Martes, 15 de octubre de 2013 | Hoy
MUSICA › JANE’S ADDICTION Y MUSE, ATRACCIONES DE LA SEGUNDA JORNADA DEL PERSONAL FEST
La banda californiana mostró una performance bien aceitada, pero lo del trío inglés es un fenómeno extraño, de algún modo emparentado con la misa ricotera. Pero más que devocional, un show de Muse puede ser angustioso, sobre todo para los mayores de 30.
Por Yumber Vera Rojas
“Cuando vine por primera vez a Buenos Aires, en 2001, me recomendaron que no abandonara la habitación del hotel porque la gente estaba amotinada en las calles. En esa oportunidad me contrataron como DJ. Así que en la noche fui a patearles el culo a todos en la pista de baile. Para los que no fueron a verme a Pachá, acá estoy en el Personal Fest.” La anécdota, compartida promediando la mitad de su show, pertenece a Perry Farrell, vocalista de Jane’s Addiction, una de las atracciones internacionales de la segunda jornada del evento que se despidió en la madrugada del lunes en GEBA (sede San Martín), junto con la monumental actuación de Muse. Y eso que la agrupación californiana –puente indispensable entre el post punk y el rock alternativo estadounidense en la transición de los ochenta a los noventa– en su tercera incursión en la capital porteña no ofreció grandes variantes en su repertorio ni en el espectáculo: cabaret noir compuesto por acróbatas, bailarinas sado y hasta suspensión corporal a manera de bis. No obstante, a cambio el cuarteto mostró una performance bien aceitada, al igual que a un frontman muy a gusto con la ciudad tras cada show.
Entre los espectadores de la banda cuya intro de su disco Ritual de lo habitual (1989) le cacheteaba a la sociedad sin ningún pudor la influencia del rock en los jóvenes –“Nosotros tenemos más influencia en tus hijos de lo que tú tienes”–, se encontraban los músicos de la banda de Albert Hammond, Jr., quienes promediaban los diez años cuando salió a la venta la ópera prima de los Jane’s Addiction y que actualmente los reconocen como a una leyenda, de la misma forma que Joy Divison rendía loas a David Bowie o los Stones a Muddy Waters. Y disfrutaron aunque llegaron al escenario Samsung medio a las corridas, pues apenas unos minutos antes habían terminado lo que fue el primer show de la actual gira del Strokes argentino (su madre es la otrora modelo Claudia Fernández). AHJ es el título de la más reciente producción del violero del quinteto neoyorquino, un EP lanzado la semana pasada, que presentó en el escenario principal del evento, el mismo que cerró su grupo en la edición de dos años atrás del festival.
“Hablo un poquito, pero entiendo todo”, justificaba lo indefendible el artífice de 33 años, cuyo padre es el también músico Albert Hammond, quien canta tanto en inglés como en español. Apenas inauguró su presentación con “In Transit”, incluida en el primero de sus dos álbumes, Yours to Keep (2006), Junior se embaló en una andanada de canciones propias. Posiblemente el público creyó que la quinta parte de los Strokes soltaría, en la que fue asimismo su estreno en solitario en el país, algún cover de su grupo, que curiosamente decidió no salir a mostrar en vivo su último elepé, Comedown Machine (2013). Sin embargo, el guitarrista devenido en cantautor fue irreductible en su decisión. Apuesta de la que salió airoso debido a que, pese a que su puesta en escena lindó con la de su banda (formación idéntica, aunque con una viola más, y una impronta semicalco de Julian Casablancas), su show se tornó en un caño por la cabeza de indie rock, en el que exorcizó el yeite de los primeros discos de su agrupación, evidenciando quién era el principal benefactor de la impronta sonora del conjunto llamado a ser “el gran salvador del rock” en los 2000.
A diferencia de lo que sucede en Brasil o Chile en esta época, la gran carencia de los festivales musicales argentinos es la ausencia de un curador. Luego de que Daniel Grinbank diera un paso al costado en la organización de estos espectáculos, ese papel quedó vacante, por lo que desde entonces el punto de conexión que aúna los artistas participantes de estas vitrinas es básicamente interpretativo. Poco tiene que ver la banda de reggae Pampa Yakuza con Miranda, pero ésta sí tiene puntos en común con el laburo electrónico de Zero Kill (el proyecto de Benito Cerati). Lo mismo que el intimismo de los daneses Kashmir está un tanto lejos del indie melancólico de Mystery Jets (los británicos pelaron un show efectivo en el que mecharon su cancionero propio con versiones de Wings y Neil Young).
No obstante, el que está más allá del bien o del mal es Muse. Lo del trío inglés es un fenómeno extraño, tan pasional y movilizador como la misa ricotera. Al punto de que Reinaldo viajó desde Venezuela nada más que para verlos, en lo que fue su tercer show del grupo en el año (los otros dos fueron en Estados Unidos, en marzo). Mientras colgaba a sus espaldas la bandera de su país con el nombre de Muse impreso, este veinteañero de la nación bolivariana intentaba definir el suceso: show audiovisual + embudo musical de esta época = la banda más grande. Pero la ecuación es más compleja, porque la terna es una picadora de la cultura pop de los últimos 40 años. Sobre la base del barroquismo sonoro, los de Devon impusieron su Nuevo Orden Mundial.
Al mismo tiempo que su capitán, el cantante y guitarrista Ma-tthew Bellamy, cambia el dial de su voz del dramatismo de Thom Yorke (Radiohead) a la épica de Freddie Mercury, colando incluso algunos rasgos del Bono post Zooropa, su sonido evoluciona del dubstep al rock sinfónico, o del metal al house de David Gue-tta, o de Depeche Mode a Drake. ¿Cursi y moderno? No, Nac & Pop posta. Apelan –de la misma forma que lo hizo Martin Luther King en su discurso “Yo tengo un sueño”– a la alusión, por lo que su impacto es potente. Y eso se pudo comprobar a veces de forma sublime, y otras obvia: con el riff de “Freedom de Rage Against the Machine”, la intro de “The House of the Rising Sun” de los Animals o con un trozo de “Man with a Harmonica” de Ennio Morricone.
En esta era en la que las nuevas estrellas de la música trasladaron los estudios al cuarto de su casa, las canciones se pican en random y se escuchan por los parlantes de la compu; en la que los artistas actúan en squads para 300 personas y la industria (lo de-mostró la pasada entrega del Grammy) ya no puede imponer sino adaptarse a las nuevas formas que artistas y público establecieron el flamante imaginario musical, Muse va a contracorriente del resto, aunque sin atender la contemporaneidad en la que les tocó remarla. Además de darle un inmaculado carácter al rock para estadios, petit club en el que desbancó a Radiohead y va por U2 en el liderazgo, lo que se quedó cortó en el tercer desembarco del conjunto a Buenos Aires (fue más bien un show adaptado a festivales que lo que realmente es), a pesar del mix de estupendas visuales (genial lo del tema “Madness”, en el que el cacique del trío se enchufa unos lentes que hacen las veces de karaoke) y luces, el combo musical del combinado es de alta fidelidad (lo más cercana a una versión de esto en la Argentina la ostenta Catupecu Machu).
Más que devocional, un show de Muse puede ser angustioso, sobre todo para quien ya pasó de largo los 30 pirulos, y más allá. A veces dan ganas de irse, pues todo es demasiado elemental, pero por momentos es imposible. Hay que ver qué carajo es esto que les gusta tanto a los pendejos. Es mucha información sintetizada, por lo que Bellamy sabe su posición mesiánica de esta época, y la desenfunda con viola en mano, en el piano o cuando baja al público a darle él mismo la mano (y si no tuviera nada más que 90 minutos de performance abrazaría a los 25 mil espectadores que se acercaron a verlos).
La terna, que completan el bajista Christopher Wolstenholme y el batero Dominic Howard (acompañada por el teclista Morgan Nicholls), está de gira presentando su más reciente álbum, The 2nd Law (2012), aunque también fueron de la partidas himnos del potencial de “Plug in Baby”. Para el bis sus fans pedían “Hysteria”, pero los ingleses salieron con “Survival”: el tema de los Juegos Olímpicos de Londres. A esas alturas, qué importaba. Un rato antes, Perry Farrell, personalmente, ya había dado su bendición para el Lollapalooza Buenos Aires 2014.
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