MUSICA › TOM HARRELL BRILLO JUNTO A UN QUINTETO CLASICO
› Por Santiago Giordano
Algunos minutos después de la hora señalada, Tom Harrell marcó cuatro y su quinteto entró enseguida en ese particular universo de energía y simbiosis que cuando se conjuga produce el mejor jazz. El miércoles, sin preámbulos de ningún tipo, en la sala mayor de la Usina del Arte, el Festival Buenos Aires Jazz.12 comenzaba con música, la de uno de los grandes trompetistas de la actualidad. De la mejor manera se ponía en marcha el encuentro que hasta el lunes mostrará mucho de lo bueno del jazz de allá y de acá, con una programación que enfatiza cruces e intercambios entre músicos locales y extranjeros, algunos trabajos conceptuales y cierto espíritu pedagógico, según la idea que su director, el pianista Adrián Iaies, ha sabido imprimirle.
Por su sonido pleno, la precisión emotiva de su fraseo, el elegante vigor rítmico de su música y las peripecias de su enfermedad –convive con la esquizofrenia desde los 19 años–, Harrell es una de las personalidades más complejas del jazz. Su música desciende directamente de los cánones más puros y elementales del género, filtrados en una mezcla prodigiosa de cerebralismo y swing. Clase 1946, antes de comenzar su carrera como solista, Harrell pasó por la orquesta de Woody Herman y los grupos de Horace Silver y Chuck Israels, fue sesionista con Lee Konitz, George Russel y Bill Evans y formó parte del cuarteto de Phil Woods, entre otras experiencias.
El miércoles, junto a un quinteto clásico , Harrell desplegó la dinámica de diálogo con los excelentes Wayne Escoffery (saxo tenor), Adam Cruz (batería), Ugonna Okegwo (contrabajo) y Danny Grisset (piano). Tema, improvisaciones y regreso al tema, fue la receta que, aunque repetida, nunca resultó igual. Los temas de Harrell en general se articulan en frases cortas y penetrantes, que se deslizan sobre una idea de tiempo que en su precisión no sacrifica plasticidad. La música de Harrell se exalta en las dinámicas de figura y fondo, es decir en el diálogo de las individualidades con el trabajo conjunto de una precisa, sutil y versátil máquina de ritmo.
Durante todo el concierto, Harrell está inmóvil en el centro de la escena. Cuando no toca escucha, pero parece ausente. Con los ojos cerrados, la cabeza del trompetista apunta al piso, los brazos que le cuelgan no pueden escaparse del traje oscuro. De la punta de la larga manga asoma su mano derecha, que se prolonga en la trompeta que levanta cada vez que regresa de sus escuchas para dibujar con precisión cada solo.
Más sanguíneo resultó Escoffery, con solos sustancialmente más largos. El saxofonista inglés emprendió en cada solo articuladas excursiones, en las que además de mostrar notables recursos expresivos y abundancia de ideas, desplegó hasta el extremo las posibilidades de su instrumento. Si cuando Harrell soleaba, el trío de base sabía darle oportunidades al silencio, en los solos de Escoffery se dejaba trajinar para poner energía sobre energía con notable buen gusto. Entre la sapiente economía de Harrell y el desparpajo de Escoffery, el pianista Danny Grisset fue un regulador perfecto de ritmo y armonía. Con una inmensa cantidad de matices técnicos y expresivos, la sociedad entre Cruz y Okegwo, en la base, logró esa solidez tolerante que distingue a los virtuosos que escuchan. En un momento del concierto, Grisset giró el taburete para acercarse al teclado del Rhodes, Harrell dejó la trompeta por el fluguelhörn y el resto del quinteto supo aterciopelar su energía para estar a tono y lograr uno de los momentos más sugestivos de un concierto que en nombre del jazz equilibró implosiones y explosiones. Un concierto que al final, como bis, tuvo a Harrell otra vez con el fluguelhörn, dialogando con el contrabajo de Okegwo. Un solo de enérgico lirismo parecía explicar todo lo que antes se había escuchado. Un epílogo perfecto.
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