Viernes, 19 de noviembre de 2010 | Hoy
MUSICA › LA PRESENTACION DE EL KAISER DE ATLANTIS, EN LA SALA DEL SODRE
El convenio con el Teatro Argentino de La Plata propició que el público montevideano apreciara una ópera poco vista, audaz, ideal para su presentación en gira: una excelente oportunidad para alejar a la ópera de los compartimientos estancos.
Por Diego Fischerman
Desde Montevideo
Los carteles en las puertas anuncian a Djavan y a Julio Bocca, además de un extraño título: El Kaiser de Atlantis. En la nueva sala del Sodre, en Montevideo, vuelve a darse una ópera, después de 40 años en los que, entre otras cosas, se incendió el viejo teatro. Y la situación no podría representar mejor el espíritu de la gestión que está a cargo de la ya legendaria institución. Una ópera que inaugura el funcionamiento del Opera Studio, un emprendimiento con el que se asocia al Teatro Argentino de La Plata, una orquesta excelente conformada por músicos uruguayos, un grupo de cantantes elegidos después de audiciones realizadas en la ciudad, y un equipo argentino que incluyó al director de escena Marcelo Lombardero, al barítono-bajo Hernán Iturralde, el director Guillermo Brizzio, a Gastón Joubert (escenógrafo y vestuarista), Rubén Conde (iluminador). Y, sin duda, a un título tan meritorio como alejado de la rutina.
Compuesta en el campo de concentración de Therezin por Viktor Ullmann, que allí la estrenó y poco después fue trasladado a Ausch-witz para su asesinato, la obra une una música extraordinaria, que coquetea con el jazz, el variété y el objetivismo à la Hindemith y un texto alegórico, escrito por otro prisionero del campo, Peter Kien, donde la muerte, que no acepta más matar para el dictador, acaba por ser el más digno de los personajes. La puesta juega con las fronteras entre la farsa y el drama, pero también con otras fronteras, al colocar dentro de la obra lo que estaba afuera (o tal vez no tanto). En un momento de la obra irrumpe, por ejemplo, la voz de Hitler aclamado por la multitud. Y en el escalofriante final, donde los personajes agradecen a la muerte que vuelva a hacer su trabajo y les traiga consuelo, el coro (casi un coral bachiano) se superpone con la proyección de las imágenes documentales sobre los campos nazis. Un fantástico grupo de instrumentistas, en el que se destacó el saxo, Hernán Iturralde –un notable La Muerte– y un conjunto de cantantes uruguayos que en muchos casos subían por primera vez a un escenario, dio vida a un espectáculo de gran nivel que, de paso, desmintió muchos de los prejuicios que rondan al género a ambas orillas del Río de la Plata.
También gran parte del público veía una ópera por primera vez y lo que los tradicionalistas no dejarían de considerar un error fue un acierto considerable. Que el primer contacto con el género fuera a través de una obra del siglo XX y, para peor, virtualmente desconocida (pero con una fenomenal vigencia, tanto en el texto como en lo musical), lejos de ahuyentar, atrajo. El público que colmó la sala compartía la emoción no sólo ante el hecho artístico en sí sino, también, frente al saberse parte de algo novedoso. De una inauguración en el sentido más cabal. Más allá de los futuros encuentros –entre otras cosas, las funciones se repetirán el año próximo en La Plata con el mismo elenco– aparece un dato insoslayable. Esta ópera surgió, con el mismo equipo, como un proyecto de la desaparecida Opera de Cámara del Teatro Colón, que dirigía Lombardero desde antes de conducir el teatro. La obra, ideal para funcionar como espectáculo itinerante (ópera atractiva, para pocos músicos y cantantes, sin partes vocales excesivamente comprometidas, y una puesta que aprovecha al máximo muy pocos elementos), viajó a varias provincias argentinas, a San Pablo, en Brasil, y a París. Ahora, es parte de un convenio entre el Argentino (conducido artísticamente por Lombardero) y el Sodre.
Si se piensa que el teatro platense está en estos días presentando la Sinfonía Nº8 de Mahler en el Luna Park, y que también fue Lombardero el que, cuando dirigía el Colón, llevó a ese estadio la ópera, con la monumental producción de Turandot, de Puccini –con puesta de Roberto Oswald– que luego viajó a México, no cuesta encontrar un patrón de acción común. Una pasión, en todo caso, por comunicar a la ópera con la sociedad y por sacarla de los compartimientos estancos, tanto en materia de público como de repertorio. Y, eventualmente, una idea –y una ideología– clara acerca de la producción artística argentina y de sus posibilidades de intercambio y exportación.
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