Lunes, 12 de julio de 2010 | Hoy
MUSICA › EL SALAMANCA ROCK, EN LA BANDA, SANTIAGO DEL ESTERO
Divididos, Las Pelotas, Catupecu Machu, Los Cafres y Las Pastillas del Abuelo, entre otras bandas, animaron las dos noches santiagueñas. Fue en la cancha de Sarmiento y, para muchos, significó un antes y un después en el panorama artístico del NOA.
Por Cristian Vitale
Desde Santiago del Estero
“Vayan al patio de Froilán, ahí están ustedes.” No le hicieron falta muchas palabras a Ricardo Mollo para tirar la precisa. Para definir certeramente lo que estaba más allá del vallado, transpirado y conmocionado, a 20 metros de sus ojos. El Salamanca Rock, una especie de correlato en escala menor del Cosquín, o un intento similar de colar al género tras el peso de un nombre –con el Festival de la Salamanca instaladísimo en la vía central del folklore–, estaba llegado a su fin, tras dos noches agitadas y paradójicas. No más de 7 mil personas, ayer, a eso de las dos de la madrugada, estaban llegando al cenit. Tal vez al momento más inolvidable de sus vidas. Lugar: La Banda, ciudad pegada a Santiago del Estero capital, separada de ésta por el angosto río Dulce, y una historia que la enlaza sin discusiones con otra forma de transformar la vida en música: chacarera. Un aura que, en el polvo de la tierra seca que se levanta al paso y en los montes de más allá, dista de ubicar su impronta en el urbanismo rockero.
La Banda, con su ADN social y cultural, no es tierra de guitarras eléctricas, bajos contundentes o baterías doble bombo. No le da demasiados motivos al rock para desarrollarse. No es Buenos Aires, Córdoba o Rosario, donde el género juega de local, más bien un ápice, una expresión más que juega de punto ante la banca casi monopolizadora del folklore. “La gente, cuando se hace el festival de folklore, llega hasta el otro arco”, cuenta al detalle Amalia, una cruzada entre los géneros, que vino a ver de qué la iba un festival de rock en la cancha del Club Sarmiento, enclavado a dos cuadras de su casa, y a no más de diez del patio de la abuela, cuna de los Carabajal.
De ahí que Mollo haya acertado con su verba. Y también con la propuesta. Si el día que le tocó cerrar a Divididos fue mucho más concurrido que el anterior, no fue por causas exógenas que circularon para justificar la ausencia de gente. No fue el frío, que lo hubo y mucho en la noche del viernes (la de Las Pelotas, Los Cafres y Las Pastillas del Abuelo). Tampoco que Charly García, casi a la misma hora, estuviera tocando en San Miguel de Tucumán. O que el sábado fuera día laboral. El interés colectivo, transformado en más entradas, claro, fue causa de una intención. De unas formas musicales que convierten al poderoso trío en un nexo inevitable entre dos géneros. Y ahí estaba Froilán, el Indio, el luthier de bombos más recurrido del país con casi 30 bombistas –de todas la edades– haciendo la previa de la marcha de los bombos en “Amapola del 66”. Un largo final a tracción norteña, que ubicó a los bandeños en su centro. Pura emoción. Ahí estaba el guitarrista como un bombista más, haciendo la eléctrica a un costado, y su otro yo (Diego Arnedo) como lazo indiscutible con el latido de una región. Se le notaba en el rostro al momento de hacer “La flor azul” –la chacarera del momento–, secundados por el dúo local Orellana-Lucca. Se le notaba el recuerdo de su padre fallecido hace casi diez años. Se le venía, en medio de cada nota, el pulso de Mario Arnedo Gallo, el compositor santiagueño. El autodidacta creador de “La flor...”, pero también de “La Amanecida” o “Salavina”, bella zamba por la que los Huanca Huá o Mercedes Sosa clavaron su mirada en él.
El show de Divididos, emotivo y contundente, fue por lejos el más vívido del pomposamente bautizado primer festival del NOA, por sus características intrínsecas. Por un armado consciente que fluyó como vínculo natural con una forma de sentimiento colectivo que vive en tensión. Un imaginario de identidad que el bandeño, el santiagueño en general, defiende como propio en cada lugar del planeta en que esté (la chacarera y sus añoranzas) y entremezcla, en parte, con los influjos de otro género. Del rock. Claro: el momento a destacar fue “La flor azul” recreada en su tierra, más cerca del árido monte que del Luna Park, a tres guitarras y con Juan Saavedra con su coreografía de ruptura. O “Qué ves”, con sus síncopas amigas del Zupay, el diablo de la zona, que da el don de tocar a cambio de un alma (como la encrucijada a la que aludía Robert Johnson). Pero, a través de ese canal, el trío coló el hechizo de su otra rama. La más eléctrica. La de “Paraguay” o la poderosísima “Rasputín”. La de “El 38” o “La Era de la Boludez”. La de “Ala Delta” o esas rémoras de Sumo de las que nadie puede abstraerse (“Next Week”). O el típico gesto de Mollo acercándose el público, valla mediante, para tenderles una mano a sus fans.
Habían pasado horas antes, con el sol acariciando el cansino y planetario ritmo del lugar, una serie de bandas locales (Manthra, Aridos del Norte, La Calle, Turvia, Tus Monitores, Patones, Cruxial Clan, Reinarás y Amilania, entre ellas). Había pasado el ex Arbol Edu Schmidt. Y también Catupecu Machu, con el histriónico Fernando Ruiz Díaz dribbleando cables, detonando micrófonos y pegando esos saltos contagiosos que estallan, vitales, en la gente: “Y lo que quiero es que pises sin el suelo”, “Plan B, anhelo de satisfacción”, “Entero o a pedazos”, “Magia veneno”, “Avanza el fin”, “Origen extremo” y “Dale!”, entre los temas que dejaron el piso caliente.
Ultimo día de un festival jugado. Naturalmente riesgoso, dados los rasgos musicales de la región, que le abrió una hendija al futuro del rock ante una jornada inicial que no había llegado a cubrir las expectativas del principio. El viernes, la siesta –un axioma de la provincia– se vio apenas alterada por otros créditos de la región: L.B. Roots, Kooper, Derecho Viejo, Shute Reggae, Aviones de papel, 1000 Mother, Valores Reggae y Daño Cerebral, una de las bandas santiagueñas con más predicamento y presencia en festivales. El vermouth que abrió el paladar de Las Pastillas del Abuelo no perdió el gusto ante la propuesta sólida y consabida de Los Cafres, y determinó la presencia del otro número fuerte del festival: Las Pelotas.
Sin la vena folklórica de sus primos de familia, Daffunchio y los suyos conmovieron desde su propia trinchera, con una mirada sonora cuya belleza poco se puede discutir a estas alturas. “Como se curan las heridas” fue el tema-arranque (“Esta fue la prueba de sonido, ahora empezamos en serio”, bromeó Daffunchio) y el set se desarrolló bajo esos hermosos grises musicales que no fallan nunca en el universo pelotero. Un péndulo de emociones moviéndose entre la intensidad de “Desaparecido” –el cantante jamás olvida mencionar a Jorge Julio López– y la musicalidad sutil de “Ya no estás”, una de las piezas en las que el trabajo de banda, el camino de años, queda explícito en su plenitud. Entre lo machacón del nervioso “Basta” y la oscura belleza de “Cuando podrás amar”, incorporada a la evocación: dos veces nombró el cantante al Bocha Sokol, una directa (siempre lo hace cuando le toca el turno a “Bombachitas rosas”) y otra que lo involucra tanto como a otras pérdidas (“Pasajeros”).
Y una llovizna de “hits” que seguramente cada rocker santiagueño, llegado de Atamisqui, de Frías, de Río Hondo, de Ojo de Agua, jamás olvidará como cada minuto de la noche. Solvente y sonriente, la banda desandó el camino hacia la sorpresa del final a través de clásicos inevitables: “Hawai”, “Uva-Uva”, “Corderos en la noche”, “Esperando el milagro”, “Sin hilo” –bien defendido una vez más por la voz de Daffunchio– y un fluir de banderas y dedos en V que, ya es costumbre, la banda refrenda de local, visitante o neutral, los pergaminos de una de las mejores bandas del rock argentino. Y la sorpresa: cuando el viento y el frío se estaban poniendo duros en el arco sur de la cancha de Sarmiento, irrumpió Fernando Ruiz Díaz con todo su movimiento a cuestas y energizó los bises que la banda tenía preparados para el final, con uno propio (“Shine”) y otro casi: la versión de “El ojo blindado”, caliente, magistral, fue otro de los estruendos que conmovió otra vez la sabia quietud santiagueña.
Tal vez la ganancia de la primera edición del Salamanca Rock no haya que contarla en billetes... Más bien en una intención cultural de integración capaz de abrirle los ojos a más de un conservador de costumbres lejanas, sin perspectivas. Para quienes creían que un festival de rock a escala nacional aquí era una quimera, el hecho al menos lo puso en duda. Para quienes veían en esa región pegada al río Dulce un monopolio de la chacarera, el dato, aunque con reservas, no puede pasar a soslayo; y para quienes creyeron que podía ser la puerta de entrada a una alternativa, el objetivo quedó consumado. Santiago es chacarera, Salamanca, Don Sixto y Carabajal. Es Elpidio y Froilán. Es monte, patio, siesta y leyenda, es el quechua y su violín, pero también es un pedacito de rock. Diez mil almas lo hicieron posible y, dada la historia, no es un dato menor.
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