Domingo, 6 de diciembre de 2009 | Hoy
MUSICA › LAS SENSACIONES DE UN PUBLICO DE TODA EDAD
Desde una muy joven emocionada porque su padre le cantaba esas canciones para dormirla, hasta otro que recordaba cuando las estrenaron en vivo, un público muy peculiar para el recital.
Por Cristian Vitale
“El genio sos vosss, Flaco.” El grito de Nancy, con las dos manos encerrando su boca pequeña, sintetizaba con sabiduría del corazón lo que estaba pasando por la vena vital de las casi 40 mil almas restantes. Era la enésima vez que Spinetta ungía con tal adjetivo a uno de los tantos músicos que le adobaron su noche, tal vez la más maravillosa del rock en estos tiempos. En todos los tiempos. Era para Marcelo Torres, el bajista que lo acompañó en la etapa Socios del Desierto, y era, por decantación, la premonición exacta de lo que los tres (él, más Torres, más Malosetti en batería) darían: “San Cristóforo”, “Bosnia”, “Nasty People”, un torbellino sonoro, una joya pulida y sin pulir. El hombre, cercano y feliz, había colgado su nutrido diccionario para englobar y convertir a todos los músicos en deidades... todos eran genios para el genio mayor. Y la reproducción de esa sensación se impregnó con velocidad de luz en todos los rincones de la cancha de Vélez. “¿Cómo puede ser que este flaco lindo los ponga a todos en su umbral...? Es demasiado generoso”, comentaba, con cierta sorna, un viejo rocker cuando, después de la contundente versión de “A dónde está la libertad” (Pappo), subía Cerati para entrelazar “Té para tres” con “Bajan”. “Cerati mata, che”, contraatacó otro, no tan rocker pero igual de spinetteano, pegado al lado. La escaramuza zanjó por inapropiada.
De ese eclecticismo, sólo posible de existir bajo la impronta de un músico que supo hacer de la alteridad (genuina) un eje natural de su devenir, estuvieron impregnadas las relaciones humanas, anónimas, de la noche. Magia y mística. Emociones cruzadas y aquellos que suelen mensurar el pasado –recontar sus vidas– a través de las canciones y los discos del Flaco. Un gordo entrecano y cincuentón no pudo contener el grito cuando Invisible puso en órbita “Jugo de lúcuma”. “Pensé que me iba a morir sin volverla a escuchar, loco. Es indescriptible. ¡Yo estaba cuando la tocaron por primera vez! –se sobresaltó–. Ese día no dormí en toda la noche por la adrenalina, y hoy seguro repito.” Sandra, dos butacas más allá, recién cambió lo triste de sus ojos cuando el anfitrión sumaba a Juan del Barrio (otro ex Jade) para retomar una de esas canciones inmortales: “Alma de diamante”. “Me la cantaba mi viejo para hacerme dormir, todas las noches. Me selló el alma. Mirá esa luna...” comentaba, señalando el inmenso satélite amarillento que, a esa altura –once de la noche– asomaba por detrás de la visitante de Vélez, abajo del tablero electrónico.
Flashes y palabras. Reminiscencias. Historias cortas. Alguna que otra lágrima. Uno que, al menos de la boca para afuera, había visto a Almendra en los carnavales del ’70 en este mismo lugar, pero adentro. “Fue la única vez que escuché ‘A estos hombres tristes’ en vivo, antes de hoy. Me parece estar viviendo un sueño”, le dijo a una mujer que, sumergida en el clímax, cantaba la letra entera en voz baja. Otro, parado, medio doblado pero ajeno al dolor, evocaba su debut en recitales con Pescado Rabioso mientras nadie podía sustraerse a la emoción extrema que significaba escuchar “Poseído del alba”. “Lo que hubiese sonado Pescado aquella vez con este sonido”, murmuró desde la platea, donde el sonido llegaba mejor que en la parte de atrás del campo. “Lo que está sonando ahora, boludo”, le aclaró su amigo, trayéndolo al presente de un golpazo. Una chica volaba a través de “Seguir viviendo sin tu amor”; un hippie viejo que clavó la mirada en la estrella más cercana cuando Pescado desempolvó una divina turbación (“Serpiente viaja por la sal”), 40 mil extasiados ante “Post Crucifixión” y una sensación final que conllevaba la misma verdad colectiva que el veredicto de Nancy.
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