Martes, 21 de septiembre de 2010 | Hoy
PLASTICA › ANTOLOGíA RETROSPECTIVA DE ENIO IOMMI EN EL CENTRO RECOLETA
La muestra exhibe un panorama de la obra de este reconocido maestro, que comienza en las décadas del cuarenta y cincuenta como integrante del grupo de artistas concretos y llega hasta hoy con una obra desestructurada y muy crítica.
Por Fabián Lebenglik
La antología retrospectiva de Enio Iommi (1926) que presenta el Centro Cultural Recoleta, curada por Elena Oliveras y María José Herrera, repasa la trayectoria del escultor desde la perspectiva de sus sucesivas rupturas a lo largo de casi setenta años de trabajo, desde sus comienzos con el grupo de artistas concretos en los años cuarenta y cincuenta hasta sus obras de buscado “mal gusto” que viene realizando durante los últimos años y hasta el presente.
Oliveras y Herrera hablan del “filo del espacio” para sintetizar la principal preocupación –fundamentalmente escultórica– de Iommi. Y junto con la cuestión del espacio, otra línea coherente y muy general de su producción es la actitud cuestionadora y el pensamiento crítico.
Iommi es un consagrado a contrapelo, que a pesar de su condición de artista histórico, de maestro, siempre busca incomodar.
En términos muy generales, solamente para sistematizar de manera esquemática una producción larga, compleja y variada, la obra de Iommi puede dividirse en dos grandes etapas, originalmente (pero no necesaria ni exclusivamente) cronológicas, entre las que hay desde luego transiciones, avances y retrocesos, mutuas contaminaciones.
La primera etapa va desde mediados de los cuarenta hasta mediados de la década de 1970. Una larga militancia de artista concreto con un sustrato ideológico materialista y, como lo proponía el histórico manifiesto, contra el ilusionismo de las artes realistas y figurativas. Había una preocupación centrada en la autonomía del lenguaje y en las relaciones entre las formas y los materiales. Aquella tendencia impulsaba el cambio de los lenguajes plásticos de los modos de percibir las artes visuales. Después de un período de cierta pureza en la práctica de los principios del arte concreto, el artista se vuelca en la década de 1960 hacia una serie de “Núcleos”, donde examina (en el círculo y en el plano, entre otras variaciones), la posibilidad de incluir el espacio dentro de la obra: piezas de cobre, aluminio o acero, con un corte continuo y espiralado, que multiplica los planos. Durante la etapa concreta también se observa en estos trabajos un intento por relacionar formas y materiales, como si cada materia buscara una forma coherente entre su constitución química y física y su lenguaje plástico.
Después de casi treinta años de pelear por imponer sus ideas y obras, cuando todo aquello comenzó a resultar más o menos digerible, el escultor se lanza a una crítica del racionalismo y de la utopía del concretismo. Su obra se vuelve menos abstracta, y más alusiva a la realidad política y social, cercana a la narración.
El escultor vive estos dos grandes períodos de su obra como una inicial sujeción a las formas y luego una ruptura completa, que compara con el camino hacia la liberación de las formas y también de los sentidos.
A partir de 1976, con la violencia de la dictadura, el apego a la pureza de las formas abstractas pierde sentido para el artista y un año después, como explican Oliveras y Herrera, “con ‘Adiós a una época’, célebre muestra de 1977, reformuló por completo su propia obra. Allí rompió con la exitosa etapa geométrica para internarse en una exploración realista de materiales y significados. Desde aquel momento hasta la actualidad, la ruptura definió su personalidad artística”.
Desde entonces, su obra incorpora la violencia de los ’70 y las contradicciones, injusticias y tareas pendientes de la democracia, junto con cuestionamientos más globales, como la denuncia del consumismo. Esto registra un cambio de materiales en la obra, generalmente de descarte, pobres, heterogéneos, nada “nobles”. Todo este largo proceso de utilización pero también de tensión con el realismo tiene una fuerte carga de humor e ironía.
Según dijo su amigo Antonio Berni: “La variedad de materias con que estructura sus esculturas no tiene límites. Presenta al mundo físico haciéndose y deshaciéndose diariamente en su totalidad: sea en la industria, en la construcción, en la catástrofe, en los rezagos. El proceso escultural de la obra de Iommi simboliza la suma filosófica de la transitoriedad de la vida de cada hombre, tanto como cada forma que toma la materia”.
La antología del Centro Recoleta comienza por repasar la etapa concreta, “las formas inventadas” del período 1945-1950. Según cita del propio Iommi respecto de aquellos años: “Eran las formas geométricas y las líneas que crean direcciones en el espacio lo que importaba. Ya no era preciso esculpir, tallar, cincelar o modelar, sino construir, ‘inventar’”.
Luego, a partir de 1951 y hasta 1970 se presenta el período de la “geometría orgánica”, durante la etapa del espacio dividido en planos, las curadoras señalan que por esos planos “circula la luz que pareciera desmaterializarlos. Estas obras, inspiradas en el acto cotidiano de pelar una naranja, producen ritmos en espiral y efecto de liviandad”.
Con la dictadura llega el cambio más rotundo, y como describen las curadoras, “ese cruento período colocó a Iommi en un punto de inflexión. Pensando que el arte es un lugar donde se decantan experiencias, en 1977 siente que hay que mostrar del modo más crudo la situación imperante: la violencia, el autoritarismo, las heridas sociales, la realidad... No podía ya contar con las ‘buenas formas’ de la geometría; sólo un ensamblado disonante de alambres, latas, cartones, trapos, neumáticos, maderas carcomidas, botellas rotas y principalmente adoquines, podía ser capaz de expresar las condiciones por las que atravesaba nuestra sociedad”.
Desde la perspectiva de la mirada actual, la obra de Iommi genera una sensación ambigua, porque se rescata la producción del pasado, del doble pasado, tanto de artista concreto como de artista crítico. Aquí se ve en clave grotesca el proceso de abandono del concretismo y de los cánones de la belleza moderna que él mismo luchó por imponer. El propio artista asume ambiguamente su lugar de maestro consagrado, con gestos contradictorios. Para citar sólo dos ejemplos, vale recordar que Iommi aceptó integrarse oportunamente a la Academia Nacional de Bellas Artes –un gesto de claras implicancias simbólicas de poder– para renunciar un tiempo después. En el terreno específico de la obra, por ejemplo, es evidente que en algunos trabajos produce el esqueleto “bello” (modernamente “bello”) de una pieza de arte concreto –una obra del Iommi histórico– y luego la recubre de desechos, la desestructura, la desarma y destruye. La actitud de Iommi no es común pero tampoco es excepcional. Se colocó en el lugar del agitador y del provocador, muchas veces vacante en la generación de artistas actuales.
Lo destacable del Iommi de hoy es quizá, no necesariamente la obra, ex profeso descartable, bastarda y menor, sino la actitud frente a la obra. Y esta misma actitud transforma la producción artística en el efecto de una causa discursiva, obsedida de intencionalidades, recargada de mandatos ideológicos, de quejas y denuncias.
Iommi conserva intacta la condición provocadora y juguetona. Y eso es lo que lo transforma, para su agrado, en un artista discutible e incómodo, cuya obra de los últimos veinte años, en varios sentidos, resulta sumamente autocrítica, incluso del propio trabajo. Su producción de esta larga segunda época se reparte entre la inspiración y el engendro, entre el homenaje a sí mismo y la construcción caótica, entre la producción del maestro y el chiste amateur. En todo este extenso período no sólo hay autocrítica, sino también una trabajada oscilación entre la autoexigencia y la autoindulgencia.
En el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930, hasta el 24 de octubre.
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