MUSICA › CARMEN BALIERO INTERPRETA A VIOLETA PARRA
En la monumental Centésimas del alma, Baliero cruza y completa el recorrido de la artista chilena.
› Por Diego Fischerman
En círculos. O más bien en espiral. El pensamiento de Violeta Parra vuelve a ciertos lugares, pero nunca de la misma manera. Y nunca sigue, desde allí, exactamente los mismos recorridos. Y en esas espirales extraordinarias, que la poeta trazó a pedido de su hermano Nicanor a lo largo de seiscientos versos –que incluyen trescientas décimas cuya numeración consecutiva forma parte del texto–, Carmen Baliero introduce otras que las completan, las cruzan, las traducen, las travisten, pero jamás las interfieren. En su monumental Centésimas del alma, que mañana reestrena en Virasoro (Guatemala 4328), Baliero gira, como el texto de Parra, pero, al mismo tiempo, imprime, desde su voz y desde lo que el piano teje alrededor, una dirección y una velocidad alucinante.
“Merodeaba”, dice Baliero. Y cuenta que en el origen de esta obra hubo caminatas, por su casa. “Daba vueltas”, cuenta. Y pegaba en las paredes papeles con las décimas numeradas de Violeta Parra: “Una vez que me asediaste/ dos juramentos me hiciste/ tres lagrimones vertiste/ cuatro gemidos sacaste/ cinco minutos dudaste/ seis más porque no te vi/ siete pedazos de mí/ ocho razones me aquejan/ nueve mentiras me alejan/ diez que en tu boca sentí”. Los números, después, se alejan. Pero el ritmo (hay una vieja grabación en que la poeta recita parte de estas “centésimas” y su entonación, embriagadora, permanece en el gesto de la obra de Baliero) es avasallante. Y hasta habla, allí, del cansancio que el propio ritmo produce: “Van ciento cuarenta y tres/ todavía tengo pa’rato/ con ciento cuarenta y cuatro/ no me detengan/ tal vez, ayúdeme Santa Inés/ los ciento cuarenta y cinco/ porque mañana es domingo/ y tengo que hacer feriado/ y el lunes más descansado/ Vuelvo a empezar a los brincos”. Es una composición que define su propia forma. Y su propio tiempo. “Demasiado larga como canción; demasiado corta como espectáculo.” Es la que es, en todo caso. Y no podría ser de otra manera.
Lo que no se ajusta a un molde preexistente, la incomodidad, eventualmente, es algo a lo que Baliero está acostumbrada. Ya sabe que, para clasificarla, es imprescindible recurrir a la palabra “inclasificable”. Y es que, en los bordes de la canción de amor, de la música experimental, del bolero entendido como una de las bellas (y oscuras, y esquivas) artes, de alguna clase de reivindicación de lo folklórico y de algunas sonoridades del rock, Baliero puede poner especialmente incómodo a quien espere demasiadas cosas de antemano. “En la Argentina –reflexiona– ha habido mucho menos gusto por mezclarse que en otras partes. En Brasil, por supuesto, y también en Uruguay. Allí los músicos de la vanguardia académica se juntan con los otros, entran y salen.” No es azaroso, en todo caso, que en su educación mucho hayan tenido que ver el montevideano Coriún Aharonian y los cursos de música latinoamericana que organizaba (y donde coexistían, precisamente, creadores de las más diversas tradiciones).
Autora de músicas para teatro –entre ellas la de El pecado que no se puede nombrar, de Ricardo Bartis– y directora de Cristina Banegas en Molly Bloom, Baliero pasa con facilidad de ensalzar el fraseo de Alejandro Sanz –“es un músico, sin duda”– a componer para bocinas, para lectores de diarios o para bocinas de autos dirigidos desde una esquina. Y, en el fondo, todavía le sorprende un poco que algunos –los que gustan de las bocinas– le digan que no puede hablar bien públicamente de Sanz.
“Al principio marcaba temáticas, sin ninguna intención particular”, recuerda Baliero acerca de su composición con el texto de Parra. “Veía cómo iba de una a otra y volvía, como una especie de ‘cadáver exquisito’, pero hecho por una misma persona y donde, siempre, acababa habiendo un sentido. Es una obra muy honesta. Allí aparece la debilidad de una persona. Y también su fortaleza. Y las obsesiones. En ese momento empecé a marcar esas temáticas con colores y ahí me di cuenta de que iba a hacer algo. Al comienzo con el piano solo. Y, también, teniendo en la cabeza otra cosa de Violeta Parra que me daba vueltas, sus anticuecas. Y, por supuesto, por mi formación, que no es la de una pianista popular, no me iban a salir zambas. Pero tampoco quería que me saliera algo muy occidental y cristiano, muy blanco. Porque ése es el problema de ser pianista. Es un instrumento que remite casi automáticamente a una tradición. Lo que me atrajo, y creo que terminó siendo un eje de la obra, es esa idea de recurrencia y, al mismo tiempo, de forma abierta.”
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