MUSICA › UNA NUEVA EDICIóN DE CREAMFIELDS, EN EL AUTóDROMO DE BUENOS AIRES
Unas 40 mil personas bailaron y vivieron esta fiesta que ya es un clásico de la cartelera porteña. Además del público, las “estrellas” fueron David Guetta y otras 55 luminarias de la actual música electrónica, en sus más diversas expresiones.
› Por Luis Paz
Si se describe al predio como cercano al Puente La Noria, dotado de carpas y tinglados, y envase de miles de personas alejadas de los cabales que utilizan entresemana, apuradas, transpiradas y con dinero para gastar, lo más probable es que se piense en La Salada, el gran paseo de compras del país. Es lo más preciso, salvo que la noche en cuestión sea la del sábado pasado, cuando una nueva edición de Creamfields ocupó el Autódromo de Buenos Aires para una maratón que este año fue más bien una peregrinación: la reducción de los espacios, aunque no haya sido extrema, se combinó con la velocidad del público y resultó en un guiso denso de 40 mil cuerpos hervidos al fuego de la hornalla principal de David Guetta, el DJ superestrella de estos días, y mantenidos calentitos por otras 55 luminarias de la actual música electrónica, sendos fueguitos de dance, rave, jungle, house progresivo, “música bailable inteligente” (IDM, sus siglas en inglés), techno, minimal tech y todas esas expresiones que hacen de la música electrónica un concepto tan poco unívoco como el de rock.
Este año, Creamfields se volvió mucho más efectiva en varios aspectos: concentró siete carpas de propuestas en combo (por la Delta Arena, la Cream Arena e, intermitentemente, las arenas 1 y 2, pasaron algunos de los festejos más notables), redujo los tiempos de espera de los locales de comidas y bebidas, y agotó su reserva principal de agua mineral a la 1.30 de la madrugada, cuatro horas antes del corolario que fue la presentación de Above & Beyond, todo un peligroso record, ya que más allá del hecho de que el encuentro ocurriese en un autódromo, si algo no les faltaba a los aerodinámicos y neumáticos cuerpos de buena porción del público era subir de cambio.
Sobre pasto, concreto y un piso plástico similar al del Ceamse deambuló la gente, tal vez con la creatividad un poco agotada para elegir vestuario (y si se destaca es porque parte de Creamfields, en su concepto de fiesta, está en el color que el mismo público aporta con su flúo y su capacidad de dar a luz led) y una variedad de pasos reducida hasta lo robótico, como en una relectura de este milenio para ese mundo feliz que Aldous Huxley alguna vez describió, que la Cream alguna vez usó de gancho y que, esta vez, volvió a unificar lo mecánico, lo plástico y lo orgánico con fórceps láser.
La batería de hits de doctrina de David Guetta fue, como el año pasado, el acto más convocante y suculento para el público general. El DJ francés sacó a relucir su humilde cabello, su galería de colaboraciones con figuras del pop y su batería de consignas universales... porque constan de un solo verso: “Nada, salvo el ritmo”, “esto no se termina”, “levanten las manos”, “vuélvanse locos”. Ordenes para un ejército de bailarines asesinos del oxígeno que por lo general quemaron cubiertas y en algunos casos particulares derraparon hacia el pasto: ¿qué habrá sido del muchacho que a las 2 andaba desnudo, tirado en el piso, aleteando en la oscuridad de una noche perfecta con la luna como testigo ocular de un atraco a la razón que no supone delito capital, la fiesta alta del baile rasante?
Pero como en La Salada, en la Creamfields también hubo ofertas: Luciano, uno de los cultores del microhouse, combinó sonidos orgánicos de raíz hispanoamericana en un set dotado de unas visuales de excepción basadas en las figuras triangulares de la Santísima Trinidad electrónica (a saber, el beat padre, la experiencia extática madre y los espíritus ni tan santos del delirio molecular); John Digweed agitó house y trance en la Cream Arena y, como en la vieja moraleja de la rana que patalea en la crema hasta volverla manteca, nadie pudo salirse de allí; Sven Väth incendió la Arena 2 con minimal tech de contenido explosivo, y Miss Kittin’ aportó un electroclash potente que dio patadas.
Para esa altura, alrededor de las 4, conseguir agua era como adquirir un saco Burberry original en La Salada: toda una misión fallida. Si bien la disposición es que en este encuentro el líquido vital se sirva, también, de modo gratuito, apenas hubo una decena de puestos con dos o tres dispensers de agua embidonada en dotaciones demasiado ajustadas para una multitud de 40 mil personas tan necesitada del afecto de la hidratación. Eso y la caótica salida, curiosamente más complicada aún para los bonaerenses que tomaban el camino inverso, hacia La Noria y después, empañaron una noche con claro de luna. Lo bueno, quizás, haya sido que ese vapor volvió a condensarse y gotear sobre un asfalto ardiente, ya no por el castigo impuesto por autos de TC yendo a lo que les da el motor, sino por el tránsito perpetuo de la comunidad más movediza de todas, un pueblo bailable un tanto torpe para tomar las curvas, luego ya de catorce horas de misticismo y ciencia, como par ordenado de una fiesta que encuentra su lógica en el futurístico presente del logos audiovisual.
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