Domingo, 19 de febrero de 2006 | Hoy
MUSICA › TERCERA VISITA A LA ARGENTINA DE LA BANDA DE JAGGER Y RICHARDS
El martes y el jueves próximos renovarán en la cancha de River su romance con los fans argentinos. ¿Qué hay detrás de este grupo que lleva 44 años en la ruta?
Por Fernando D´addario
Una certeza y mil hipótesis acompañan la vida errante de Los Rolling Stones, que el martes y el jueves próximo saldarán cuentas con una nueva generación argentina de rollingas. La certeza invita, casi, a repetir una verdad de perogrullo: son la banda de rock más grande de todos los tiempos. Salvada la obviedad, se amontonan los interrogantes: ¿cómo lo hacen?, ¿por qué lo hacen?, ¿con quién pactó Mick Jagger para estar así? ¿A través de qué extraño sortilegio logran seducir a pibes que podrían ser sus nietos? ¿Cómo puede ser tan popular un tipo tan anodino como Charlie Watts? ¿De qué está hecha la nueva sangre de Keith Richards? ¿Cómo puede ser al mismo tiempo absurda y verosímil la idea de marginalidad rebelde que transmiten a millones de fans? No habrá respuestas en esta nota; tan sólo una conclusión provisoria, que no despeja la incertidumbre sino más bien la potencia: Los Rolling Stones, más allá de aquella definición canónica citada al comienzo, son el gran malentendido de la cultura pop. Un delicioso malentendido.
Habrá que esperar un par de días y sumergirse entonces en esa extraña cápsula de sugestión colectiva que será la cancha de River. Dejarse llevar por el enloquecedor estribillo de Brown Sugar, ese que alude a la heroína, en la voz del tipo más provocadoramente sano del planeta. Será cuestión de entregarse, hipnotizados, a la cadencia esotérica de Sympathy for the Devil, que da vuelta, por un rato, cualquier noción del bien y del mal. Nada podrá ser real allí, ni arriba ni abajo del escenario, pero habrá que ser muy cínico –más que Jagger, que sin embargo juega su papel con sensibilidad profesional– para romper internamente el hechizo. Una fiesta pagana tiene sus códigos.
El pibe stone se verá reflejado en el Jagger de sus sueños, el que nunca existió: flequillo y jardinerito, reventado en una esquina de Londres. O a lo mejor, como rollinga de ley, venerará religiosamente la impunidad millonaria del demiurgo rockero, del mismo modo que –salvando las distancias– los ricoteros criollos idolatran al inalcanzable Indio Solari. Curiosa paradoja: mientras las tribus rocanroleras celebran aquí la autenticidad como valor supremo, se arrojan a los pies del más desembozado ejercicio de simulación que haya dado la historia. ¡Pero qué lindo es que Jagger te mienta! ¿Hay algo más interesante para hacer que zambullirse otra vez en esa belicosidad ilusoria de Street Fighting Man? ¿Es necesario pedirle cuentas a Jagger porque (I Can’t Get No) Satisfaction no traduce con fidelidad lo que ha sido su vida en los últimos cuarenta años?
Cada tanto, el desfasaje temporal encuentra nuevos puntos de contacto. Se da cuando la realidad biológica y la leyenda del reviente rockero confluyen en una mueca: Charlie Watts debió sortear hace poco un cáncer y volvió mejor que nunca; Ron Wood, el más “joven” de la banda (58), sufrió recientemente una internación por sus excesos con el alcohol.
Vaya a saber qué extraña pulsión anima a estos ilustres abuelos de sesenta y pico a seguir en la ruta. Podrían quedarse en sus mansiones, disfrutando de una maquinaria aceitada que, a priori, no los necesita “en vivo”: desde Bridges to Babylon (1997) hasta el año pasado no sacaron ningún disco de estudio, pero las bateas se poblaron de CD en vivo, DVD, recopilaciones y reediciones de sus primeros trabajos. Sin embargo, van por más. Publicaron A Bigger Bang, su mejor trabajo en dos décadas, y la gira “On stage” va en camino de superar el record de recaudación del anterior tour: 300 millones de dólares.
Hay una energía, evidentemente, que se regenera cada vez que sus majestades vuelven a recorrer sus dominios. Algún demonio interior –¿el dinero, la gloria, el poder, la megalomanía, la simple rutina de ser un Rolling Stone?– saca a Jagger de su amable rutina de ejercicios aeróbicos, de sus partidos de cricket y de sus lecturas de historia y lo lleva a desparramar adrenalina por todo el mundo, desde Australia hasta Buenos Aires.
Sin esos arrebatos dionisíaco-empresariales, este mismo mundo sería mucho más aburrido.
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