MUSICA › UN NOTABLE CENTRO CULTURAL Y EDUCATIVO EN UN PEQUEñO PUEBLO DE LA PATAGONIA CHILENA
En Frutillar, 1000 km al sur de Santiago de Chile, un teatro situado sobre el lago Llanquihue y frente al volcán Osorno desarrolla una tarea única. Allí estuvo la Sinfónica de Bamberg, que hoy a la noche toca en Buenos Aires.
› Por Diego Fischerman
Desde Frutillar
En el principio, como en todo buen comienzo, hay una historia de amor. Nicola Bader-Schiess, chilena hija de alemanes, decidió, en la adolescencia, viajar y abrirse un camino propio. Estudió en La Sorbona y en el Conservatorio de la Universidad de Cape Town, en Sudáfrica, y se convirtió en la encargada de conciertos, grabaciones y giras internacionales de la Filarmónica de Viena. Ulrich Bader-Schiess, violoncellista nacido en Alemania, luego de ganar premios como intérprete y de integrar varias orquestas de primera línea, comenzó a dedicarse a la gestión cultural y, luego de organizar infinidad de conciertos y de coordinar clases magistrales de músicos como Isaac Stern, llegó a ser director de Planificación Artística de la Orquesta Nacional de Washington. Cuando ambos se conocieron, decidieron instalarse en Frutillar, a orillas del lago Llanquihue y enfrente del imponente volcán Osorno. El lugar, en la Patagonia chilena, parecía surgir de un sueño y ellos tuvieron, también, el propio. Crear una especie de Salzburgo sudamericano. Un sueño desmesurado y hasta imposible, podría pensarse, hasta que se conoce el descomunal teatro construido sobre el lago; hasta que se ve a los niños estudiando violín y cello en la escuela de música que depende de ese mismo teatro; hasta que se escucha un concierto como el que la Sinfónica de Bamberg acaba de dar aquí, en el centro mismo del paraíso.
Con una programación anual que incluye, además de conciertos con artistas chilenos y de otras partes del mundo –han estado aquí grupos argentinos como la excelente Capilla del Sol, haciendo repertorio del Barroco latinoamericano–, actividades educativas –la Sinfónica de Bamberg dio ayer, al mediodía, un concierto didáctico con la Sinfonía Nº 3 de Beethoven– y una gala en noviembre en la que se anuncia la temporada del año siguiente, el Teatro del Lago, con su sala ultramoderna –sólo la planta de luces ya despertaría la envidia de unos cuantos teatros de América–, su acústica infrecuente, donde se unen el detalle y la calidez, el bellísimo auditorio para música de cámara, situado frente al volcán, su pequeño anfiteatro al aire libre, al borde del agua, no parece estar en la misma escala que el pequeño pueblo, originariamente una colonia de inmigrantes alemanes, donde el hotel que estaba antes en ese predio se incendió enfrente mismo de un cuartel de bomberos sin bomberos. Entre las casas bajas de madera, los colibríes, los alerces y la rosa mosqueta; entre los graznidos de los patos y los teros, o queltehues, que vuelan sobre el lago, el teatro no parece del todo real. Y, sobre todo, no parece posible que haya un público capaz de llenarlo. La gente llega, sin embargo, desde Osorno, Puerto Varas, Puerto Montt, Valdivia y hasta de Santiago de Chile, a casi 1000 km. “En septiembre viene a tocar (el violinista) Christan Tetzlaff y no me lo pierdo por nada del mundo”, comenta, por ejemplo, un médico que ejerce como cirujano en Santiago.
Sin un solo lugar libre, el Teatro del Lago albergó, en la noche del sábado, a una de las mejores orquestas alemanas de la actualidad. Dirigida por Jonathan Nott, que durante años fue uno de los conductores del Ensemble Intercontemporain fundado por Pierre Boulez, la Sinfónica de Bamberg exhibe, ya desde su disposición escénica, con primeros y segundos violines enfrentados y violas y cellos en el centro, la pertenencia a una tradición. El programa elegido, que fue el mismo que la orquesta hará hoy a la noche, en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, para el ciclo de Nuova Harmonia, fijó, de manera ejemplar, los dos polos de esa tradición: un concierto para piano y orquesta de Wolfgang Amadeus Mozart y una sinfonía de Anton Bruckner. El primero, con la actuación solista del notable Till Fellner (ganador del Premio Gramophone del año pasado por su interpretación de los Conciertos 4 y 5 de Beethoven junto a la Sinfónica de Montreal), puso en escena la cristalización de un sistema. La segunda, la llegada de ese sistema a los bordes de un abismo. El Concierto Nº 23 en La mayor (una de las tonalidades, junto a Sol menor y Do mayor, a las que Mozart atribuía particularidades expresivas) fue la muestra de un universo en formación, solidificándose. La Sinfonía Nº 4 de Bruckner, con sus dilaciones casi permanentes, con el suspenso hacia el clímax llevado casi hasta el punto en que el origen del movimiento ya se ha olvidado, exhibió a ese mismo universo en expansión. Y eso si se piensa en lo que tan sólo unos años después llegaría con Mahler, Richard Strauss y Schönberg, en las fronteras de su disolución. Fellner, con fraseo preciso y retórica exacta, dibujó tanto los contornos del orden mozartiano como sus siempre sutiles y nunca declamadas escapatorias, y Nott manejó los planos, los acentos y el fraseo de su orquesta con maestría. Podría decirse que en la obra de Bruckner el énfasis estuvo en el lugar opuesto. Allí donde todo era escapatoria, Nott señaló el plan: esa línea larga que, a través de infinitas disrupciones y desvíos (esas gigantescas serpientes marinas de las que hablaba Brahms al referirse a las sinfonías de Bruckner), llega desde el llamado del corno inicial hasta el fenomenal clímax del final. Perfecta en todas sus líneas, con una fila de violas de singular robustez y homogeneidad en el sonido (formidable canto, con el resto de las cuerdas en pizzicato, en el segundo movimiento), ajuste prodigioso, maderas exquisitas y bronces apabullantes, la Sinfónica de Bamberg desarrolló una verdadera lección magistral acerca del Clasicismo-Romanticismo. El bis, con el Preludio de Lohengrin –y su fenomenal comienzo, un diálogo casi inmaterial entre primeros y segundos violines– no podría haber sido más adecuado. Después del sonido, y después de los últimos aplausos, el otro universo continuaba aún su silenciosa expansión, reflejado sobre el lago.
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