MUSICA › ZUBIN MEHTA EN BUENOS AIRES, JUNTO A LA FILARMóNICA DE ISRAEL
El director de orquesta tuvo el fin de semana una doble presentación. El sábado actuó en el Teatro Colón, donde ejecutó obras de Tchaikovsky y Richard Strauss, y hasta se animó a una versión “azarzuelada” de “Por una cabeza”. Ayer dio un concierto popular en Puente Alsina.
› Por Diego Fischerman
Un Teatro Colón lleno como pocas veces, con sus localidades altas repletas, saludó a Zubin Mehta con una ovación. Tal vez por su larga relación con Buenos Aires, que comenzó en 1962, cuando tenía apenas 26 años y dirigió a la Sinfónica del Estado (luego Sinfónica Nacional) en la Facultad de Derecho; quizá porque todos sus conciertos aquí fueron extraordinarios y, algunos de ellos, como el que protagonizó en la 9 de Julio, en 1987, ante 100 mil personas, lo fueron desde el punto de vista social, su nombre tiene una resonancia que excede en mucho la de un mero director de orquesta. La sonrisa, parca pero indudablemente sincera, con la que ya sobre el final del concierto con el que abrió su periplo porteño de 2013 se dirigió al público y, con su acotado castellano, poniendo sus manos en cruz sobre el pecho dijo: “Buenos Aires. Siempre amigos”, fue una buena síntesis. También en ese momento hubo una ovación. Y entre una y otra, entre la que reconocía una historia y la que premiaba una noche única, transcurrió un concierto magnífico.
Mucho más medido en sus movimientos que en su juventud, casi ascético, Mehta logra una comunicación extraordinaria con la orquesta. La Filarmónica de Israel tiene una alta proporción de músicos que la integran desde hace un buen tiempo. Podría pensarse que entre ellos y el director hay un conocimiento que ya prescinde de gestos externos. Alcanzan las miradas. Unos y otro se anticipan en sus intenciones y, más que otra cosa, se adivina entre ellos una complicidad de antigua data. Por un lado, se trata de una orquesta de gran nivel: sólida en cada una de sus filas, con una cualidad lírica en sus cuerdas graves muy pocas veces escuchada, con un color y, cuando se requiere, una fuerza en los bronces capaz de paralizar al oyente, con una dulzura en las maderas que asombra. Por otro, Mehta, un conductor que, en los años de oro de la discografía se mantuvo bastante al margen de la industria –sus versiones, definitivamente situadas en el universo fugaz de la experiencia en vivo más que en la perdurabilidad del disco–, asociado, en una de sus facetas a lo multimediático y el gran espectáculo (por ejemplo el cierre del Mundial de Fútbol de 1990, con los Tres Tenores, de cuya grabación fue, además de director, productor), es, al mismo tiempo, uno de los conductores más precisos, profundos e introspectivos que pueda imaginarse. En el programa elegido para el concierto del sábado, con dos obras que, por lo menos en los papeles, comparten una cierta narratividad (aunque sea de algo tan inenarrable como el destino o los rumbos de la humanidad), la concentración, el nivel de compromiso de las interpretaciones y la poderosa unidad y sentido de relato logrados fueron extraordinarios.
Formada a la vieja usanza, con primeros y segundos violines en extremos opuestos del escenario, con cellos y vilas en el centro y los contrabajos detrás –lo que dificulta la tarea del director pero clarifica notablemente la escucha y balancea mucho más naturalmente el sonido–, la Filarmónica de Israel hizo audible cada pequeña trama, cada matiz, cada entretejerse de una idea musical con otras. En particular en la formidablemente compleja –y formidablemente detallista y precisa– escritura de Richard Strauss, en Así habló Zarathustra, el resultado fue sobrecogedor. Y en Tchaikovsky, un músico al que la musicología alemana cargó con el sayo de una cierta superficialidad justamente por no parecerse a ellos, Mehta y su orquesta consiguen poner en primer plano los aspectos que lo hacen incomparable (y perfectamente ruso en lugar de imperfectamente alemán). De hecho, el primer movimiento de la Sinfonía Nº 4, con la que la Filarmónica de Israel cerró el concierto, es una impecable lección de forma y desarrollo. Tanto allí, como en el delicioso cantabile del segundo movimiento, en el inimaginable ajuste de los pizzicatos del tercero y en el desenfreno del cuarto, con su reminiscencia final del llamado de trompetas del comienzo, la música tuvo un sentido de trascendencia infrecuente. “Más Tchaikovsky”, dijo Mehta antes del primer bis, uno de los valses de sus grandes ballets imperiales, y ya en el final, luego de invocar la amistad porteña, sonó una versión impecable, aunque inevitablemente “azarzuelada”, de “Por una cabeza”, que anunciaba en algún sentido el concierto “popular” de la mañana siguiente. Pero eso, como hubiera dicho Scherazade ya era otra historia.
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