Sábado, 27 de marzo de 2010 | Hoy
MUSICA › FERNANDO RUSCONI Y SU PASIóN POR EL óRGANO HAMMOND
Es el mayor referente del instrumento en la Argentina. Tiene cuatro en su casa. En su último disco, Lost in time, el pulso jazzero del músico se deja arrastrar hacia el rock y el funk. “No me gusta esa cosa snob del jazz, me gusta la sangre y eso lo da el rock”, señala.
Por Cristian Vitale
Fernando Rusconi, músico en esencia –esencial–, se proyecta desde un bar de esquina a su casa. “Está toda diseñada en función del Hammond”, resume y demarca cada sector: la sala de ensayo, el garaje, la rampa de salida e incluso el lugar, limpio de escollos, para que la F100 traslade al viejo órgano de madera donde sea. “La gente me ve caer con este aparato de 150 kilos en un bar para 40 personas y no entiende nada. Piensan que estoy totalmente loco”, se ríe. Se podría arrancar por los cuatro discos (Conclusiones, Equilibrio, Nada más que decir y el flamante Lost in time) que este hombre-tecla del jazz, sujeto a las venas del funk y el rock, lleva grabados hasta el momento; por sus “inferiores” en el Conservatorio Ginastera, de Morón; por los premios que ganó tierra adentro; por su paso por el Valentino OrganTrío, Dancing Mood o Guasones; o por la base que conforma hoy, junto a Ryan Anderson y Timothy Cid –guitarra y batería– en favor de la preexistencia de El Soldado, aquel plomo de los Redondos devenido en paradigma del folk –power– rock en Argentina. Pero, como sea, sería hablar de lo mismo: el monotema de Hammond y sus circunstancias. “Me enamoré de él cuando tenía 14 años”, sigue.
–¿Quién se lo presentó?
–Unos amigos más grandes que me pasaban discos de Emerson, Lake and Palmer y Purple. Yo quería sacar esos sonidos con el Hammond, los tenía en la cabeza pero no había manera, hasta que descubrí a Jimmy Smith –vía Chick Corea– y todo cambió: le pude entrar al jazz por el Hammond. Me comí mil Segundamano y un día salió uno publicado: salí corriendo a comprarlo. Cuando lo fui a ver, estaba tirado en un galpón y casi me muero. Estaba todo rayado, pero cuando lo vi dije “es igual al que toca Emerson, loco, el mismo que veo en los videos de Smith”. Lo cargué en la camioneta y lo restauré.
Rusconi ya tiene 38 años y el romance con el instrumento de su vida devino como un buen amor: maduro y macerado. Al punto de ser considerado por muchos –con todo lo que ello implica, o no– el principal referente del instrumento en Argentina. Para muestra sobra con el disco que acaba de editar y que presentará hoy en el Centro Cultural Malvinas de La Plata (19 y 51) en el marco de una muestra de luthiers. Junto a sus compañeros soldadescos (Cid y Anderson, también de Swank) ha plasmado un aguerrido y original trabajo sonoro que lo ubica no sólo en la senda de Jimmy Smith, sino también en la de Martin, Medeski & Wood o el mismo Barney Kessel: reminiscencias sesentistas, sonido ríspido, crudo, vintage, y un dominio de composiciones propias matizado por dos visitas: “Balue bibar balue are” (Thelonious Monk) y “Mercy, mercy, mercy” (Joe Zawinul). “Hay todo un recorrido entre el primer disco y éste. Aquél está centrado en standards de jazz, y éste es el resultado de una profunda investigación que hice sobre todo lo que puede lograr un Hammond: música a-go-go, soul y funky. Fue fundamental para mí escuchar a Lonnie Smith –otro referente del rubro–, porque me ayudó a salir de lo standard.”
–¿También del jazz?
–No del todo, pero ya en el segundo disco hay una búsqueda que tiende a lo funky, con recuerdos vintage y un sonido actual a la vez. En verdad, sigo sonando jazzero, pero tengo el aporte rockero de Ryan y Timothy... Con ellos encontré el mix entre el jazz y el poder del rock.
–¿Lo maleable colabora? Hay una imagen imborrable para la historia del rock: la de Jon Lord zamarreando el Hammond en pleno trip de furia purpleana.
–¿Viste cómo lo movía? Yo creo que el Hammond es como la guitarra del rock, porque distorsiona, satura. Tiene un combo inseparable con un amplificador como el que usaban Clapton y Vaughan... un aparato enorme que solo tira 40 watts. Entonces, es fácil ponerlo al palo y que sature, y es difícil tocarlo limpio en un bar. La saturación se logra naturalmente por exceso de volumen, algo que es muy difícil que logre un simulador, ¿no? El hammondista sabe porque tiene dos de ellos –electrónicos y digitales– para cuando la ocasión lo amerita, pero la cantidad de Hammonds en su haber los duplica. “Llegué a tener diez, pero me quedé con cuatro. En realidad, me empezaron a llegar aparatos rotos que la gente no sabía cómo arreglar, y yo se los llevaba al técnico para que los restaure a largo plazo. ¡Terminé con una pyme para maniáticos!”, se ríe el maniático principal, que le alquiló uno de ellos a Carlos Cutaia cuando la vuelta de Pescado Rabioso en el inolvidable Vélez. “Me dediqué a la compra-venta, e incluso empecé a traer algunos de Estados Unidos en desguace, claro, porque desde mediados de los setenta ya no se fabrican más.”
–Volviendo al Hammondorgantrío, ¿cuánto tiene que ver que el trío sea parte de la banda de El Soldado, en su retorno a las “fuentes rockeras”?
–Mucho. A través de él le volví a tomar el gusto al rock. Cuando vi cómo se copaba la gente con el género dije: “Qué lejos estamos con el jazz de todo esto”. No me gusta esa cosa snob del jazz, me gusta la sangre y eso lo da el rock. Al menos lo que hacemos nosotros con la banda... es como una banda jazzera con potencia de rock y lo vivenciamos en cada ensayo, en cada show. Las zapadas son tremendas, sanguíneas. Son como lo que yo quiero.
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