Sáb 26.10.2013
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MUSICA › METROPOLIS, DE FRITZ LANG, FUE EXHIBIDA EN EL COLON CON LA MUSICA DE MARTIN MATALON

Entre el cerebro y las manos, el corazón

El clásico film mudo, en su versión completa, junto a la música creada por pedido del Ircam parisino, constituye la clase de espectáculos con los que el coliseo porteño debería interpelar más seguido al público que no es seguidor de la ópera tradicional.

› Por Diego Fischerman

El novelista Norman Spinrad imaginó, en El sueño de hierro (1972), al nazismo convertido en una fantasía espacial clase B, escrita por un pintor y político austríaco fracasado y redescubierta décadas después como objeto de culto. Richard Wagner creó, mucho antes y sin saberlo, el género de “magia y espadas”, con sus claras jerarquías entre lo alto y lo bajo –una jerarquía que El señor de los anillos, de Tolkien, respetó a rajatabla, con sus diferencias entre los altos y rubios, y los bajos y peludos– y esa mezcla entre aventuras y pretensiones filosóficas que acabó siendo esencial en cierta clase de ciencia ficción. La película Metrópolis, filmada en 1927 por Fritz Lang con un libreto de Thea von Harbou, bien puede ser leída como parte de esa serie.

También allí hay un Walhalla –con un luminoso anticipo de los atletas de Leni Riefenstahl– y un submundo. Sin embargo, en una suerte de tercera posición de insospechadas influencias en otras latitudes, hay un matiz distinto. Entre el cerebro y las manos, se dice, hace falta un mediador: el corazón. Ni el salvaje capitalismo de los que sólo piensan en el oro ni la revolución de las masas, presentados ambos como barbarie. En cambio, una alianza de clases protagonizada por un hijo de los dioses –aunque con sensibilidad social– y una santa rubia que se convierte en vocera de los humildes. La genial música que Martín Matalón compuso, más que para acompañar este film fundante, para incluirlo en una especie de nueva clase de obra, por encargo del Ircam parisino –el centro de investigación y creación sonora fundado por Pierre Boulez– responde, en principio, a sus propias necesidades creativas. Y, eventualmente, a una biografía en la que podrían encontrarse rasgos generacionales: el rock progresivo, una cierta clase de tímbrica, un cierto valor de la pulsación rítmica. Pero, tal vez sin quererlo –o sin buscarlo conscientemente–, acaba corporizando, también, una alianza de clases. El alto Ircam y los bajos timbres del bajo fretless, la guitarra eléctrica y percusiones que continúan por los caminos trazados por el aventurero Sargento Pepper. Procedimientos de un altísimo grado de sofisticación (y ajuste y perfección) y escritura refinadísima por un lado. Y, del otro, algo que suena a rock o a jazz rock (aunque no lo sea), que genera la impresión de la improvisación (aunque no la haya) y que acaba sintetizado, para quien escucha, en una palabra absolutamente ajena al mundo de la composición contemporánea: swing.

El Teatro Colón presentó Metrópolis, con la música de Matalón tocada en vivo, en 1996, apenas un año después de que hubiera sido estrenada en el Châtelet de París. Fue, en su momento, una especie de pequeña revolución, no sólo por lo que sucedía sobre el escenario, sino también por haber convocado a un público claramente interesado en la cultura, pero al que esa sala no había interpelado nunca antes. Ahora, con la versión completa que posibilitó el hallazgo en Buenos Aires (casi un cuento de Borges) de una copia en 16 mm de la versión original, sin los cortes realizados por la Paramount para su distribución internacional, volvió a suceder lo mismo. Entre los que llenaron el teatro estaban muchos de lo que habían estado hace diecisiete años, pero, también, muchos otros que en ese entonces eran demasiado chicos. Y otros, claro. Y, nuevamente, fue visible la posibilidad de una clase de espectáculo que, sin traicionar los designios y la tradición de la sala, es capaz de hablarle a ese público que va al Festival de Teatro o al de Cine Independiente –o incluso al ciclo de conciertos de música contemporánea del San Martín–, cuyo promedio de edad es unos treinta años menor que el de los fans de la ópera tradicional. Un público al que una nueva puesta de una ópera de Rossini no podría resultarle más indiferente, pero al que el Colón debería interpelar más a menudo.

Con la participación del Ensamble BCN216, de Barcelona, a quienes se sumaron los argentinos Pablo Laporta, como cuarto percusionista, y Andrea Merenzon, en fagot y contrafagot (más la fundamental electrónica grabada, desde ya), esta Metrópolis, convertida en algo así como una ópera narrada por una película, tuvo un nivel de perfección técnica increíble. La relación de la música con la imagen se tensa permanentemente, escapa de lo líneal y cada tanto establece unísonos casi milagrosos. Matalón, como director, fue de una precisión extrema y el diseño sonoro de Xavier Bordelais cumplió aceradamente su función. También la relación de la obra (film más música) con la estética de la sala produce una tensión, en todo caso, y el juego entre lo alto y lo bajo (y sus posibles amalgamas) anida también allí. Pero, si Metrópolis (el film) plantea una conciliación, el camino de Matalón, en esta obra complejísima y abarcadora, es claramente otro. Aquí no hay maquillaje de lo viejo ni obturación del futuro. La heterogeneidad, la mezcla, la impureza genérica, una polifonía extrema –con mucho de la polifonía heredada de lo vulgar y carnavalesco, como entendía el teórico Mijail Bajtin– es, simplemente, uno de los posibles caminos de lo nuevo.

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