Jue 29.11.2012
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MUSICA › SE ESTRENó COLóNRING, VERSIóN ABREVIADA DE EL ANILLO DEL NIBELUNGO, DE WAGNER

Destacable producto de una mala decisión

El elenco impresionante y la memorable interpretación musical de esta versión de siete horas no desestima el hecho de que no es mejor que la original. Tampoco que no había necesidad alguna de hacerla y que a la puesta en escena se le nota el apuro para salvar el papelón.

› Por Diego Fischerman

Con un elenco impresionante y en una noche memorable desde el punto de vista de la interpretación musical, el Colón afrontó un desafío titánico: montar la Tetralogía de Richard Wagner en un solo día. La versión del ciclo El anillo del nibelungo fue cortada, para tal fin, por Cord Garben. El notable rendimiento de la orquesta (reforzada por casi un centenar de músicos adicionales, para poder afrontar las siete horas netas de música), la manera en que los cuerpos técnicos debieron resolver no una sino dos escenografías –la segunda en tiempo record–, debido al affaire de la bisnieta prófuga, la extraordinaria actuación del director musical –el vienés Roberto Paternostro, brillante en su interpretación y sometido, además, a la inédita exigencia de permancer en el podio durante esa cantidad de horas–, el brillo del reparto reunido y la manera en que, finalmente, todos los trabajadores del teatro lograron brindar un espectáculo de características únicas como si se tratara de lo más natural del mundo, acabaron teniendo un efecto paradójico. Que el Teatro Colón pudiera montar tamaño emprendimiento, y con la calidad de ejecución lograda, era la prueba incostratable de que no hubiera necesitado hacerlo.

Hay, desde ya, una discusión posible acerca de la legitimidad de ofrecer una versión adaptada en lugar de la original, y de si un teatro público tiene derecho a empeñar la función de resguardo del patrimonio cultural que la sociedad delega en él ofreciendo algo que, en última instancia, lo daña. Podrá discutirse la naturaleza de ese daño: al fin y al cabo, si a las Meninas se le pintan bigotes no hay vuelta atrás, mientras que en el caso de una ópera alcanzaría con no volver a representarla. Y podrá incluirse o no en esa discusión el hecho de que ese menoscabono no responda a restricción forzada alguna o a necesidades que la obra original no pudiera satisfacer, como el montaje rápido en pequeños salas proviniciales, o en escenarios no tradicionales, como hospitales de campaña o escuelas rurales, o, sin ir tan lejos, la organización de gran cantidad de funciones para estudiantes. Pero lo cierto es que, aun pasando por alto la cuestión de la pertinencia de una versión cortada, y de la manera en que se opone a la idea de valor del arte en las culturas de tradición europea, ligada a la autenticidad (que, se insiste, es uno de los motivos por los cuales las sociedades sostienen teatros como el Colón), hay una verdad evidente. La versión cortada es, en este caso, peor que la otra: más superficial, más plana, sin el ritmo wagneriano y sin su música interna, sin la poderosa arquitectura con la que cada motivo (y cada matiz, y cada instrumentación) se desarrolla en su escritura y, obviamente, mucho más esquemática en lo teatral.

Lo que en el original son dudas, aquí aparece como certezas. Las iniciales negativas de Brunhilde ante Siegfried, en esta versión se consideran simples repeticiones (y no la expresión de la naturaleza humana) y se cercenan sin más. Tampoco aparece esa escena, de fantástica intuición freudiana, en la que el héroe conoce el miedo cuando ve a la mujer desnuda. No es que, en el conjunto, la dramaturgia no fluya. Y mucho menos que la música escuchada no sea maravillosa. Pero, como si se hubiera presenciado la heroica actuación de un arquero que, habiéndose autoimpuesto el desafío de atajar con una mano atada a la cintura, concluyera el partido con apenas cinco goles en contra, resulta imposible no pensar, ante cada resolución más o menos afortunada, que los problemas no tenían otro motivo que su origen en una decisión desacertada.

El ColónRing sufre con respecto a la obra que Wagner concibió. Los cortes no son gratuitos. La falta del conflicto doméstico de los dioses, esa tensión entre lo privado y lo público, no sólo desaparece en esta versión, sino que torna poco comprensibles muchas de las acciones, por ejemplo la relación entre Wotan, Siegmund y Sieglind, central en la trama de La valquiria. Para el oyente conocedor de la obra, faltan, asimismo, muchos de los motivos que justifican las referencias posteriores (como el de la maldición del anillo). Sin ser mejor, esta versión tampoco es más funcional, ni más barata ni más fácil de hacer. No resulta más deseable que la original ni tampoco más posible. Y, aun así, las siete horas de alguna de la más maravillosa música jamás escrita, interpretada en tal nivel de excelencia, convierten al mini anillo en una experiencia destacable. El nivel de placer del oyente, obviamente, tendrá una relación inversa con su grado de conocimiento anterior de la obra y, por consiguiente, con su posible decepción. Pero el dúo final de Siegfried, entre él y Brünhilde (extraordinarios Leonid Zakhozhaev y Linda Watson), o la escena de Sieglinde y Siegmund en La valquiria (fantásticos Marion Amman y Stig Andersen, quien cantó Tristán el año pasado en el Argentino de La Plata) difícilmente puedan dejarlo indiferente.

Con un trabajo magistral del iluminador Peter van Praet, tanto la escenografía, concebida casi sin tiempo por Carles Berga sobre los restos dejados por Frank Schlössmann, quien formaba parte del equipo de la fugada Katharina Wagner, como la meritoria puesta de Valentina Carrasco, elaborada en apenas un mes para salvar al tambaleante proyecto del naufragio, cumplen parcialmente con las demandas. En el caso de la primera, podría pensarse que la estética de Carrasco habría demandado un Walhala menos parecido a un pisito de soltero y una roca para Brünhilde no tan parecida a un chalet de Cariló. Y en el de la segunda, que ciertas incoherencias ideológicas podrían haberse salvado. La directora elige situar personajes y lugares en territorios reconocibles de la historia reciente. La muerte de Siegfried se superpone con filmaciones de los funerales de héroes como Perón o el Che Guevara (o la Madre Teresa). Las valquirias usan el uniforme de los gurkas y Mime toma mate en su fragua.

Pero donde su concepción hace agua es en la idea de que el tesoro, en lugar de oro, sea la niñez robada. Todo funciona bien en el comienzo. Pero cuando Siegfried, como muestra de su heroico desinterés, asegura no darle importancia al tesoro –o cuando, luego de derrotar a Fafner, dejar el oro en la gruta se traduce, literalmente, como abandonar a los niños encerrados–, la cuestión se tambalea. Los sonoros abucheos de parte de los asistentes a la función del estreno, de todas maneras, presumiblemente haya tenido más que ver con los aciertos de la puesta que con sus errores. Con un exacto manejo de los movimientos de masas, Carrasco produjo varios momentos de plástica belleza hasta llegar al final, con gente de la calle en el escenario y los niños finalmente liberados corriendo hacia ellos.

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