Lunes, 12 de junio de 2006 | Hoy
MUSICA › PRESENTACION DE ARBOL EN EL LUNA PARK
La banda de Haedo deleitó a seis mil pibes con su crossover sonoro.
Por Cristian Vitale
11.30 PM del sábado y, sobre la famosa calle Bouchard, hay un ejército de padres esperando que se abran las puertas del Luna Park para llevarse a sus hijos a casa. Jamás hubiese ocurrido algo parecido cuando los Arbol tocaban los temas de Jardín Frenético hace nueve años, en sucuchos. Ni siquiera cuando llamaron la atención de Gustavo Santaolalla y pudieron grabar lo mismo –con algunos ‘bonus’ y todos los chiches sonoros– en Los Angeles. ¿Padres afuera onda matinée bolichera?, ¿padres adentro con hijos a upa sin equivocarse una sola sílaba de Little dreams?, ¿Nenas target Floricienta al palo con “Cosa Cuosa”?, ¿Chicos recién destetados tratando de balancear vértebras al compás de “Vomitando flores”?
Son más de seis mil almas y no hay un solo fumón en la sala: sí mil envases de gaseosas, hamburguesas, gritos de satisfacción cuando se sale en la pantalla gigante, camisetas de Argentina talle S, vigilantes embolados y dos cantantes, Edu Schmidt y Pablo Romero, diciendo qué hacer desde el escenario. “Ahora, armen una ronda grande, grande y pongan un erreway en el medio”, “Ahora, levanten las manos altas y aplaudan”, “Ahora, hagan quilombo”. “Ahora, digan conmigo eeeeeeeeeeeeehhh”, exige Romero, como un Balá sin chupetómetro, y se burla. “No sean tan boludos”. Para quienes los vieron caer del olivo, seguramente un recital como este les parecería un producto superficial, caricaturesco, un material para ser analizado por el bobero. Pero los Arbol parecen tener todo, todísimo claro.
¿Motivos? Hay uno que es central. Cromañón marcó un punto de inflexión en el devenir del movimiento de rock en argentina. El exceso y la tragedia reenviaron la industria del entretenimiento rocker hacia manos de sagaces empresas del espectáculo, que convirtieron algo que para algunos era un refugio para la insolencia y la indisciplina, en un ATP extremo. En un rock para la familia que hasta si la abuela se anima queda incluida en el combo. Arbol entendió perfectamente el paso del rock “exclusivo” al rock “inclusivo” y derribó, incluso tocando power, las trincheras que otros levantaron durante años. En este caso, prepararon una puesta cual obra de Hugo Midón, o cualquiera de teatro infantil que se precie. Con sus clásicos pijamas blancos y cascos de albañil, Romero, Schmidt, Martín Millán, Hernán Bruckner y Sebastián Bianchini, resolvieron su fábrica de canciones en casi dos horas y 31 temas –casi todas de Chapusong’s y Guau!– que deleitaron a sus pequeños y desprejuiciados fans.
El otro motivo no es tan central pero sí estructural. Un movimiento que, desde aquellas primigenias grabaciones de Los Beatniks, Manal o Los Abuelos de la nada, está por llegar a los 40 años, es inevitable que cruce dos, hasta tres generaciones. Arbol también lo tiene superclaro. Por eso introducen el tema “Ya lo sabemos” con el popular estribillo de “Himno de mi corazón”; improvisan “En el país de la libertad” de León Gieco –justo el que fue jingle de Telecom– con charango; o invocan el espíritu de Bob Marley no rescatando alguna perlita tipo “How many times”, sino con “Woman no cry!”. ¿Qué ex rockero que sentó cabeza y hoy trabaja diez horas por día en una oficina de publicidad –porque no había obreros rústicos en el Luna– desconoce tan notables clásicos? Operativo nostalgia exitoso, señores. Papá recordando que se levantó a mamá en el show de Los Abuelos en Obras y el nene, de paso, fantaseando con su origen. La cumbia y el “boom” del folklore tampoco son ajenos al espectáculo: para eso están “Chikanorexica”, “La nena monstruo” y “Cáscara Máscara”.
Puede que el lance táctico tenga sus consecuencias. Cierto rumor en el mundillo narra que una vez los Arbol fueron a llevarle un regalo a la Negra Poly y a Skay y, de paso, le preguntaron qué les había parecido el cover coral de “Jijiji”. La respuesta de Poly –¿será un mito?– fue “para qué la hicieron” y el remate del ex violero de Los Redondos habría sidomás contundente aún: “La Negra tiene razón”. No lo saben muchos, pero entre las 6 mil remeras no había ninguna de Patricio Rey. Más real fue la reflexión del aunque descolocado, emblemático y ocurrente Ricardo Iorio. “Se pusieron así porque son de madera”. O el famoso “tragaleche” del metálico, que no fue para Miranda –como se dijo– sino para los Arbol, en apariencia por “salir a tocar en pijamas”. De ahí, que uno de los cánticos de la torcidita de Arbol sea “Iorio se la come, Eduardo se la da”. Reales o ficticias, son opiniones de la ortodoxia rockera, que no invalidan en absoluto el solvente e imaginativo trabajo musical del quinteto nacido en Haedo. Que se manifiesta sobre todo en “Enes”, “Vomitando flores”, “Ya me voy” y “La vida”, convertidos en clásicos de esta nueva era del rock argentino. El único reparo es extra musical: la letra de “El Baile” dice: ‘a la gente le da vergüenza que le digan lo que hay que hacer?’. ¿No era gente lo que había en el Luna?
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