MUSICA › JOE SATRIANI, JOHN PETRUCCI Y STEVE MORSE DELEITARON CON SU VIRTUOSISMO
La edición 2012 de G3 obedeció a la lógica de sus intérpretes: fue todo pulso alto en manos de tres guitarristas notables. La clave estuvo en el juego equilibrado entre coherencia y homogeneidad de la propuesta, más el toque personal de los protagonistas.
› Por Mario Yannoulas
Músicos: Joe Satriani, John Petrucci y Steve Morse (guitarra); Steve LaRue y Allen Whitman (bajo); Van Romaine, Mike Mangini y Jeff Campitelli (batería); Mike Keneally (teclados).
Público: 5800 personas.
Duración: 210 minutos.
Estadio Luna Park, domingo 14 (repite hoy)
Al reflexionar acerca del sentido social del gusto, Bourdieu comenta que la apreciación de una obra de arte depende en parte de la intención del espectador y de su aptitud para adaptarse a las normas que la obra propone. Asumiendo que eso es así, la noche dominguera del G3 en el Luna Park fue una excelente ocasión para probarlo.
Cualquier espectáculo pago supone una suerte de contrato entre el artista y el espectador, que no sólo tiene que ver con los billetes en juego, sino con la predisposición de los concurrentes. Los términos de ese contrato tácito pueden ser a su vez más o menos difusos: a veces simplemente se compra el servicio para no saber qué esperar. No es ése el caso del G3, un evento que desde su creación en 1996 tiene como elemento nodal a un instrumento emblemático del rock –la guitarra eléctrica–, pero no busca la sorpresa o la incomodidad como hecho artístico, sino el regocijo o, más ampliamente, el placer. El que calienta la butaca quiere pasar un buen momento y deleitarse con el fruto del trabajo disciplinado de los músicos, para notar lo lejos que está de ser Dios. Bajo los términos de ese contrato, la edición 2012 del G3 –que repite hoy a las 20– resultó holgadamente exitosa. La clave estuvo en el juego equilibrado entre coherencia y homogeneidad de la propuesta, más el toque personal de los virtuosos Joe Satriani, John Petrucci y Steve Morse.
Concebida a partir de la naturaleza de los guitarristas, una misma lógica atravesó el desarrollo. Casi no hubo tiempo para sonidos ambientales o el relax, ni siquiera para la abundancia de efectos o lo experimental. El pulso se mantuvo alto casi a lo largo de las tres horas y media de show, con canciones de midtempo para arriba ejecutadas con la velocidad sobre el diapasón como recurso infinito y con las herramientas básicas casi de cualquier guitarrista: alguna palanca con la que Satriani literalmente exprimió los agudos de su Ibanez blanca o pedales clásicos como el wah wah y el flanger en los pies de Petrucci. Sólo un ejemplo: si Robert Fripp hubiese sido parte de esta edición –como pasó dos veces antes–, el resultado habría sido muy distinto.
La puesta fue tan escueta como la vestimenta de los protagonistas: remera negra, pantalones negros, zapatos negros. Aun en esa gelatina visual, el set de cada uno llevó consigo reminiscencias de la década en la que explotaron artísticamente. En 45 minutos, Morse evocó los ’70 con toques de country y rock sureño gracias el shuffle preciso del baterista Van Romaine y la complicidad del estupendo Steve LaRue en el bajo. Y explicó el funcionamiento del sistema por si quedaba algún desprevenido: “Supongo que ya saben cómo es esto. Primero toca uno, lo sigue otro, después el tercero, y al final tocamos los tres juntos”.
A diferencia de Morse, que sólo había sido incluido en 2001, Petrucci participó ya en varias ediciones previas, pero entre los tres es el que menos experiencia acredita como solista; de hecho, en ese plan sólo editó Suspended Animation, en 2005. Gracias a un manojo de canciones nuevas que conservan el espíritu del rock progresivo cruzado con la agresividad del thrash metal –un mestizaje que patentó en los ’90–, se lo vio más adaptado al formato y evitó excederse en los machaques. Lo acompañaron LaRue en el bajo y el nuevo baterista de Dream Theater, Mike Mangini, cuyo look capilar merecería tantas reflexiones como su prodigiosa velocidad sobre el ride.
Las revoluciones picaban alto y, cuando le tocó el turno, Satriani no podía ser menos: no sólo mantuvo el pulso, sino que llevó la noche a otro nivel. Conocedor de los yeites del evento, de estética sonora más afín a los ’80, el padre de la criatura descolló con un repertorio de blues espacial explosivo. Hizo conversar a la guitarra con el teclado de Mike Keneally, soleó con los dientes, completó las suficientes dosis de taping a una y dos manos y apenas bajó la adrenalina con la encantadora “Flying in a Blue Dream”, bajo la excusa de que “no se pueden tocar canciones alocadas todo el tiempo”.
La noche estaba cocinada antes del número final, al punto que la reunión de los tres guitarristas pareció más un bonus que una parte innegociable del contrato. Se trató de un homenaje para las bandas que le dieron trascendencia a la guitarra eléctrica: The Kinks (“You Really Got me”, en una versión más afín a la de Van Halen), Jimi Hendrix (“Third Stone from the Sun”), Neil Young (“Rockin’ in the Free World”) y Cream (“White Room” más “Sunshine of your Love”), un espíritu que venía sobrevolando la escena. Los tres fenómenos alternaron solos y el Luna Park los aplaudió de pie. Al cabo de tres horas y media de un sonido impecable, todos se llevaron una sonrisa y hasta el más escéptico pudo ahorrarse los bostezos.
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