamiento minero de Yapac, asume, en manos de Lipán, un seco perfil de plegaria a las alturas. Una búsqueda del cóndor libertario más que una denuncia social, aunque no la excluya: “No hay conquistador capaz de doblar tu dolor”.
El péndulo se corre definitivamente hacia lo festivo cuando, superado el trance de presentar un disco nuevo –leyendo las letras para no olvidarse– y con Ceña consumado, Lipán se pasa a los clásicos. De lo apolíneo a lo dionisíaco a escala jujeña, claro. Un repaso de rémoras entre el disco debut (El canto de Purmamarca) y al predecesor de Retumbos (Cautivo de amor), más algunas perlas: “Me gusta Jujuy cuando llueve”, “La yaveña”, “Chacarera de las piedras”, “La huanchaqueña” y la típica selección de carnavalitos que termina con una enorme ronda humana abrazando la sala y con el anfitrión –poncho marrón, pelo negro largo, encendido por el tinto de la taza– contando un chiste de antología: “Me gusta el vino, pero cuando veo caer el agua clara, transparente y fresca de ese manantial cristalino... ¡me sigue gustando el vino!”.
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