Lunes, 24 de abril de 2006 | Hoy
MUSICA › EL ACONGOJADO REGRESO DE CATUPECU MACHU
Por Cristian Vitale
Por energía y visceralidad, la música de Catupecu Machu no está dotada para la introspección y el dolor. Su naturaleza rítmica –en “momentos normales”– activa más bien lo contrario... algo así como el exorcismo del sufrimiento a través de la transpiración, de la motricidad brusca y liberadora de los cuerpos. Cualquier show de ellos, antes que Gabriel Ruiz Díaz, su bajista, se accidentara feo, era una demostración elocuente de positivismo rocker, capaz de transformar la abulia adolescente en desahogo. Quien haya vivido a pleno alguno de ellos, seguramente habrá sentido esa sensación de liviandad que deviene de saltar a morir sin pisar el suelo o poguear como si fuera el último día. Pero esta vez fue diferente. A 22 días del tremendo palo automovilístico de Gabriel –y César Andino, cantante de Cabezones–, el resto de la banda, su hermano Fernando más Javier Herrlein en batería y Martín Macabre en teclados, decidió volver a escena con los parámetros violentamente corridos. Principalmente, procurar que toda esa energía desatada y desprolija –prepararon el recital ¡en 3 días!– llegara al centro vital de Gabriel, con el fin de despertarlo de su letargo encefálico. Pero también por una deuda con los fans que, de repente, tuvieron que rogarle al barba por la salud del bajista en las escalinatas del Hospital Fernández, cuando la intención era verlo como siempre, tocando. “No tocamos por la plata, como anduvieron diciendo por ahí... hoy, acá, nadie se lleva un mango. Tocamos por Gabriel. Fue una decisión mía y de mi mamá”, dijo su verborrágico hermano, que había prometido no hablar, pero no pudo evitarlo.
El ritual, raro, conmovedor, tremendamente emotivo, tuvo lugar en el estadio descubierto de Obras, ante casi 10 mil personas y varios músicos invitados. Hubo momentos en que inexplicables razones de sortilegio evitaron que Fernando quedara empantanado en lágrimas. Otros en que Gabriel pareció reencarnar en Diego Arnedo, Fabián Von Quintiero, Zeta Bosio –los bajistas que lo reemplazaron– cegando el dolor. Hubo momentos en que el público –atravesado por la pesadumbre y el desasosiego– no supo cómo responder, y se quedó callado, mirada a mirada, silencio a silencio. Y otros en los que el grito colectivo –rabioso y reanimado– ensordeció: “Ohhhh, Gaby va a volver, va a volver, va a volver”. Aliciente para torcer la balanza hacia el lado de la luz fue el escueto speech de Mario Pergolini, que abrió el show: “Griten para que la energía llegue donde tiene que llegar”. También las primeras palabras de Fernando, que arribó a escena pelado y vestido de riguroso negro. “Arriba esas luces, que no hay nada que ocultar”, gritó, antes que una serpentina y 20 papelitos, recibieran al primer convidado (Arnedo) para la ejecución de dos clásicos: Y lo que quiero es que pises sin el suelo y Magia veneno.
Habitualmente, dos canciones que disparan demonios hacia fuera, esta vez detonaron adentro. Hubo silencio, principio de duelo, pena. Sonaron oscuras, pocos saltaron, pocos cantaron, pocos rieron. “Vine a esta reunión energética y orgánica. Tenemos que pensar que la recuperación de Gabriel va a ser con todo”, dijo Arnedo. Y el equilibrio fue llegando, zigzagueante, pero llegando al fin. Primero con la buena vibra de Von Quintiero, que resolvió, eficaz, El número imperfecto y Perfectos cromosomas; después, con un bellísimo alegato salido de la pluma de Abril Sosa –primer baterista del grupo– que Fernando tomó como propio (Mírame, suéñame en un mundo claro / lloro en ti, tu dolor se quedará a mi lado) y taladró de brillo los espíritus. Siguió con uno de los temas preferidos de Gabriel: Hablando a tu corazón, de Charly García y un conglomerado de canciones en serie (Acaba el fin, Origen extremo, Hechizo) que desembocó en la otra pata de la tragedia de Palermo: Cabezones.
No pudo estar su líder, César Andino, pero sí sus compañeros, que unieron las fuerzas de dos bandas eternamente amigas para entregar tres deliciascatárticas: Pasajero en extinción, Globo y Mi pequeña infinidad. A esa altura, la percepción del ambiente daba una mezcla de melancolía y una incandescente luz de esperanza. Munición gruesa de emociones. Subieron un violinista y una flautista. Opus I se convirtió en un mantra angustiante, cuya presión hizo sospechar que el show terminaba ahí. Pero el cantante recordó una frase que le había dicho a su hermano internado (“Nunca te digo fuerza, porque es lo que sobra, man”) y se reintegró.
El impulso alcanzó para que subiera Abril Sosa a zapar como en los primeros tiempos (Entero o a pedazos); motivó el ingreso feliz de Walas de Massacre, que definió al Gabriel como “un ángel lleno de luz” y permitió el cumplimiento entero de la lista prevista: 23 canciones. Las tocaron todas, y brillaron Héroes, A veces vuelvo y Dale!. ¿Habrá sido suficiente semejante muestra de música y amor? Hasta ahora, según Fernando, cada vez que le canta una canción a su hermano, éste le aprieta la mano. Y llora.
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