MUSICA › OPINION
› Por Santiago Giordano
Lo que debía ser la crítica de La Cenerentola, ossia La bontà in trionfo, la ópera de Gioachino Rossini que se puso en escena el martes pasado en el Teatro Colón, terminó por ser esto: el relato de una opereta improvisada, que siguiendo a los libretistas italianos de entonces bien podría llamarse La cravatta, ossia La tradizione per forza.
Llegué al Colón como crítico, con la tarea de relevar lo que sucedería en el escenario. Terminé envuelto en una opereta de enredos, de esas en las que la razón, si apareciese, arruinaría la trama. Al momento de entrar a la platea, con el ticket que acreditaba mi ubicación, personal de sala me negó el ingreso. La explicación: era una función de gala, y yo no tenía corbata. Argumenté que estaba ahí por trabajo y sin intención alguna de ser parte del evento social, atendiendo a la recomendable distancia del objeto que toda crónica necesita. No hubo caso: la corbata es una tradición, me dijeron. Sin ánimo de discutir lo que seguramente es discutible –sobre todo porque veía público sin corbata al que sí dejaban pasar–, preferí seguir la indicación del personal de sala: “Hable con la gente de prensa”. Con cara de preocupación digna de mejor causa, un encargado de prensa –personaje al que Rossini hubiese asignado a un bajo bufo– aseguró que “solucionaría el problema”, sin especificar si se refería al mío o al suyo. Efectivamente, resolvió el suyo: se deshizo de mí, haciéndome acompañar por otro personal del teatro, que me ubicó en el palco alto 30 y pico, segunda fila, a la altura del foso de la orquesta. Justo donde no había visibilidad alguna hacia el escenario. La función había comenzado y si la corbata es signo de decoro, me pareció un modesto aporte a esa tradición no salir por los pasillos del teatro durante el espectáculo a buscar al que ordenó guiarme hasta tan poco provechosa ubicación.
La posibilidad de contemplar en la penumbra la magnífica cúpula con los frescos de Soldi, con la música de Rossini de fondo –bien ejecutada, por lo que se alcanzaba a percibir–, podía constituir una experiencia sensorial interesante, pero no proporcionaba los elementos que necesitaba para una crónica, que al final no pude hacer, porque el que forzó la interpretación de una tradición –la de la corbata– estaba inaugurando otra: ahora el Colón decide quién puede trabajar y quién no en su sala.
Toda tradición tiene un primer día, en el que probablemente no es todavía tradición. Cuando fue director de la Opera de Viena, Gustav Mahler –el mismo que alguna vez dijo que la tradición es la transmisión del fuego y no la adoración de las cenizas– limitó el momento de los aplausos e impuso el silencio absoluto; así fijó ese carácter casi místico que la experiencia de escucha asumió incluso hasta hoy. Y lo hizo para deshacerse de los gritones, los charlatanes y los frescos que llegaban a cualquier hora a las funciones. Así, cada gran casa de ópera y sala de conciertos supo fijar la propia tradición, más o menos singular, más o menos parecida a otras, según las circunstancias. Nuestro Teatro Colón, ese que siempre defendimos como uno de los escenarios naturales para representar las grandes obras del ingenio humano, tiene las propias, hoy reducidas... a una corbata.
La corbata, o la etiqueta, forman parte de las buenas costumbres, de las tradiciones del Teatro Colón y de muchos otros. Y está muy bien que así sea, en cuanto sepan sostenerse en el tiempo sin aditivos reglamentarios ni gestos coercitivos. Porque la sugerencia de traje oscuro o corbata hasta podría parecer pintoresca, dar un aire de tradición en acto; pero hacer de eso una obligación y más aún un argumento de discriminación manifiesta, resulta disgustoso.
Un problema de corbata y de tradición, justo en una ópera de Rossini, el que viendo al mundo que cambiaba no dejó de usar corbatas de tres vueltas, con un nudo que llamó “alla gastrónoma”, que lograba aflojarse lentamente con el movimiento de la yugular: más masticaba, más se aflojaba.
Una lástima. Dicen que la puesta estuvo linda.
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