MUSICA › CUARTA EDICIóN DEL FESTIVAL JAZZ AL FIN, EN USHUAIA
En el ya tradicional encuentro fueguino, Fernando Tarrés releyó la música del bandoneonista desde la perspectiva de un jazz libre y explosivo. El grupo Escalandrum, en tanto, aportó otra mirada creativa y contundente sobre el autor de “Adiós Nonino”.
› Por Diego Fischerman
Desde Ushuaia
“Igual que el invierno pero con luz”, bromeaba uno de los integrantes de la fundación Inti Main, que hizo posible la cuarta edición del festival Jazz al Fin. Y es que los pertinaces dos grados de temperatura y la abundante nieve en las montañas no se condecían con esa noche que apenas se hizo oscura después de las diez y a las tres de la mañana ya había comenzado a ser clara. Por la tarde, festejando el solsticio y ese extraño comienzo de verano fueguino, en la calle y junto a un mar tozudamente grisáceo, había personas bailando “danzas circulares”, según la descripción de una participante: una particular mezcla de leyenda selknam, restos de mitología celta, música andina y coreografía mediterránea. Y ya en el tardío ocaso, el sexteto de Fernando Tarrés releía la música de Piazzolla desde la perspectiva de un jazz libre y explosivo.
Otra mirada creativa y certera sobre la obra del bandoneonista fue la que, operada por el grupo Escalandrum, clausuró, en la noche del sábado, este encuentro que, en 2012, tuvo como eje al músico que cambió para siempre el sonido de Buenos Aires y, a la vez, la proyección y ambiciones de la música de tradición popular. Más allá de ese juego de proximidades y distancias en el que discurre el campo de la versión –nada más alejado del “cover”, en todo caso–, lo cierto es que la osadía, la posibilidad de partir de materiales populares y llevarlos al territorio de la música de escucha más abstracta y la capacidad para entender el hecho sonoro como un posible viaje, con rumbo y punto de partida conocidos pero finales siempre abiertos, está tan inscripta en las leyes que el jazz se dio a sí mismo hace ya unos cien años como en esa obra irreductible, permanente y polémica, que Piazzolla comenzó a plasmar con su orquesta de 1946 y que tuvo hitos en sus grabaciones de 1956 y 1957, con octeto y con cuerdas, piano y bandoneón, en su quinteto de 1960 a 1970, en el noneto de 1972 y 1973, las grabaciones eléctricas de 1974 a 1978, el nuevo quinteto de 1979 a 1988 y el sexteto final de 1989 y 1989.
El bandoneonista Jorge Rodríguez, Jorge Navone como narrador y Néstor Alonso en guitarra –que también, con bello sonido y fraseo preciso, tocó como solista el sábado, abriendo la última fecha– dieron comienzo al festival con Espejos de Tango. Los duendes de Horacio Ferrer, un espectáculo organizado alrededor de los textos del poeta uruguayo junto a quien Piazzolla compuso María de Buenos Aires –ese oratorio que ellos bautizaron “operita”– y varias canciones, entre ellas las célebres “Balada para un loco” y “Chiquilín de Bachín”, seguidos por el pianista Mario Parmisano, pieza clave del grupo del guitarrista Al Di Meola que aquí se presentó en trío junto a Lucas Canel en batería y Damián Vernis en bajo. El día siguiente actuó el sexteto del compositor y guitarrista Fernando Tarrés, que integran con él Damián Bolotín en violín, Rodrigo Domínguez en saxo tenor, Juan Pablo Arredondo en guitarra, Jerónimo Carmona en contrabajo y Carto Brandán en batería. Con interacción y riesgo, más algunos solos excelentes de Bolotín, Domínguez, Carmona y Arredondo, el grupo pone en escena la particular manera de entender la dirección de Tarrés que, como instrumentista, se reserva, además, un lugar casi en las sombras, como sostén del complejo andamiaje, un poco a la manera de los clavecinistas en la música barroca. Se trata de una construcción meticulosa, donde la relación entre escritura e improvisación acaba dando la imagen de la libertad más extrema y en que el director renuncia a cualquier gesto intrusivo. Nada de lo que sucede estaría sin su venia, pero todo parece surgido de la inspiración más repentina.
Esa tensión entre escritura e improvisación es central también en Escalandrum, la creación del baterista Daniel “Pipi” Piazzolla que lleva ya trece años de coherente existencia y que conforman junto a él Mariano Sívori en contrabajo, Martín Pantyrer en clarinete bajo, Nicolás Guerschberg en piano, Damián Fogiel en saxo tenor y Gustavo Musso en saxos alto y soprano. En este caso, sin embargo, los arreglos de Guerschberg, que destacan una poderosa cohesión, están encarados desde un ángulo absolutamente distinto. Podría decirse que, aun cuando son los solistas los que llevan adelante el discurso, en Escalandrum suena siempre, por encima, el ensamble. Con actuaciones notables de cada uno de sus integrantes, se destaca, por otra parte, la búsqueda de variedad en las texturas y en las instrumentaciones, que exploran las posibilidades, dentro del sexteto, de distintos dúos, tríos y cuartetos –el dúo de Fogiel y Sívori, que luego se convierte en cuarteto, con Guerschberg y Piazzolla, en “Vayamos al diablo”, es un ejemplo particularmente rico–.
Las coincidencias con Tarrés, no obstante, no son menores. Ambos grupos disfrutan buceando en el repertorio menos transitado de Piazzolla; los dos omiten el bandoneón. Eventualmente, esa música que durante años pareció no haber dejado –y quizá tampoco permitido– una herencia clara ni una posibilidad de continuidad –y es que no había manera de ser piazzolliano sin sonar como una imitación necesariamente desmejorada– parece haber encontrado un camino posible: el del respeto y no el de la obsecuencia; el de la creación y no el de la réplica. Existen, desde ya, las propias grabaciones de Piazzolla, infinitamente nuevas y sorprendentes en cada nueva escucha. Pero, también, en la medida en que esa obra pueda leerse con cierta irreverencia, y con libertad profunda, podrá seguir dando frutos en manos ajenas.
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