Martes, 21 de septiembre de 2010 | Hoy
MUSICA › OPINIóN
Por Diego Fischerman
Hoy se estrena una nueva puesta de la ópera Katya Kabanová, de Leos Janacek. Los papeles de director de escena, escenógrafo e iluminador recaen en una sola persona, Pedro Pablo García Caffi, quien es también director artístico de esa sala. Espera ser juzgado por los resultados y no por el procedimiento por el que llega a ellos. Si su trabajo como régisseur resultara bueno, fantasea con que eso les taparía la boca a sus detractores. La comprobación de su talento, en el caso de que en efecto se manifestara, debería hacer olvidar, según su perspectiva, el hecho de que haya sido él mismo quien se programó. Y es lógico que pretenda situar la discusión en el campo de la calidad de la puesta –y de paso, en el hecho de que no cobrará por su trabajo artístico– y que se busque centrar el problema en si es o no buen régisseur. Pero el nudo de la cuestión, por lo menos desde el punto de vista del funcionamiento de las instituciones públicas, es otro. En las democracias, como se sabe, no hay fin que justifique (o disimule) a medios ilegítimos.
El problema no es el talento o no que García Ca-ffi pueda tener como régisseur, escenógrafo o iluminador. Ni siquiera es la autoprogramación en sí, una práctica que no resulta nueva, ni en Buenos Aires ni en el país. La falta grave es la situación de ventaja evidente con respecto a cualquiera de sus conciudadanos –incluyendo a conciudadanos directores de escena, escenógrafos e iluminadores, muchos de ellos incluso tan talentosos como él– en la que García Caffi se coloca en virtud del poder que le confiere la función pública. Dicho de la manera más sencilla posible, se trata de tráfico de influencias, aunque con un matiz inédito: a favor de sí mismo. Lo que diferencia a este caso de cualquier otro anterior en que funcionarios culturales se programaron como artistas es la carencia de una trayectoria reconocida en la materia.
El Colón no programa artistas principiantes, por más talentosos que sean. Existe un escalafón, dado por la actuación pública, por el que cualquier artista que aspire a ser contratado por ese teatro deberá transitar y que, en este caso, se ha salteado por decisión de una única persona que es a la vez beneficiante y beneficiaria. Para que el Colón tenga en cuenta al común de los ciudadanos, no basta con el convencimiento que cada uno tenga acerca de sus dotes. En el caso de Katya Kabanová, en cambio, bastó con que el artista García Caffi confiara en su talento para que el director García Caffi lo considerara en la temporada del Bicentenario y lo prefiriera a otros régisseurs, escenógrafos o iluminadores. García Caffi argumenta que, en sus tiempos con el Cuarteto Zupay, realizó multitud de puestas en escena y diseños de iluminación para gran cantidad de espectáculos, pero la pertinencia de tales antecedentes es discutible y hasta podría aventurarse que el propio director del Colón no los tendría muy en cuenta si no fueran suyos. También hizo la puesta en escena de Oedipus Rex, ópera-oratorio de Igor Stravinsky, en el Teatro Argentino de La Plata. Pero esa referencia laboral tampoco debería significar mucho si se considera que el director de ese teatro, en ese momento, era Pedro Pablo García Caffi. La tarea del programador implica comparar currículums, dirimir merecimientos y, sobre todo si se trata del director de un teatro público, garantizar, dentro de los límites obvios que implican sus elecciones estéticas, la igualdad de oportunidades. Esa igualdad es la que, más allá de lo buen o mal régisseur, escenógrafo e iluminador que Pedro Pablo García Caffi resulte, ha sido seriamente vulnerada.
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